Natalia Quiceno Toro

Etnografía y espacio


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o espacio central, donde serían construidas las preocupaciones y caminos de la disciplina. Los datos no estarían a la espera de alguien que los recolectara, sino que se construirían en ese encuentro entre etnógrafo y nativo, entre dos formas de comprensión que solo podrían establecer un diálogo a partir de esa filigrana reseñada por Malinowski en su clásica introducción de Los argonautas del Pacífico occidental, publicado en 1922. De ahí se deriva su clásica partición de tres momentos claves en el trabajo etnográfico: reconstruir el esqueleto de la sociedad a través de mapas, estadísticas, genealogías y, en general, lo que reconocería como “datos fríos”, captar los imponderables de la vida cotidiana, llenar de sentido y vida aquellos datos que dan cuenta de la estructura de la sociedad y, por último, acceder al punto de vista del nativo sobre esos hechos registrados acerca de su sociedad.7

      A pesar de que las perspectivas de Boas y Malinowski como pioneros de lo que hoy conocemos como etnografía divergen en ciertos aspectos, tienen en común la comprensión del espacio articulada a la noción de distancia, y delimitador de culturas y sociedades diferentes a la occidental. El objeto de conocimiento en este contexto se encontraba contenido en un espacio distante, al que era necesario acceder a través del viaje del etnógrafo o del informante. Así, documentar las partes para dar cuenta de un todo y recolectar la información directamente con individuos que hacen las veces de espacio contenedor de la cultura son algunas de las características espaciales que el trabajo etnográfico tuvo en el desarrollo inicial de la disciplina antropológica.

      Sin embargo, en el surgimiento del trabajo etnográfico no había una pregunta específica por el espacio, pues se consideraba algo dado, escenario o contenedor de procesos sociales o prácticas culturales. El espacio era terreno, lugar de encuentro, territorio de los nativos, espacio para la producción de datos. Pero ¿qué pasaba con el espacio mismo, con las fronteras de las sociedades estudiadas y con la frontera entre estas y las metrópolis coloniales? ¿Cómo se daba cuenta de las relaciones espaciales que explicaban las diferencias entre lugares? ¿Qué pasaba con la desarticulación entre el espacio del “otro” y el espacio del “nosotros” que sacrificaba una parte de la ecuación para la explicación? ¿Cómo conectar esas “cosas”, prácticas, ritos que poblaban el espacio, más allá de buscar la integración y la función de cada una dentro de un sistema social entendido como la vida en el espacio? ¿Cómo resaltar las diferencias entre los puntos de vista de nativos y no nativos cuando era secundaria la pregunta por la relación espacial y su localización? ¿Cómo entender el espacio como variable de análisis?

      Etnografías y formaciones espaciales

      Las contribuciones que el lector encontrará en este libro nos dan ejemplos de etnografías que incorporan el espacio como pregunta y no solo como contexto de extracción de datos, así como etnografías que al desnaturalizar conceptos como espacio, sociedad y cultura proponen nuevos modos de crear conocimiento de manera situada. Estos trabajos no pretenden dar cuenta exhaustiva de las diversas posibilidades que se abren al abordar el espacio desde perspectivas críticas y etnográficas. Con ellos buscamos simplemente abrir el debate sobre las características de esas posibilidades y dar un panorama de los retos etnográficos a los que nos enfrentamos en la investigación social en América Latina, especialmente en Colombia, frente a temáticas como movilidad forzada, refugio, violencia, movimientos sociales, luchas territoriales, órdenes de género y diversidad ontológica. Veremos a continuación algunos aspectos relevantes de los trabajos que aquí encontrará el lector y las preguntas que estos proponen para finalmente reflexionar sobre lo que Jaramillo llama relación etnográfica, como una relación que produce conocimiento desde órdenes y comprensiones espaciales que están continuamente en transformación y que pueden coexistir simultáneamente, a pesar de todos los debates que involucran giros políticos y epistemológicos.

      En el capítulo I, Lucía Bugallo y Francisco Pazzarelli proponen una comprensión de la etnografía como un oficio artesanal. Una práctica que no solo tiene efectos en la producción de conocimiento, sino que nos desplaza, nos afecta y nos mueve en tanto sujetos que conocemos, nos acercamos a otros universos y a otros sentidos. Apuestan por la construcción de una etnografía descolonizadora “que ayude a revisar nuestros estereotipos de conocimiento”. En su contribución, nos sumergen en las espacialidades implicadas en el trabajo etnográfico de una feria de intercambio en los Andes bolivianos, con resonancias en las experiencias etnográficas de los autores con comunidades rurales indígenas de Jujuy, en Argentina. Estos tránsitos nos permiten comprender cómo el espacio se configura como “alteridad no humana” en el mundo andino, lo que implica aprender a estar y observar etnográficamente ese “espacio vivo”, así como las relaciones y conexiones que produce. La feria como espacio efímero produce una serie de relaciones que los autores van a conectar con la práctica etnográfica. La coexistencia de varios espacios en la feria, lo efímero como característico de esa producción espaciotemporal, el movimiento, la circulación.

      El capítulo II, escrito por María Ochoa, se ubica en el mundo de la etnografía visual y las imágenes oníricas, y pone la producción académica en estos campos