rasguñó la rodilla. De nuevo una alumbrada avenida, la calle Kropótkina, luego un callejón, enseguida Ostóyenka y otro callejón, triste, desagradable y mal alumbrado en el que Iván Nikoláievich perdió, finalmente, a quien le era tan imprescindible. El profesor había desaparecido.
Iván se desconcertó, pero no por mucho tiempo porque de repente se dijo que el profesor debía de estar, con toda seguridad, en la casa número 13, obligatoriamente en el departamento 47.
Irrumpiendo violentamente en la entrada, Iván voló hasta el segundo piso, enseguida halló el departamento y con impaciencia tocó el timbre. No tuvo que aguardar mucho tiempo. La puerta fue abierta por una niña de unos cinco años que, enseguida, sin preguntarle nada, desapareció en algún lugar.
En un enorme, pero descuidado vestíbulo, mal alumbrado por una minúscula lamparita de carbón, bajo un techo alto, negro y sucio, pendía de la pared, una bicicleta sin neumáticos y, en el suelo, se alzaba una grandísima arca revesada de hierro. En un anaquel, sobre un perchero, yacía un gorro de invierno y sus largas orejeras se inclinaban hacia abajo. Tras una de las puertas, una sonora y enfadada voz masculina gritaba por la radio unos versos.
Nada turbado por la desconocida situación, Iván Nikoláievich se dirigió directamente al corredor y razonó así: "Él, por supuesto, se escondió en el baño". El corredor estaba a oscuras. Chocando con las paredes, Iván vio una débil franja de luz debajo de una puerta, encontró el picaporte y con suavidad tiro de él. Al abrirse la puerta, se encontró precisamente en el baño y pensó que había tenido suerte.
Sin embargo, tuvo suerte, pero no la necesaria. Hasta él llegó un calor húmedo y, a la luz del carbón que ardía débilmente en una columna, entrevió dos grandes unas junto a la pared y una bañera con terribles manchas negras por la pérdida del esmalte. En esa bañera estaba parada una mujer desnuda, totalmente enjabonada, con un estropajo en la mano. Ella, con los ojos medio cerrados, echó una mirada corta al interruptor, Iván. Al parecer, en aquella infernal iluminación, lo confundió, y dijo tranquila y alegre:
—Kiriushka. Deje de hacer tonterías. ¿Se ha vuelto loco? Fedor
Ivánovich regresará ahora. Fuera de aquí enseguida —y agitó el estropajo en dirección a Iván.
Estaba en presencia de un malentendido y, por supuesto, el culpable era Iván, pero reconozcamos que no deseaba admitirlo y exclamó en tono de reproche "Ah, que libertinaje". Enseguida fue a parar a una desierta cocina envuelta en penumbras en la cual había alrededor de diez silenciosos y apagados infiernillos. Allí, a través del polvo de una ventana no lavada por años, un rayo de luna iluminaba apenas un rincón donde, entre polvo y telarañas, pendía un olvidado ¡cono en una urna, detrás de la cuál asomaban las puntas de dos velas nupciales. Y bajo aquel icono grande había otro más pequeño de papel, colgado con alfileres.
Nadie sabe qué pensamiento dominó a Iván, pero antes de salir corriendo hacia la oscura salida, tomó una de las velas y también el icono de papel. Aturdido por lo que acababa de sucederle en el baño, abandonó el desconocido departamento, llevando consigo aquellos objetos. Murmuraba algo y trataba de adivinar, involuntariamente, quién era el descarado Kiriushka y si no sería suyo el desagradable gorro con orejeras.
En el callejón triste y desierto, el poeta buscó con la mirada al fugitivo, pero éste no se hallaba allí. Entonces, se dijo con resolución: —Por supuesto, se encuentra en el río Moscú. Adelante.
Por favor, procedería preguntarle a Iván Nikoláievich, por qué suponía que el profesor estaba precisamente en el río Moscú y no en otro lugar. La desgracia es que no había nadie para hacerle la pregunta. El abominable callejón estaba completamente desierto. En muy poco tiempo, se pudo ver a Iván Nikoláievich en los peldaños de granito de la escalera que daba al río Moscú. Quitándose la ropa, la dejó al cuidado de un agradable y desconocido barbudo que fumaba un cigarrillo cerca de una gruesa y rota camisa blanca y unas gastadas botas de cordones sueltos.
Iván movió los brazos para entrar en calor y, como una golondrina, se zambulló en el agua, tan fila que le cortó el aliento e incluso le provocó el fugaz pensamiento de que no podría volver a la superficie. Sin embargo, lo logró y resoplando, bufando, los redondos ojos aterrorizados, comenzó a nadar en aquella agua negra que olía a petróleo, entre las luces deformadas y zigzagueantes de los faroles de la rivera.
Después, cuando el empapado Iván regresó al lugar donde dejó sus cosas encontró que éstas habían desaparecido y también el barbudo. Allí sólo quedaban unos calzones a rayas, la camisa rota, la vela, el icono y una caja con cerillos. Con rabia impotente y el puño cerrado, Iván maldijo y se vistió con lo que le habían dejado. Entonces comenzaron a molestarle dos pensamientos. El primero era que había desaparecido su credencial del Massolit, de la cual nunca se separaba, y el segundo, si podría andar por Moscú en la forma en que se encontraba. En calzones... En verdad, a quién le importaba, pero podría ocurrir algún escándalo o incluso podían detenerlo.
Iván le arrancó a los calzones los botones que se cerraban cerca del tobillo con la idea de que, quizá, así pasarían por pantalones de verano, tomó el ¡cono, la vela y la caja de cerillos y se puso en marcha, diciéndose:
—A Griboiédov. Sin ninguna duda, él se encuentra allí.
La ciudad ya vivía la vida nocturna. Envueltos en polvo, pasaban volando resonantes camiones y, en ellos, sobre sacos, tendidos con las barrigas hacia arriba, iban unos hombres. Todas las ventanas se hallaban abiertas y en cada una de ellas había luz bajo una pantalla anaranjada y de todas las ventanas, de todas las puertas, de todas las puertas cocheras, techos y desvanes, sótanos y patios, salía el ronco rugido de la polonesa de la ópera Eugenio Onegin.
Los temores de Iván Nikoláievich se conñrmaron plenamente.
Los transeúntes se fijaban en él, se reían, se volvían para verle. Por eso tomó la decisión de abandonar las grandes calles y caminar por los callejones donde no había tanta gente y era menor la posibilidad de encontrar a alguien que le preguntara por aquellos calzones que, obstinadamente, no deseaban ser pantalones de verano.
Iván se sumergió en la secreta red de callejones de Arbat, y temeroso, comenzó a pegarse a las paredes, mirando a cada momento a su alrededor, escondiéndose, a veces, en las entradas de los edificios, evitando el cruce de calles con semáforos y las suntuosas entradas de los palacetes de las embajadas.
Y durante todo su difícil camino lo atormentó, de manera indescriptible, una siempre presente orquesta, que acompañaba la pesada voz de un bajo que cantaba su amor hacia Tatiana.
Capítulo 5
El asunto fue en Griboiédov
En la avenida Anillo de los Bulevares, en lo profundo de un marchito jardín, se alzaba una vieja casa de dos plantas, color crema, separada de la acera de la avenida por una reja de hierro fundido. Delante de ella había una plazoleta asfaltada que, en invierno, solía estar cubierta de nieve con una pala hincada en lo alto y, en verano se transformaba, bajo un toldo de lona, en una espléndida prolongación del restaurante. Se llamaba Casa de Griboiédov porque, al parecer, alguna vez fue su propietaria la tía del escritor Alexandr Serguéievich Griboiédov.(15) Ahora bien, si la poseyó o no la poseyó no lo sabemos con exactitud. Incluso se recuerda que, según parece, el escritor no tuvo ninguna tía propietaria. Sin embargo, la casa así se llamaba. Además de eso, un mentiroso moscovita contaba que, en el segundo piso, en una sala circular con columnas, el famoso escritor, al parecer, le leía a esa misma tía, recostada en el sofá, fragmentos de La desgracia de tener ingenio. A. propósito, quizá leía, el diablo lo sabrá, pero eso no es importante. Lo importante es que, en la actualidad, la casa pertenecía a ese mismo Massolit que presidió, hasta su desaparición en los Estanques del Patriarca, el infortunado Mijaíl Alexándrovich Berlioz.
Con liberalidad, ninguno de los miembros del Massolit la llamaba Casa de Griboiédov, sino, simplemente, "Griboiédov": —Ayer estuve dos horas en Griboiédov.
—¿Y qué tal?
—Conseguí