normalmente lo es en Francia. Intervino un funambulista, después se dio una especie de sainete, después una «tonadille», que cantó sólo una mujer, después una pantomima, un ballet y finalmente ombres chinoises.
La representación que comenta se podría inscribir en la tradición de nuestro teatro clásico, con todas sus partes concomitantes (loa, mojiganga, etc.). Bien es cierto que el teatro, desde la llegada de los Borbones a España, que protegieron a artistas extranjeros sin cuidar la creatividad nacional, había decaído. En una ciudad de provincias como Burgos, sin la tradición dramática madrileña, las compañías de comedias podían orientarse a lo popular. En todo caso, también las siguientes funciones a las que asiste en la Corte merecen su desaprobación.
Por lo demás, casi todos ven el carácter árabe de nuestro modo de ser: «Südspanien lehrt mich, dass spanische Kutur, arabische Kultur ist, die zertrümmert wurde von Katholizismus» (1996: 221), afirma el converso (al protestatismo) Klemperer. En el Salon Royal de Granada asiste a una representación cuyo contenido le merece la más absoluta descalificación. «Es ist inhaltliche Primitivität mit kunstvoller ganz uneuropäischer, ganz arabisch synagogaler Ausführung» (1996: 221).
La tauromaquia ha logrado más elogios que condenas, siendo aquéllos más entusiastas que éstas aniquiladoras, tal y como lo demuestra el estudio de Brüggemann al respecto. A la hora de presentar un testimonio favorable no se sabría cuál escoger. Los elogios de Maximiliano de Austria son posiblemente los más encendidos:
¡Qué sentido de fortaleza, qué magnifico desarrollo de fuerza y de habilidad se manifiesta en esta fiesta nacional! Amo la fiesta, durante la cual se muestra la naturaleza originaria del hombre en toda su verdad, más que en las diversiones afeminadas e inmorales de nuestros países, hundidos en el lodo del consumo (1999: 99).
Meier-Graefe asiste en Madrid a su bautismo taurino un 19 de abril y tanto la vistosidad del alegre gentío que se dirige a Las Ventas como el coso taurino mismo le parecen encomiables: «Ein Volksfest, an dem sich wircklich alle Welt mit demselben Impuls beteiligt, ist an sich schon eine schöne Sache. Der Zirkus, trotz des nüchternen Backsteinbaus, imposant». Pero el rito propiamente dicho le parece la negación de la deportividad, aunque percibe en él una cierta comicidad. Tampoco la «hora de la verdad» le desagrada, aunque su juicio de esteta cae de manera categórica sobre la fiesta: «Manet wusste, warum er den Mann allein malte».[9] Llegado a Sevilla, manda a las damas que le acompañan a los toros. El informe que le rinden es el siguiente: «¡Quelle boucherie!».
Acerca de nuestro folklore los testimonios son más bien favorables, pues existía ya una tradición de visión complaciente. Gautier, que viaja en 1840 a España, lamenta que el fandango, la jota y el bolero fueran perdiendo terreno ante las danzas de sociedad como el rigodón o el vals, y por su parte, el veneciano Casanova, de lejano origen español, había sabido conectar con la alegría vital de nuestros bailes. De estancia en Madrid, en los Caños del Peral, había asistido a un baile en el que el conde de Aranda había permitido el fandango, ritmo éste que le provocó, ¿cómo no?, un cierto paroxismo erótico.[10]
Por el contrario, Humboldt, a raíz de su visita a un antro flamenco en Málaga y luchando entre la admiración y la repulsa, hace un largo informe del que entresacamos algunos pasajes y al que añade un juicio que no tiene desperdicio. La situación no dejó de tener cierto suspense, ya que su mujer, que había llegado a España en estado de gestación, tuvo que vestirse de hombre para entrar en aquel lugar:
Entre todas estas danzas la más característica y la que más agradable resulta es el fandango, baile de una gran rapidez, con giros diversos que alejan y acercan. En una palabra, es una danza con carácter, de naturaleza y esencia lasciva, aunque no tiene movimientos excesivamente procaces (...). No se trata de una sencilla explosión de alegría, sino, a juzgar por su naturaleza, de danzas muy pasionales y afectadas (...). Hay que reconocer que no es ni noble ni graciosa; es sólo una danza que sólo se puede dejar bailar a esclavos y esclavas para provocar excitación (Humboldt, 1998: 196).
Huelga decir que los compositores alemanes no se han excedido a la hora de rendir tributo a nuestro folklore y a nuestra música, como hicieron los franceses (Massenet, Chabrier, Ravel o Debussy) o los rusos (Glinka, Balakiref y Rimski), que importaron a sus respectivos países la nostalgia de Iberia en fandangos, jotas o boleros que traducían y sintetizaban en esas formas toda una realidad deseada y añorada. Ninguno de los grandes músicos alemanes pasó por nuestras tierras y de ahí que, a pesar del fandango de Le nozze di Figaro, nuestros ritmos no hayan tenido eco en la caja de resonancia de la música alemana. Bien es verdad que con frecuencia basaron sus composiciones en textos españoles. Ni Schubert en su Los amigos de Salamanca,[11] ni Schumann en sus lieder «españoles», ni Wolf en su Comendador, ni Albert en su Tiefland se atrevieron a imitar los ritmos hispanos. Sí lo hizo, ocasionalmente, la musa ligera, es decir, la opereta, con Johann Strauss en sus «cachuchas», o N. Dostal en su Clivia o Lehar en su Frasquita.
Juicio, recepción y contraste
Si tuviéramos que reducir a un común denominador todo este abanico de impresiones «españolas» que los viajeros alemanes han fijado por escrito, nos veríamos obligados a proponer, primero, el predominio de la negatividad y, después, el carácter contradictorio. Lo primero queda demostrado en lo arriba expuesto. De lo segundo, sólo un ejemplo: si la vida nocturna de Madrid le parece a Johann Klein inexistente (esto en una época en la que en el Teatro Apolo se hacía hasta una cuarta representación a la una de la noche), Nordau dedicaba un capítulo en su relato a «las noches de Madrid», en el que consideraba la capital del reino como la más crapulosa ciudad europea del momento o, al menos, la más insomne:
Las tertulias, como aquí se llama en los círculos más elevados a las reuniones sin objeto determinado, se celebran por lo regular entre la media noche y el alba. El tiempo que en otras partes se consagra al mitológico Morfeo, se emplea en Madrid en amigable conversación (...). Pero, ¿cuándo duermen los madrileños? ¿O es que no duermen nunca? En todo caso no duermen por la noche (Nordau, s. f.: 126).
¿Qué influencia tuvo esa odepórica alemana en la imagen que de nuestro país se hacía el alemán medio? Más bien escasa. Verdad es que Herder, a la hora de documentarse para ambientar su Cid, pidió que le enviaran de la Biblioteca de Dresden el Plüer,[12] pero en la mayoría de los casos ni la reflexión que normalmente impone la redacción corregía la propia imagen preconcebida, ni lo redactado lograba la difusión nacional e internacional que tuvieron otros relatos viajeros. Muchos testimonios de la odepórica sobre tema español de franceses o italianos tuvieron una mayor difusión y eficacia que la de los propios viajeros alemanes. Quizá debido al trazo grueso que utilizaban o, incluso, a sus pretensiones literarias. Los relatos de Gautier, Andersen, Bertrand o De Amicis fueron traducidos y leídos con fruición por una Alemania que buscaba la confirmación de sus expectativas en la literatura extranjera, mientras que la propia odepórica en alemán quedaba relegada al olvido. En todo caso, el viaje español fue, en ocasiones, de cierta efectividad cultural: las estancias de Humboldt, Schack, Lenbach, Rilke, Kisch, Tucholsky o Horváth en nuestro país son ejemplo de la eficacia, modesta es verdad, del viaje español. Los estudios vascos de W. von Humboldt (Prüfung der Untersuchungen über die Urbewohner Hispaniens..., 1825), los arabistas de A. von Schack (Poesie und Kunst der Araber in Spanien und Sizilien, 1865, o su Geschichte der dramatischen Literatur und Kunst in Spanien, 1845-1846), los estudios de pinturas españolas realizados por Fr. von Lenbach o el «epistolario español» de Rilke, siendo resultados interesantes del viaje español, no pueden equipararse en productividad cultural a la que tuvo la vivencia italiana en la literatura y cultura alemanas. Son en todo caso testimonios respetables del «efecto español» en éstas.
Frente a estas actitudes mayormente hostiles del viajero alemán, producto más de la actitud turística con la que había emprendido el viaje español, el viajero nacional por Alemania se ha expresado de manera bastante