es ambivalente y de ella o se vuelve redimido del tópico (en el viaje)
o se vuelve condenado eternamente a él (en el turismo). En este ámbito, como en el de la salvación eterna, todo depende de uno mismo, de sus obras: las obras salvan. Lo decía E. de Amicis en un simpático y entusiasta pasaje de su relato de viaje por España, realizado en una época en la que no había muchos motivos para admirarnos. En las calles de Sevilla se encontraba con un compatriota que se quejaba de los hábitos españoles:
—¿Cómo? ¿Le gustan a usted las casas de Sevilla y de Cádiz, en las que al pasar junto a los muros, un pobre diablo se llena de blanco de la cabeza a los pies? ¿Le gustan aquellas calles en donde después de una buena comida uno sufre lo indecible para poder pasar por ellas? ¿Encuentra hermosas a las mujeres andaluzas, con esos ojos de posesas? Vamos, vamos, es usted demasiado indulgente... no es un pueblo serio (...) Son indignos de ser gobernados por un hombre civilizado.
—Pero, ¿es que entonces no encuentra usted nada bueno en España?
—Nada.
—Entonces, ¿por qué está usted aquí?
—Estoy porque aquí como... Pero... ¡cómo como! Como un perro. ¿Quién no sabe lo que es la cocina española?
De Amicis lo mandaba a tomar pastas italianas, que no vientos: «Usted disculpe, ¿por qué en vez de comer como un perro en España no va usted a comer como un hombre en Italia?».
La reflexión de este entusiasta viajero, cuyo relato Spagna hizo furor en el fin de siglo, se imponía:
No sé qué gusto hay en viajar de esa manera, con el corazón cerrado a cualquier sentimiento favorable, queriendo censurar y vilipendiar siempre, como si cada cosa buena y hermosa que se descubre en un país extranjero, se le hubiese robado al nuestro (D’Amicis, 2000).
Ejemplo de ese viaje en negativo es precisamente la odepórica alemana que pasamos a analizar a continuación.
2. TEXTOS Y CONTRASTES
España en la odepórica alemana: entre el tópico, la desilusión y la ignorancia
El viaje español fue una rareza en las costumbres cultas de los europeos de los siglos XVI y XVII. Durante el XVIII, sin embargo, experimentó un incremento importante y en el XIX se convirtió en una constante de eruditos y curiosos. La bibliografía viajera sobre España, recogida por Farinelli o Foulché-Delbosc,[2] pone de manifiesto que, en conjunto, España ha sido una de las metas más señaladas del viajero que quería salirse de lo rutinario e investigar y experimentar lo exótico. Aventureros como Baretti y Casanova; aristócratas como la Tremoille, alias Mme. d’Aulnoy, pécora francesa que tuvo que huir de sus lares patrios por conyugicidio frustrado y actuó en España –en la época del más pasmado de nuestros reyes– de Mata-Hari avant la lettre; eruditos como el arqueólogo Merimée; escritores curiosos como W. Irving, Dumas o Gautier; artistas en busca de inspiración como Doré, o compositores como Glinka y Rimski-Korsakov, todos sintieron la llamada de nuestro país, marcado por un supuesto exotismo.
En el campamento germano, la retahíla de viajeros españoles es también numerosa y diversa. Por nuestra patria ha pasado el más variado paisanaje alemán. De múltiple procedencia profesional, casi todos los viajeros han pertenecido, como es obvio, a la clase culta y adinerada de cada época: los «cosmógrafos» H. Münzer o A. von Humboldt; los filólogos W. von Humboldt, A. von Schack o V. Klemperer; miembros de las casas reales como el archiduque Maximiliano de Austria o Federico de Hohenzollern –más tarde emperadores de México y de Alemania respectivamente–; aristócratas como el conde Montecucoli; críticos de arte como Meier-Graefe; industriales como Joh. Klein; artistas como J. Israëls, o escritores como el poeta Rilke, el dramaturgo Horváth, el novelista Tucholsky, el periodista Kisch o el crítico H. Bahr:[3] todos ellos han contribuido con su odepórica, en mayor o menor medida, al tópico hispano. Justo es decir que sus clichés no fueron tan exagerados ni negativos como los de la «españolada» francesa. Nuestra meridionalidad y la proximidad cultural a África, el carácter popular de nuestras costumbres, incluso de las cortesanas, han sido fácil diana de las críticas y los comentarios que nos han dedicado los viajeros alemanes: los españoles hemos sido fácil motivo de extrañeza, admiración, desilusión, desprecio e incluso ira, a causa de nuestras costumbres y peculiaridades antropológicas, geográficas o culturales. La situación en general quedaba bien descrita en la afirmación de L. Bertrand, hispanista y académico francés, que en su Espagne escribía:
El más insignificante de nuestros cantamañanas se siente con derecho a emitir un juicio sobre todo lo que sucede en España. Tan pronto ha pasado el Bidasoa, se hace arrogante y protestón y, mientras que ante otros muchos pueblos se echa de bruces, en España encuentra todo horrible.[4]
Ellos, en dependencia de un contexto marcado por la negatividad, han sido los fijadores o propagadores de los tópicos que todavía nutren la imagología alemana de nuestro país y que el reciente turismo de masas o las relaciones más estrechas entre los dos países poco han podido hacer para corregirlos, tal y como lo demuestra el todavía reciente libro de Ingendaay (2003), plagado de clichés y estereotipos. Quizá porque en todo tópico siempre hay un núcleo veritativo, tópico que responde a las posibles constantes psicológicas y sociales de los pueblos. Sólo la generalización de los mismos frente a personas individuales es lo que convierte al tópico en nuclearmente inexacto y moralmente pernicioso.
De entrada, nuestra geografía y nuestro clima suponían un reto al sentido de comodidad con el que el extranjero se acercaba a nuestros pagos. Para el erudito conde Keyserling, España era un desierto de cielo severo, de nubes piramidales, estepas pardas de «árboles escasos y dispersos como jinetes en retirada». Humboldt, que transitaba por nuestros caminos en 1799, de viaje a Segovia, describía con extrañeza los pinares castellanos:
Hay tramos en los que el camino atraviesa algunos bosques de pinos. Estos tienen un aspecto muy extraño. En general, no son ni muy altos ni muy gruesos y no tienen ramas inferiores; sólo tienen una copa redonda, si bien ésta y el bello verde jugoso proporcionan una bella vista. Sin embargo, dado que los troncos no tienen ninguna rama en la parte baja, el bosque resulta muy claro y parece desértico (Humboldt, 1998: 70).
Puede entenderse que, viniendo de las umbrosas orillas del Havel, plagadas de esbeltas coníferas y frondosos hayedos, este ilustrado sintiera extrañeza y decepción ante el ralo bosque castellano. No obstante, habría cabido esperar de él que hubiera apreciado la belleza de esos pinarillos que tan graciosamente contrastan en un entorno de secarrales castellanos. En otra ocasión registra en su diario: «Es un campo raso, en el que durante muchas leguas no se ve ni una casa ni tampoco un árbol (...). Es imposible imaginarse algo que le deprima tanto a uno» (1998: 60).
Los testimonios de repulsa frente a los secarrales aragoneses o manchegos son numerosos. El que más tarde sería el más breve soberano alemán, el Kronprinz Friedrich, se quedaba impresionado por el desierto manchego sin percatarse precisamente de que era ésta una vivencia implícita en el nombre: Mancha = tierra seca. Pocos alemanes han logrado trascender esa determinación que su medio de origen les impone a la hora de percibir el paisaje. Un ejemplo, meritorio, de auto-trascendencia y de apertura a lo otro, es Rilke, quien, en su viaje a España, escribe sobre el paisaje toledano las más bellas líneas que sobre un paisaje se puedan escribir.
Tiene usted que imaginarse una realidad que raya simplemente en lo increíble; ante las puertas de la ciudad, este paisaje irrumpe en lo grande y la ciudad está asentada de un modo inmediato sobre la tierra creada, sin ninguna capa intermedia que la aísle –escribía a Else Brückmann.[5]
Sus vivencias de la serranía de Ronda no han sido menos entusiastas y halagadoras.
Los establecimientos hoteleros (ventas y posadas la mayor parte de las veces) fueron siempre objeto de las iras viajeras. Los