Mijaíl Bulgákov

El Maestro y Margarita


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días.

      Iván no respondió porque consideró que en su actual condición aquel saludo resultaba impropio. Habían encerrado en una clínica a un hombre sano y, además, hacían ver que era necesario.

      Al mismo tiempo, la mujer, sin perder la agradable expresión de su rostro, apretó un botón, se alzó la cortina y entró el sol en la habitación a través de un amplio y ligero enrejado. Por la reja se veía un balcón, más allá un sinuoso río y en su orilla opuesta, un alegre bosque de pinos.

      —Por favor, tome un baño —invitó la mujer y se abrió una pared interior tras la cual había un cuarto de baño muy bien equipado. Aunque Iván había decidido no conversar con la mujer, al ver cómo el agua manaba en la bañera en un grueso chorro no pudo evitar decir con ironía:

      —Vaya, como en el Metropol.

      —No —dijo la mujer con orgullo— mucho mejor. Este equipamiento no lo hay en ninguna parte, incluso en el extranjero. Los científicos y los médicos viajan especialmente para ver nuestra clínica. Cada día tenemos "inturistas".

      La palabra "inturista" le recordó a Iván inmediatamente al consultante del día anterior. Se ensombreció y miró ceñudo a la mujer. —"Inturistas". Hasta qué punto los adoran. A propósito, entre ellos hay toda clase de tipos. Yo, por ejemplo, ayer conocí a uno que da gusto.

      Estuvo a punto de comenzar a contar de Poncio Pilato, pero se contuvo, comprendiendo que aquella historia no le interesaría a. la mujer y, de cualquier forma, ella no podía ayudarle.

      Al bañado Iván Nikoláievich se le proporcionó absolutamente todo lo' que necesita un hombre luego del baño, una camisa planchada, calzones, medias. Pero aquello fue poco. Abriendo un armarito, la mujer señaló su interior y preguntó:

      —¿Qué desea ponerse, una bata o un pijama?

      Obligado a estar a la fuerza en su nueva residencia, Iván alzó las manos, asombrado ante el descaro de la mujer y, en silencio, señaló un pijama de lana punzó.

      Después, le llevaron por un corredor silencioso y desierto hasta un enorme gabinete. Iván decidió ver todo aquello, es decir, la magnificencia de los equipos, con ironía y allí mismo bautizó mentalmente al despacho como fabrica-cocina.

      No le faltaba razón para ello. Había escaparates, armarios de cristales con brillantes instrumentos niquelados, sillones de construcción complicada y poco común, panzudas lámparas de relucientes pantallas, muchos frascos, mecheros de gas, cables eléctricos y equipos totalmente desconocidos.

      En el gabinete lo recibieron tres personas, dos mujeres y un hombre, todos con batas blancas. Primero lo llevaron a un rincón, detrás de una mesa, con el claro objetivo de interrogarlo.

      Iván comenzó a analizar su situación. Por delante tenía tres caminos. El primero lo sedujo en extremo: arrojarse contra las lámparas y todas aquellas alambicadas cosas, romperlas para demostrar su protesta por su detención forzosa. Sin embargo, el Iván actual se diferenciaba en mucho del Iván de ayer y tal camino le pareció dudoso, pues reafirmaría la idea de que él era un loco peligroso. Por eso lo rechazó. En el segundo, comenzaría a contar del consultante y de Poncio Pilato, pero la experiencia del día anterior le demostraba que no le creerían y pensarían que todo era inventado. También rechazó ese camino y eligió el tercero: encerrarse en un orgulloso silencio. No lo logró por completo y, de una forma u otra, tuvo que responder, aunque escueta y enfurruñadamente, a una serie de preguntas. Le preguntaron absolutamente todo sobre su vida pasada, hasta el punto de cuándo y cómo tuvo escarlatina quince años atrás. Escribieron una página completa, le dieron vuelta y una mujer de bata blanca comenzó a interrogarle sobre sus familiares. Dio inicio a una especie de cantilena: quién murió, cuándo, de qué, si bebía o padecía de enfermedades venéreas y cosas similares. Finalmente, le pidieron que contara los sucesos del día anterior en los Estanques del Patriarca, pero no se pusieron fastidiosos ni se asombraron por la historia de Poncio Pilato.

      La mujer dejó a Iván en manos de un hombre que se comportó de forma diferente y no le preguntó nada. Le tomó la temperatura, el pulso, le miró los ojos, alumbrándose con una linterna. Después, con la ayuda de otra mujer, le pincharon con algo en la espalda, pero sin que le doliera, con el mango de un martillo le dibujaron unos signos en el pecho, con un martillo le midieron los reflejos de las rodillas, por lo que Iván saltó, le pincharon un dedo y le tomaron sangre, le pincharon en una vena del brazo, le pusieron en los brazos unos brazaletes de goma.

      Iván soló se reía para sí, pensando en lo absurdo y tonto de todo aquello. Qué cosa. Quiso advertir a todos sobre el peligro del desconocido consultante, intentó detenerlo y sólo obtuvo que lo llevaran a aquel secreto gabinete y allí contar sobre su tío Fedor que bebía y cantaba en Vólogda. Una estupidez insoportable.

      Por último, lo dejaron y lo llevaron de vuelta a su habitación donde le dieron una taza de café, dos huevos pasados por agua y pan blanco con mantequilla.

      Habiendo comido y bebido lo que le ofrecieron, decidió esperar a alguien importante de aquella institución y reclamar atención para si y justicia.

      Esperó y no mucho. De repente, se abrió la puerta y en la habitación entraron muchas personas de batas blancas. Delante de todos iba un hombre afeitado cuidadosamente, como un actor, de unos cuarenta y cinco años, ojos agradables, pero penetrantes y maneras corteses. Todo el séquito le mostraba gran respeto y atención y, por eso, su entrada resultó solemne.

      "Como Poncio Pilato", pensó Iván.

      Sí, sin duda aquel era el principal. Se sentó en un taburete y los demás permanecieron de pie.

      —Doctor Stravinski —se presentó a sí mismo y miró a Iván amistosamente.

      —Aquí tiene Alexandr Nikoláievich —dijo alguien en voz baja y le dio al principal una hoja coa las cosas escritas sobre Iván.

      "Han hecho todo un expediente", pensó Iván.

      Con ojos expertos, el principal recorrió la hoja, murmuró:

      —Ah, ah —e intercambió con los presentes algunas frases en un idioma poco conocido.

      "Y como Pilato, habla en latín", pensó Iván con tristeza. Entonces una palabra lo estremeció. Esa palabra era esquizofrenia. La misma que el día anterior había pronunciado el maldito extranjero en los Estanques del Patriarca, repetida aquí por el profesor Stravinski. Y esto también lo sabía , pensó Iván alarmado.

      Al parecer, el principal tenía como regla estar de acuerdo con todo y alegrarse de todo de lo que le dijeran los que le rodeaban y expresar eso con las palabras "muy bien". —Muy bien —dijo Stravinski, devolviendo la hoja, y se dirigió a Iván—. ¿Usted es poeta?

      —Poeta —respondió Iván sombríamente y de repente, y por primera vez, sintió una inexplicable repugnancia hacia la poesía. Entonces recordó sus propios versos y le parecieron desagradables. Frunciendo el rostro, le preguntó, a su vez, a Stravinskii:

      —¿Usted es profesor?

      Stravinski movió cortésmente la cabeza hacia abajo.

      —¿Y es el director aquí?

      Otra vez Stravinski inclinó la cabeza.

      —Tengo necesidad de hablar con usted —dijo Iván en un tono que podía significar muchas cosas.

      —Para eso vine.

      —El asunto es —comenzó a decir Iván, sintiendo que su hora había llegado— que me han tomado por loco y nadie quiere escucharme.

      —No, no, lo escucharemos muy atentamente —respondió con voz tranquilizadora y muy seria Stravinski—, en ningún caso permitiremos que le tomen por loco.

      —Entonces escúcheme. Ayer por la tarde, en los Estanques del Patriarca, me encontré con una personalidad misteriosa, un extranjero que no es extranjero, que, de antemano, conocía de la muerte de Berlioz y personalmente había visto a Poncio Pilato.

      En