encontramos aquí ante un fenómeno de literaturización de la experiencia histórica de las primeras cruzadas (Kartschoke, 1996: 796), cuando surgen las ya mencionadas conexiones con el peregrinaje. Desde el momento en que, en el Concilio de Clermont (1095), el papa Urbano II había hecho un llamamiento a una guerra de liberación de los Santos Lugares y proclamado la Primera Cruzada, dichas expediciones guerreras se equipararon con una peregrinación, es decir, con una de las formas de viaje más extendidas en la Edad Media. La expectativa de conseguir indulgencias participando en ellas las acerca todavía más al peregrinaje. Al principio del Cantar de Rolando, el obispo Turpín, que también forma parte del ejército carolingio, dice en su arenga a los guerreros: «Wol ir heiligen pilgerîme, / nû lât wol schînen, / durch waz ir ûz sît komen / unt daz heilige criuze habet genomen» («Bien, santos peregrinos, ahora tenéis que hacer patente por qué os habéis puesto en camino y habéis tomado la cruz») (vv. 245-248). Y más tarde, ya durante la batalla, «mit den worten sprechen wir iu antlâz» («con estas palabras os concedemos la absolución») (vv. 3929).
Pero en la literatura alemana medieval existe otro poema épico de temática de cruzadas de mucha mayor profundidad y envergadura que el Cantar de Rolando. Se trata del Willehalm de Wolfram von Eschenbach, de principios del siglo XIII. También este texto está basado en una fuente francesa, La Bataille d’Aliscans, que, al igual que la Chanson de Roland, pertenece al ciclo de las guerras carolingias, con una estructura muy similar: dos batallas, de las cuales la primera es ganada por los infieles y la segunda por los cristianos. En el Willehalm, la causa del viaje es una reedición de la de la Guerra de Troya (recuperar a la mujer robada) enmarcada en las luchas entre cristianos e infieles.
Willehalm, hijo del conde Enrique de Narbona, y desheredado por su padre, tiene que vagar por el mundo en busca de honores y recompensas en las guerras contra los sarracenos. Durante su cautiverio en Bailie, se enamora de Arabel, hija de Terramer, rey de nueve países o territorios infieles (entre ellos Cordes, que podría identificarse con Córdoba) y esposa de Tybald, rey de cuatro países (entre ellos Sybilje, que podría identificarse con Sevilla), y sobrino de Marsilje, rey de Zaragoza en el Cantar de Rolando. Ella le corresponde, y abandonando a su marido e hijo, huye con él a la Provenza y se bautiza bajo el nombre de Gyburc. Terramer y Tybald reúnen entonces una gran coalición de príncipes y dignatarios sarracenos que irrumpe en la Provenza para recuperar a Gyburc/ Arabel y vengarse de Willehalm (más aparte una serie de reivindicaciones territoriales). Así empieza ese gran viaje: «die vürsten uz sime riche, / die vuoren kreftecliche, / den erz gebieten wolte (...) er bedacte berge und tal, / do man komen sah den werden / uz den schiffen uf die erden / durh den künic Tybalt» (10, 3-5; 12-15)4 («Los príncipes de su reino se pusieron en camino con gran poderío en cuanto él se lo pidió (...) Cuando se vio venir al noble señor Terramer saliendo de los barcos hacia tierra en ayuda del rey Tybalt, cubrió los montes y el valle con sus huestes»). En una primera batalla en Alischanz (junto a la actual Arles), la superioridad numérica de los infieles es abrumadora y los cristianos tienen que darse por vencidos. Los infieles avanzan hasta el castillo de Willehalm en Oransche, que es defendido valientemente por Gyburc y sus gentes. Willehalm, por su parte, acude a la corte del rey Luis (hijo de Carlomagno) en Munleun para pedir ayuda. El rey en un principio se muestra muy reticente a concederla hasta que Willehalm monta en cólera y la descarga violentamente en su hermana, la reina. Las súplicas de Alyze, hija del rey, y la mediación de Irmschart, madre de Willehalm, consiguen la reconciliación, hasta el punto de que el rey decide enviar al ejército imperial (hasta entonces Willehalm había luchado sólo con su propia gente) para un segundo encuentro contra los infieles. Antes de esta segunda batalla, Gyburc pronuncia un largo discurso ante las tropas cristianas en el que muestra su horror ante la guerra, que sin embargo considera como inevitable, y pide a los combatientes que respeten a los infieles, que son también criaturas de Dios. Este discurso es el más importante añadido de Wolfram con respecto a la fuente francesa. Suele llamársele «Toleranzrede», y es considerado como algo inusitado en la época.5 En realidad, lo que pide aquí Gyburc es simplemente que se respeten las leyes caballerescas de combate honroso, no que se deje de luchar: por un lado dice «die roemischen vürsten ich hie man / daz ir kristenlich ere meret» («a los príncipes del Sacro Imperio Romano os exhorto a que aumentéis la honra del cristianismo») (306, 18-19); por otro, «hoeret eines tumben wibes rat, / schonet der gotes hantgetat» («escuchad el consejo de una mujer ignorante: respetad a las criaturas de Dios») (306, 27-28). En la primera batalla eso no había sucedido: «da wart sölhiu riterschaft getan, / sol man ir geben rehtez wort, / diu mac vür war wol heizen mort» («ahí se luchó de tal manera que, en palabras exactas, puede hablarse de una masacre») (10, 18-20); «man nam da wenic sicherheit, / swer den andern überstreit» («si alguno vencía al otro, no se hacían prisioneros») (10, 27-28). En la segunda batalla los cristianos vencen, aunque a costa de muchas y muy graves pérdidas. Willehalm devuelve a Terramer a todos los reyes prisioneros y también a los reyes caídos en el combate para que reciban honras fúnebres de acuerdo con las costumbres de su religión. El final está incompleto, y no se sabe si es debido a la voluntad o a la muerte del autor. En todo caso, aquí se cierra el ciclo con otro viaje: la retirada del ejército sarraceno.
Willehalm es una de las pocas epopeyas medievales alemanas que tematizan la guerra: describe batallas campales interétnicas y combates individuales con cambios de perspectiva, de cerca y de lejos (Bumke, 1997: 210). Wolfram se distancia de las descripciones de batallas en la épica heroica «Man sol dem strite tuon sin reht: / da von diu maere werdent sleht» («Hay que describir la batalla correctamente, para que la narración no se resienta») (385, 1-2), y narra de forma «realista», destacando las pérdidas por ambas partes. Pero ante todo reflexiona sobre los motivos y el sentido de la lucha, y al hacer esto, al mismo tiempo problematiza la guerra, contemplándola desde un punto de vista abiertamente pesimista, muy alejado de la glorificación propia de la primitiva literatura de cruzadas del tipo del Cantar de Rolando.
Si en la literatura de cruzadas, pese a la equiparación con el peregrinaje, predominaba la guerra sobre el viaje, hay otro tipo de poesía épica donde el viaje es uno de los principios estructuradores. Es la épica precortesana, que narra acontecimientos aparentemente más fantásticos que los de la literatura de cruzadas. En ella se repiten siempre dos motivos: la conquista o el robo de la novia y el viaje a Oriente, el primero de los cuales tiene una fuerte carga política ligada directa o indirectamente a la guerra o a acciones bélicas. El segundo evoca la temática de las Cruzadas y está por tanto también relacionado con la guerra y el viaje.
La búsqueda de una esposa conveniente era cuestión fundamental para la política de alianzas de un soberano en la vida y en literatura medievales; era una cuestión que se decidía en el seno de los grandes dignatarios y consejeros del reino. Una boda con una princesa hija de algún rey poderoso e influyente podía evitar más de una guerra. Pero también podía provocarla, en caso de que el padre se negara a la unión y fuera necesario conseguirla por la fuerza (en ello consiste el robo, que puede tener lugar con o sin el consentimiento de la implicada).
El viaje a Oriente, por su parte, evoca la temática de las Cruzadas y está siempre ligado a grandes peligros que ponen a prueba no sólo las cualidades guerreras de los héroes, sino también sus condiciones físicas, su habilidad y astucia, etc. Veamos los dos ejemplos más importantes de este tipo de épica: König Rother (El rey Rother) y Herzog Ernst (El duque Ernesto), ambos aparecidos en el siglo XII.
El rey de Roma Rother, residente en la ciudad adriática de Bari, aconsejado por su confidente Lupold, envía emisarios al rey Constantino de Constantinopla para pedir la mano de su hija, pero éste no sólo rechaza la petición (cosa que hace siempre), sino que además manda a la cárcel a los emisarios. Rother se dirige entonces a Constantinopla, haciéndose pasar por un caballero proscrito llamado Dietrich (nombre elegido por sus connotaciones históricas, que lo relacionan con Teodorico el Grande) y revela a la princesa en secreto su verdadera identidad. La madre los ayuda a huir. Cuando Constantino se entera, manda a Bari a un falso juglar que mediante engaños consigue embarcar a la princesa (cuyo nombre no llegamos a saber nunca) y llevársela de