Cuando se llega muy cansado y fatigado, quemado por los rigores del sol o helado por la nieve... no hay ni platos ni pucheros lavados. Se entra en la cuadra y de allí se sube al primer piso. Esa cuadra está llena de mulas y muleros que con las albardas de sus mulas hacen su cama por la noche y durante el día su mesa. Comen en total amistad y fraternidad con sus mulas (D’Aulnoy, 1999).
En otra ocasión:
Os aseguro, querida prima, que en todo nuestro camino no he visto ni una casa que me guste ni un castillo que resulte bonito (...) Hoy, aunque sólo estoy a diez leguas de Madrid, mi habitación está al mismo nivel que la cuadra y es un agujero donde hay que llevar luz en pleno mediodía.
Menos mal que el cándido espíritu del archiduque Maximiliano manifestaba una especial sensibilidad hacia cierta Wohnkultur hispana cuando describía los interiores del hotel sevillano en el que se albergaba:
Desde nuestro Hotel La Fonda d’Europa, un edificio español en el verdadero sentido de la palabra, con el famoso patio, las delicadas arcadas, la ancha escalera adornada con un rico artesonado y con las pequeñas pero frescas habitaciones en las que tanto el suelo de ladrillo como las ventanas estaban cubiertas con esteras de paja, bellamente trenzadas y de las que sobresale el pequeño y hermoso balcón (Maximiliano de Austria, 1999: 70).
El aspecto urbano de nuestras ciudades ha merecido las más enérgicas diatribas en unas épocas en las que la suciedad era patrimonio de cualquier ciudad europea. Humboldt comentaba el aspecto de Valladolid un siglo antes de que, por ejemplo, Balzac describiera la mugre parisina: «La suciedad es insoportable, apenas hay una calle ancha y bien empedrada y limpia» (Humboldt, 1998: 65). Ni siquiera nuestras joyas urbanísticas le merecían mayor consideración: «Córdoba es una ciudad horrible, con calles enormemente estrechas» (1998: 118). Un siglo y medio más tarde de que Humboldt pontificara sobre el descuido castellano o andaluz, Sevilla no le merecía a V. Klemperer mejor opinión
Staub, Hitze, Schnupfen, Husten, entzündete Augen. Erlöst aus Sevilla, das uns beiden gar nicht übermässig gefallen hat. Eine Hölle aus Staub u. brutaler Hitze, serviert auf einem flachen Teller... Alles in allem: Sevilla gab uns wenig.
Y Granada intensificaba la sensación negativa: «Granada (...) macht den Eindruck der ödesten Verkommenheit» (Klemperer, 1996). Excepciones a esta percepción negativa del urbanismo hispano son las observaciones del archiduque Maximiliano. También sobre Granada:
Si miro los edificios que tengo ante mí, busco inquisitivamente el ponderado palacio de verano, aunque sólo veo irregulares muros desnudos.
Pero en esto consiste la manera oriental: los edificios nos son de gran apariencia por fuera y solo el huésped al que se le abre el interior conoce su magia oculta (1999: 154).
El bandolerismo, que no era exclusivo de España, es un tema recurrente. Incluso en el siglo XIX alemán no escaseaban bandoleros como el célebre Schinderhannes. Sin embargo, España e Italia se llevaban la fama. Twiss, inglés que fijó el cliché del bandolero romántico, alertaría al desprevenido viajero:
El 24 de mayo salí de Granada con un soldado como escolta (...). En ocasiones ocurre que bandas de entre doce y veinte bandidos atacan a los viajeros, a los que primero matan y luego roban, dejando los cadáveres y los carruajes en la carretera y llevándose el botín en las mulas. Estos bandidos viven en cuevas de la montaña y cada uno va armado con un trabuco corto y media docena de pistolas que llevan sujetas a la faja (1999: 23 y ss.).
Todo esto lo escribía sin que a lo largo de su viaje hubiera visto un solo bandolero. Bien es verdad que la descripción podría corresponder perfectamente a los retratos que la tradición nos ha dejado del Tempranillo o del bandolero José María. En este contexto, Humboldt se haría acompañar de escoltas armadas y en más de una ocasión, en Levante, advierte la presencia de supuestos bandoleros.
La Inquisición y la beatería españolas han sido otro de los motivos que más dieron que hablar y escribir. A pesar de que la Francia de las lettres de cachet no gozaba de procesos penales mejores que los de la Inquisición, Mme. d’Aulnoy había sentado la tónica al criticar los del Santo Oficio con acritud y, posiblemente, veracidad:
¡Cómo se conoce que no sabe lo que es la Inquisición! Por mucho que se diga, nada se aproxima a la crudeza que allí se practica. Os detienen y os arrojan a un calabozo donde estáis dos o tres meses, algunas veces más. Al cabo de un tiempo, os llevan a los jueces que con aire severo os preguntan por qué estáis allí (...) Me han contado anécdotas y suplicios de toda clase, que no quiero reproducir en esta carta, pues no hay nada más horrible (1999: 165).
Menos mal que la «máscara de hierro» es sólo una leyenda. A Humboldt se entrevista en Cádiz con el hanseático Böhl de Faber, éste le pinta una realidad no tan negra:
Es amigo del comisario del Alto Tribunal, a quien le ha prometido velar para que no se lea ningún libro deshonesto. De hecho le ha encontrado, denunciado y entregado algunos. Se trata de una maravillosa alianza entre un inquisidor y un comerciante protestante (Humboldt, 1998: 178).
Si la Inquisición provocaba desaprobación moral, nuestra alimentación producía iras físicas. Si Gautier había hecho de nuestros garbanzos la más acerba de las críticas («Después de haber tragado unos cuantos garbanzos, sonaban en nuestros estómagos como granos de plomo sobre un pandero»),[6] E. E. Kisch, que acompañó como rasender Reporter nuestra contienda civil, escribía acerca de la nauseabunda cocina española, que hacía derivar de nuestras carencias: «Es gibt eine Küche für spanische Mägen, die ganze Gallonen von Olivenöl vertragen, während ein Quetschen Butter sie im Nu zum Erbrechen bringt. Sie sind nicht daran gewöhnt. Spanien ist nie ein Land der Viehzucht» (1937: 328). Johann Klein, industrial renano, informaba en una conferencia sobre su viaje español acerca de los caldos nacionales: «Der Wein ist zwar feurig, aber er hat kein Bukett und erreicht bei weitem nicht die Qualität unseres deutschen Gewächses» (1908: 17). H. Bahr, Wegbereiter de la literatura austriaca de fin de siglo, hospedado en Burgos en un hotel pretendidamente francés, aprovechaba para escribir contra la cocina española al poder degustar algo que pasaba por cocina francesa: a pesar de sus deficiencias, al menos, le liberaba de la cuisine espagnole, que no encontraría estómago europeo que la soportara. Frente a todas estas actitudes de nouvelle cuisine avant la lettre, Maximiliano de Austria, de viaje por Andalucía a mediados del XIX, era un fanático admirador de lo más racial de nuestra gastronomía, el cocido u olla podrida:
Para conocer el gusto de los españoles en todas sus fases, habíamos encargado de comida una ollapodrida, uno de los platos más buenos y deliciosos que nunca haya disfrutado mi paladar. Una mezcla de diversos tipos de carnes, buenos embuchados y carne picada, sabrosa col y otras verduras, entre ellas, para horror de los lectores civilizados, cebolla y ajo (1999: 88).
Nuestra cultura, a excepción del folklore y la tauromaquia, no ha hecho especial impresión en muchos de nuestros visitantes. A semejanza del angloholandés R. Twiss, que, en su Viaje por España, se expresaba despectivamente sobre la catedral de Segovia,[7] el crítico de arte Meier-Graefe, que visita España para confirmar sus ideas preconcebidas sobre el impresionismo del arte español, pasa con absoluto desprecio por la monumentalidad salmantina e incluso se queda decepcionado ante Velázquez, pintor que había constituido el escopo inicial de un viaje que había emprendido con carácter iniciático. El 18 de abril de 1910 escribía: «dass Velazquez kein grosser Maler noch weniger ein grosser Künstler war (...). Natürlich kann Velazquez nichts dafür, sondern meine Einbildung» (Meier-Graefe, 1984: 33, 26). V. Klemperer, de viaje de estudios por España,[8] le saca punta incluso al panorama que ofrecen la Alhambra y el Albaicín: «Das Ganze macht keinen bedeutenden Eindruck. Und auch die Alhambra macht, so von aussen gesehen, keinen stattlichen und vor allem keinen einheitlichen Eindruck» (1996: 220). En Burgos, cuya catedral le parece no sólo una obra maestra, sino un espacio de convivencia que el pueblo siente como propio, Humboldt asiste a una representación teatral