favorece los derechos de la gente no sofisticada porque, entonces, en cuestiones de fe están al mismo nivel que las gentes de letras. Ésta iba a ser la raíz de su argumento más conocido a favor de tolerar la conciencia que yerra: incluso los ignorantes e iletrados tienen derecho –de hecho, se requiere de ellos– a actuar de acuerdo con su conciencia, errada o no.44
En resumen, Bayle parece oponerse a aquellos que pronto serían denominados «maquiavélicos literarios». Esto es, aquellos que ponían el énfasis en el derecho de los líderes en una república a engañar al pueblo en beneficio de ésta.45 Como todos sus argumentos a favor de la igualdad moral entre los hombres de letras y los que no lo son, esto va en contra del paternalismo de muchos estudiosos que piensan que saben lo que es mejor para el mundo.
Optimistas como Jürgen Habermas aparentemente piensan que todo el mundo podría en principio elevarse al nivel de un ciudadano igual de la república de los comunicadores. Ha sido seguido en Norteamérica por teóricos de una «democracia deliberativa», que sin embargo tenderá a favorecer a los mandarines, los buenos retóricos, aquellos con la capacidad de articular sus ideas; y ellos a expensas de lo no-letrados.46
En efecto, seríamos gobernados por profesores, abogados, comunicadores hábiles. Bayle no tiene estas ilusiones acerca de los beneficios del elitismo, y defiende los derechos de los que no tienen tal capacidad para comunicarse.
Las sofisticadas gentes de letras merecen seguramente el derecho a sentirse orgullosas por sus realizaciones intelectuales. No hay ninguna razón, sin embargo, por la que esto deba conducirlas al poder político, y especialmente concederles el poder de perseguir a aquellos que no están de acuerdo con ellas. Una república de las letras que concede a sus líderes el derecho a imponer sus puntos de vista religiosos sobre los noletrados es para Bayle una tiranía.47
Llegados a este punto quiero reseñar algunas obras recientes sobre cosmopolitismo. Ya he mostrado mi simpatía por el rechazo de Kwame Anthony Appiah a la idea de Charles Taylor de que podemos forzar a otras personas a educar a sus hijos en una lengua que queremos que esté disponible para nuestros hijos. Y él reconoce que pueden encontrarse cosmopolitas tanto entre las elites como en barriadas de chabolas.48 Pero deja claro que está escribiendo para quienes van a los museos, a los auditorios musicales y leen libros (p. 25). Me gustan de hecho muchas de sus opiniones filosóficas, pero no puedo evitar pensar que algunos lectores encontrarán toda su presentación elitista y desalentadora.
Algo similar puede decirse de Identity and Violence (2006), de Amartya Sen. Es un apasionado argumento en contra de las identidades estrechas del nacionalismo. Quiere argumentar que deberíamos «vernos como miembros de una variedad de grupos» (p. vII). Para ayudarnos a entender lo buen cosmopolita que es, deja claro que ha vivido en muchos países, tiene amigos y familia en muchos países y ha dado conferencias sobre estos temas en muchos países (pp. XVIII-XX). Una y otra vez subraya que escoger un factor, como el religioso, «tiene el efecto de magnificar una distinción particular entre una persona y otra, con la exclusión de todos los otros factores importantes» (p. 76). Esto, ciertamente, puede ser verdad. Pero es poco probable que la mayor parte de las personas empiecen a pensar que la religión no debería contar más que los deportes o las profesiones. Uno puede simpatizar con sus objetivos, pero se pregunta cuántas personas se comprenden a sí mismas como él lo hace. ¿Se ve todo musulmán en Inglaterra a sí mismo como «un ciudadano británico que ocurre que es musulmán» (p. 78)? ¿«Ocurre que es»? ¿Es así como piensa la gente religiosa que no pertenece a la elite? «La religión no es, y no puede ser, la identidad que todo lo abarque de una persona», escribe (p. 87). ¿Hará el fiat de Sen que eso sea verdadero? Sen habla de «el dominio de la religión», asumiendo que puede ser cercado, pero claramente así no es como todo el mundo experimenta la religión (p. 83).
Podría continuar ocupándome de la visión intelectualista del mundo de Sen. «La democracia trata primariamente del razonamiento público» (p. 122). Dudo que la mayor parte de las personas en las democracias crean esto. Puede que crean que tratan de ser capaces de votar para expresar sus intereses, necesidades y emociones. Pero puede que no piense que todos éstos están basados en el razonamiento. Sen piensa que la gente que rompe con su contexto cultural lo hace «a partir de la reflexión y el razonamiento» (p. 157). Mi conjetura es que algunas personas lo hacen sin mucho razonamiento, simplemente porque están preocupadas por algo o ven otra cosa que les gusta. Pero no tiene mucho sentido continuar con esto. Me parece haber dejado claro que el punto de vista de Sen es una visión intelectualista sobre la constitución de nuestras identidades, y que no es probable que atraiga a las personas ordinarias.
Concluyendo, creo que nos estamos engañando a nosotros mismos si negamos que la república de las letras es, y será siempre, una república aristocrática, regida por los inteligentes, hombres y mujeres de letras más sofisticados, y no necesariamente en beneficio de los no-letrados.49 Si en cierto sentido es una república aristocrática, es probablemente una buena cosa que al menos algunos miembros de esa aristocracia, como Bayle, crean en el principio de noblesse oblige, y estén deseosos de instruir y ayudar a los menos capaces. No sería bueno que pensaran que tienen el deber de imponer sus creencias a los menos capaces.
2.2 Republicanismo literario versus republicanismo nacional
Comenzaré esta sección con un reconocimiento personal que me llevó a pensar más sobre este tema. Me relaciono mejor con hombres y mujeres de letras de otros países que con muchos de mis conciudadanos norteamericanos, cuyo entusiasmo por el béisbol, las motocicletas o el golf –o simplemente ganar dinero– francamente no comprendo. Admito que esto nunca ha sido puesto a prueba por algo tan serio como una guerra, así que no sé si traicionaría a mi país en nombre de mis compañeros de la república de las letras. Sólo como algo que da que pensar destacaré que se dice que cuando se le consultó durante la Segunda Guerra Mundial sobre la posibilidad de bombardear Kyoto, Edwin Reischauer se derrumbó y se echó a llorar ante la posibilidad de perder tanta cultura. Un nacionalista convencional no le confiaría el tomar decisiones en un tiempo de guerra. Todo esto, por supuesto, plantea la siguiente pregunta: si hacemos que los pensamientos sobre la ciudadanía pasen de la esfera nacional a la literaria, ¿qué implica esto para nuestra ciudadanía nacional? ¿Cuál es la relación entre la república literaria y la nacional?
Éste no es un tema del que Bayle se ocupara directamente en sus reseñas, pero hay implícita una respuesta en sus escritos. En tanto que un francés viviendo en el exilio, algunas veces utiliza el «nosotros» para referirse a los franceses y otras veces para referirse a los Países Bajos. Desde el nivel psicológico más profundo, probablemente siempre fue un francés.50 Esto afectó a su política de una forma importante. Una de las razones por las que la teoría política reciente no se ha ocupado de él es porque adoptó el punto de vista reaccionario –desde una posición whig– de ser políticamente leal a la monarquía. En última instancia, creo, hizo esto por su esperanza de que si los hugonotes expresaban su lealtad serían invitados a volver a Francia. Una tradición que funcionó razonablemente bien en la primera parte del siglo.
Reinhart Koselleck y Françoise Waquet han sugerido que la configuración específica de Bayle de la república de las letras sólo era concebible bajo el absolutismo.51 De acuerdo con este punto de vista, los hombres de letras concedían la política real a la monarquía, a cambio de la libertad intelectual dentro de los límites de la república de las letras. Tenemos ejemplos de esto en Gordon (1994). Pero pienso que cosas parecidas pueden decirse