Mijaíl Bulgákov

El Maestro y Margarita


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fantasma, luego de traspasar la vega, entró en la terraza sin ser detenido. Entonces, todos vieron que no era ningún fantasma, sino el conocido poeta Iván Nikoláievich, Desamparado.

      Estaba descalzo, con blancos calzones a rayas y un blanco camisón tolstoiano(21) desgarrado. Sobre el pecho, prendido con un imperdible, llevaba un papel con el dibujo medio borrado de un santo desconocido. En la mano sostenía, encendida, una vela de matrimonio. En su mejilla derecha había cortaduras frescas.

      Es difícil describir hasta qué punto fue profundo el silencio que se hizo en la terraza. Se vio que un camarero derramaba en el suelo la cerveza que llevaba en una jarra.

      El poeta alzó la vela sobre su cabeza y con fuerza dijo:

      —Salud, amigo —luego de lo cual, miró hacia las mesas más cercanas y dijo con tristeza—: No, él no está aquí.

      Se escucharon dos voces. Una de ellas, de bajo, dijo sin compasión: —Asunto resuelto: delirium tremens.

      La segunda voz, de mujer, dijo con temor:

      —¿La Milicia le ha permitido ir por la calle en tal estado?

      Al escuchar aquello Iván Nikoláievich respondió:

      —Dos veces quisieron detenerme, en Skátertnii y aquí Bronnaya, pero yo salté una cerca y vean, me corté la mejilla —en ese instante, Iván Nikoláievich alzó la vela y gritó:

      —Hermanos en la literatura —su ronca voz cobró fuerza—. Escúchenme todos. El ha aparecido. Captúrenlo inmediatamente o de lo contrario producirá una desgracia indescriptible.

      —¿Qué? ¿Qué? ¿Qué dijo? ¿Quién apareció? —de todas partes se alzaron las voces.

      —El consultante —dijo Iván—. Y ese consultante acaba de asesinar en los Estanques del Patriarca a Misha(22) Berlioz.

      Entonces del interior de la sala, la gente salió y se agolpó en la terraza y una muchedumbre se colocó junto a la vela de Iván. —Perdone, perdone, sea más preciso —dijo una voz suave y amable en el oído de Iván—, dígame ¿cómo es eso del asesinato? ¿Quién asesinó?

      —El consultante extranjero, profesor y espía —respondió Iván volviendo la cabeza.

      —¿Cuál es su apellido? —le preguntaron con suavidad al oído. —¿Qué, qué, el apellido? —gritó Iván angustiado—. Si yo supiera su apellido. No lo distinguí en la tarjeta de visita. Recuerdo sólo la primera letra V, un apellido con V.

      ¿Qué apellido es con V?", agarrándose la fi:ente con las manos, se preguntó a sí mismo Iván y, de repente, murmuró:

      —Ve, ve... va... vo... ¿Vagner?, ¿Vainer? ¿Vegner? ¿Vinter? —los pelos de 1a cabeza de Iván comenzaron a moverse por la tensión. —¿Vulf? —gritó apenada una mujer.

      Iván se disgustó.

      —Idiota —gritó y buscó los ojos de la mujer—. ¿Qué tiene que ver aquí Vulf? Vulf no es culpable de nada. Bueno, bueno. No. No recuerdo. En fin, ciudadanos, llamen de inmediato a la Milicia para que envíen cinco motociclistas con ametralladora para cazar al profesor. Y no olviden de decir que con él andan otros dos, uno largo y a cuadros, quevedos rajadas... y un gato negro y gordo. Mientras yo buscaré en Griboiédov. Presiento que está aquí.

      Iván cayó en agitación y, empujando a los que le rodeaban, comenzó a mover la vela, cuya cera se derramó sobre él, y a buscar debajo de las mesas. Aquí se escucharon las palabras "Un médico" y un rostro acaridador, carnoso, bien afeitado y alimentado, con lentes de carey surgió frente a Iván.

      —Camarada Desamparado —dijo aquel rostro con voz ceremoniosa—, tranquilícese. Usted está compungido por la muerte de nuestro amado por todos Mijaíl Alexándrovich... No, simplemente Misha Berlioz. Eso lo comprendemos perfectamente. Usted necesita tranquilidad. Ahora, los camaradas lo llevarán a la cama y usted olvidará...

      —¿Tú —lo interrumpió Iván— comprendes acaso que es necesario capturar al profesor? Y te diriges a mí con tus tonterías. Cretino.

      —Camarada Desamparado, permítame —respondió el rostro enrojecido, retrocediendo y arrepintiéndose de haberse mezclado en aquel asunto.

      —No, no te permito —dijo Iván Nikoláievich con sereno odio. El temblor desfiguró su rostro y con rapidez tomó la vela con la mano izquierda, alzó la derecha y golpeó en la oreja al rostro que le demostraba compasión.

      Entonces se echaron sobre Iván. La vela se apagó y los lentes cayeron del rostro y fueron inmediatamente aplastados. Iván lanzó un terrible gritó de guerra que, para asombro de todos, se escuchó incluso en la avenida, y comenzó a defenderse. Resonó la vajilla al caer de las mesas y gritaron las mujeres.

      Mientras los camareros amarraban al poeta con toallas, en el guardarropa tenía lugar una conversación entre el comandante del bergantín y el portero.

      —¿Viste que él estaba en calzones? —preguntó el pirata.

      —Sí, Archibald Archibáldovich —dijo con miedo el portero—, pero cómo podía impedirle el paso si es miembro de Massolit. —¿Viste que estaba en calzones? —repitió el pirata.

      —Perdone Archibald Archibáldovich —contestó el portero ruborizado—, ¿qué puedo hacer yo? Yo entiendo que en la terraza las damas se sientan...

      —Las damas no tienen nada que ver aquí. A las damas esto les da igual —dijo el pirata, quemando, literalmente, al portero con los ojos— pero a la Milicia sí le importa. Un hombre en ropa interior sólo puede ir por las calles de Moscú, en el caso de que vaya en compañía de la Milicia, a un solo lugar, el cuartel de la Milicia. Y si tú eres un portero debes de saber que al ver a un hombre así, tu deber es, sin dejar pasar un segundo, comenzar a tocar el silbato. ¿Me oyes? ¿Oyes lo que sucede en la terraza?

      Aquí el aturdido portero escuchó, procedente de la terraza, el estrépito de la vajilla rota y los gritos de las mujeres.

      —Entonces, ¿qué hacer contigo por esto? —preguntó el filibustero.

      La piel del rostro del portero adquirió el color de un enfermo de tifus y sus ojos parecían los de un cadáver. Tuvo la impresión de que los negros cabellos, peinados ahora con raya, se cubrían con una seda roja y desaparecían el frac y la pechera y del cinturón de cuero surgía el mango de una pistola. El portero se vio a sí mismo colgado de una verga, con la lengua afuera, la cabeza sin vida caída sobre el pecho e, incluso, escuchó el sonido de las olas contra la borda. Las piernas se le doblaron. Pero el filibustero se compadeció de él y apagó su mirada de niego.

      —Mira, Nikolái. Está es la última vez. En el restaurante no necesitamos, ni regalados, porteros así. Vete de guardián a una iglesia —luego de decir esto, el comandante dio órdenes rápidas, claras, precisas—: Llamas a Pantaleón del bufe. A la Milicia. El protocolo. El coche. Al psiquiatra —y agregó—: Toca el silbato.

      Quince minutos más tarde, el asombrado público, no sólo en el restaurante, sino también en la avenida y en las ventanas de las casas que daban al jardín del restaurante, vio cómo, por la puerta de Griboiédov, el portero, Pantaleón, un miliciano, un camarero y el poeta Riujin, sacaban a. un hombre joven, envuelto como un muñeco, bañado en lágrimas, que trataba de escupir precisamente a Riujin y gritaba en toda la avenida:

      —Canalla, canalla.

      Con cara agria el chofer de un coche de carga ponía en marcha el motor. Junto a él, un, valiente excitaba a un caballo pegándole por la grupa con unas riendas color lila y gritaba:

      —Así que a pasear. Yo lo llevaba al manicomio.

      En los alrededores, zumbaba el gentío comentando el increíble suceso. En una palabra, había un escándalo repugnante, sucio, infame y atrayente que sólo concluyó cuando el camión partió de las puertas de Griboiédov con el infeliz Iván Nikoláievich, el miliciano, Pantaleón y Riujin.