de barba puntiaguda y vestido con una bata blanca, era la una y treinta de la madrugada. Tres enfermeros no perdían de vista a Iván Nikoláievich que estaba sentado en un sofá. También se hallaba allí, en el máximo de excitación, el poeta Riujin. En el mismo sofá, estaban amontonadas las toallas con las cuales fue amarrado Iván que tenía las piernas libres.
Al ver al recién llegado, Riujin palideció, tosió y dijo con timidez:
—Buenas, doctor.
El médico saludó a Riujin y se inclinó, pero no lo miró a él, sino a Iván Nikoláievich que sentado, completamente inmóvil, con rostro colérico y el ceño fruncido, no se inmutó al llegar el doctor. —Mire, Doctor —por alguna causa, Riujin habló en un susurro, con voz misteriosa y mirando asustado a Iván—,el conocido poeta Iván Desamparado... Verá usted..., tememos que tenga delirium tremens.
—¿Bebió mucho? —preguntó el médico entre dientes.
—Bebió, pero no al punto de que...
—¿No cazó cucarachas, ratas, diablitos o perros corriendo? —No —contestó Riujin temblando—. Lo vi ayer y hoy por la mañana y estaba completamente saludable.
—¿Por qué se encuentra en calzones? ¿Lo sacaron de la cama? —Oh, doctor, en ese estado llegó al restaurante.
—Ah, ah —dijo el doctor muy satisfecho—, ¿y por qué los rasguños? ¿Peleó con alguien?
—Se cayó de una verja y luego en el restaurante golpeó a uno y con alguien más...
—Bien, bien, bien —dijo el doctor y, volviéndose hacia Iván agregó—: Hola.
—Hola, parásito —contestó Iván furioso, en voz alta.
Hasta tal punto estaba Riujin turbado que no se atrevía a mirar al cortés doctor, pero éste no se ofendió. Se quitó los lentes con un movimiento ágil y acostumbrado y, alzándose la bata, se los guardó en el bolsillo posterior de los pantalones. Después le preguntó a Iván: —¿Qué edad tiene?
—Váyanse todos al diablo —respondió groseramente y se volteó—¿Por qué se disgusta? ¿Es que le he dicho algo desagradable? —Tengo veintitrés años —respondió Iván excitado—y formularé una queja contra todos ustedes. Sobre todo contra ti, piojo —dijo, dirigiéndose a Riujin.
—¿Y por qué se quiere quejar?
—Porque a mí, un hombre sano, me agarraron y por la fuerza me han traído a un manicomio —respondió Iván encolerizado. Aquí Riujin miró a Iván y se quedó perplejo porque, decididamente, en sus ojos no había nada de locura. Eran sus ojos claros de siempre y no los turbios que tenía en Griboiédov.
"Santo Dios" pensó Riujin asustado, "si está completamente normal. Qué absurdo. ¿Para qué lo hemos traído aquí? Normal, normal, sólo los rasguños en la jeta".
—Usted se encuentra —dijo tranquilamente el médico sentándose en un taburete blanco de brillantes patas— no en un manicomio, sino en una clínica donde nadie le detendrá si no hay necesidad. Desconfiado, Iván Nikoláievich lo miró de reojo y murmuró: —Gracias a Dios. Al fin encontré a alguien normal entre idiotas, el primero de los cuales es el haragán y mediocre Sashka.(23) —¿Quién es ese mediocre Sashka? —preguntó el médico.
—El, Riujin —contestó Iván y con un dedo sucio señaló a Riujin que se sonrojó por el desagrado.
"Eso en lugar de darme las gracias ", pensó con amargura, "por haberme tomado interés. Es un canalla."
—Por su psicología es un típico kulak(24) — dijo Iván que, por lo visto, necesitaba con urgencia acusar a Riujin— por cierto, un kulak que cuidadosamente se enmascara de proletario. Observe su magra fisonomía y compárela con los rimbombantes versos que ha compuesto para el primero de mayo. Ja, ja, ja... Sopéselos, sí, dispérselos y se asomará a su interior, a lo que él piensa. Usted gritará —Iván se rió en forma siniestra.
Riujin respiró con dificultad, enrojeció y sólo pensó una cosa; que había criado un cuervo que había resultado ser un malvado enemigo. Pero lo más importante era que no se podía hacer nada y resultaba imposible pelearse con un loco.
—¿Y por qué a usted, precisamente, lo han traído aquí? —preguntó el médico que había escuchado con mucha atención la acusación de Iván.
—El diablo se lleve a los imbéciles. Me agarraron, me amarraron con algunos trapos y me montaron en un camión.
—Permítame preguntarle, ¿por qué usted llegó al restaurante en ropa interior?
—No hay nada asombroso —respondió Iván—. Fui a bañarme al rio Moscú, me robaron la ropa y me dejaron esta porquería. No iba a andar desnudo por Moscú. Me puse lo que tenía porque tenía prisa por llegar al restaurante en Griboiédov.
El médico interrogó a Riujin coa la mirada.
—Así se llama el restaurante —dijo éste de mala gana.
—¡Ah! —dijo el médico—. ¿Por qué tenía prisa? ¿Una cita oficial? —Estoy cazando al consultante —respondió Iván y con cautela miró a su alrededor.
—¿Qué consultante?
—¿Usted conoce a Berlioz? —preguntó Iván con tono de suficiencia.
—¿El... compositor?(25)
Iván se desalentó.
¿Qué compositor es ese? Ah, sí... No. No el compositor.
Tienen el mismo apellido. Mijail Berlioz.
Riujin no quería intervenir, pero no tuvo más remedio que explicar.
—Al Secretario del Massolit, Berlioz, lo aplastó, hoy al atardecer, un tranvía en los Estanques del Patriarca.
—No mientas, de eso no sabes nada —Iván se disgustó con Riujin—. Yo, y no tú, estaba allí cuando sucedió. A propósito, él lo puso debajo del tranvía.
—¿Lo empujó?
—¿Qué tiene que ver aquí empujar? —gritó Iván, irritado por la incomprensión general—. A ese no le es necesario empujar. Tales cosas él las puede preparar... pero aguántate. De antemano, él supo que Berlioz iba a caer bajo el tranvía.
—¿Y alguien más aparte de usted vio a ese consultante?
—He ahí la desgracia. Sólo yo y Berlioz.
—Bien. ¿Qué medidas tomó usted para capturar a ese asesino? —el médico se volvió y miró a la enfermera sentada detrás de una silla, en una esquina.
—Estas fueron las medidas. Tomé una vela en la cocina...
—¿Esta? —preguntó el médico, señalando la vela rota que se encontraba junto al icono sobre la mesa y delante de la enfermera. —Esa misma y...
—¿Y para qué el icono?
—Sí, el icono —Iván enrojeció—, lo que más les asustaba a ellos era el icono —de nuevo apuntó con el dedo a Riujin—, el asunto es que él, el consultante, él... hablaré claramente... tiene tratos con el demonio... y no es tan sencillo atraparle.
Sin apartar los ojos de Iván los enfermeros extendieron las manos.
—Sí —continuó Iván— tiene tratos. Ese es un hecho indiscutible. Personalmente conversó con Poncio Pilato. No tienen por qué mirarme así. Digo la verdad. Lo vio todo, el balcón, las palmas. Estuvo con Poncio Pilato, eso lo garantizo.
—Bien, bien.
—Bueno, ocurrió que el icono me lo prendí en el pecho y huí.. . Entonces, de repente, los relojes dieron las dos de la madrugada. —Oh, oh —exclamó Iván y se levantó del sofá—. Son las dos y estoy perdiendo el tiempo con ustedes. Discúlpenme, ¿dónde hay un teléfono?