o espacio central, donde serían construidas las preocupaciones y caminos de la disciplina. Los datos no estarían a la espera de alguien que los recolectara, sino que se construirían en ese encuentro entre etnógrafo y nativo, entre dos formas de comprensión que solo podrían establecer un diálogo a partir de esa filigrana reseñada por Malinowski en su clásica introducción de Los argonautas del Pacífico occidental, publicado en 1922. De ahí se deriva su clásica partición de tres momentos claves en el trabajo etnográfico: reconstruir el esqueleto de la sociedad a través de mapas, estadísticas, genealogías y, en general, lo que reconocería como “datos fríos”, captar los imponderables de la vida cotidiana, llenar de sentido y vida aquellos datos que dan cuenta de la estructura de la sociedad y, por último, acceder al punto de vista del nativo sobre esos hechos registrados acerca de su sociedad.7
A pesar de que las perspectivas de Boas y Malinowski como pioneros de lo que hoy conocemos como etnografía divergen en ciertos aspectos, tienen en común la comprensión del espacio articulada a la noción de distancia, y delimitador de culturas y sociedades diferentes a la occidental. El objeto de conocimiento en este contexto se encontraba contenido en un espacio distante, al que era necesario acceder a través del viaje del etnógrafo o del informante. Así, documentar las partes para dar cuenta de un todo y recolectar la información directamente con individuos que hacen las veces de espacio contenedor de la cultura son algunas de las características espaciales que el trabajo etnográfico tuvo en el desarrollo inicial de la disciplina antropológica.
Sin embargo, en el surgimiento del trabajo etnográfico no había una pregunta específica por el espacio, pues se consideraba algo dado, escenario o contenedor de procesos sociales o prácticas culturales. El espacio era terreno, lugar de encuentro, territorio de los nativos, espacio para la producción de datos. Pero ¿qué pasaba con el espacio mismo, con las fronteras de las sociedades estudiadas y con la frontera entre estas y las metrópolis coloniales? ¿Cómo se daba cuenta de las relaciones espaciales que explicaban las diferencias entre lugares? ¿Qué pasaba con la desarticulación entre el espacio del “otro” y el espacio del “nosotros” que sacrificaba una parte de la ecuación para la explicación? ¿Cómo conectar esas “cosas”, prácticas, ritos que poblaban el espacio, más allá de buscar la integración y la función de cada una dentro de un sistema social entendido como la vida en el espacio? ¿Cómo resaltar las diferencias entre los puntos de vista de nativos y no nativos cuando era secundaria la pregunta por la relación espacial y su localización? ¿Cómo entender el espacio como variable de análisis?
Etnografías y formaciones espaciales
Margarita Serje y Andrés Salcedo destacan cómo “la antropología y la etnografía han venido construyendo nuevos objetos de estudio relacionados con el espacio y la espacialidad y han dirigido su atención hacia el estudio de las formas en que se producen el paisaje y el ‘aura’ del lugar”.8 Dentro de la diversidad metodológica que implica el estudio de la construcción y la producción social del espacio, destacan algunos de los ejemplos que el número 7 de la Revista Antípoda trabaja e “incluyen la arqueología de los paisajes, la etnografía y la etnología del espacio y el lugar, y el análisis histórico en el estudio de la construcción de los espacios regionales y nacionales”.9 Como veremos, el espacio ha sido estudiado etnográficamente; prácticas, formaciones y órdenes que son conocidos desde experiencias situadas y encuentros etnográficos.
Trabajos como los de Tim Ingold, Arturo Escobar, Margarita Serje y Emilio Piazzini incorporan en su apuesta teórica el debate sobre las comprensiones del espacio en las ciencias sociales en relación con los discursos predominantes del tiempo y la sociedad. Elementos como la conceptualización del paisaje desde perspectivas etnográficas,10 la pregunta por los nuevos sentidos de la categoría lugar en las prácticas políticas de los movimientos sociales11 o el lugar de las geografías en los procesos de producción de conocimiento12 son algunos de los aportes que estos autores han desarrollado desde el diálogo etnografía y espacio.
Tim Ingold evidencia en su trabajo los procesos de coproducción de tiempo y paisaje o de la temporalidad del paisaje. Lo interesante es que Ingold se refiere a paisajes no necesariamente naturales, puesto que pueden ser míticos, imaginados o una representación. El tiempo tampoco es cronológico, sino producción particular que diferencia maneras insospechadas de ordenar o señalar determinados intervalos de los eventos. La temporalidad del paisaje es tarea social, frase con la que Ingold junta las tres dimensiones del ser-en-el-mundo.13
En el presente, desde diversas disciplinas, la etnografía se ha mostrado como un enfoque potente que propone contribuciones y diálogos con nuevas formas subjetivas de los espacios vividos. Pablo Jaramillo llama la atención sobre las etnografías en transición y la “reconstitución disciplinar”, después de las críticas de los años ochenta condensadas en la llamada crisis de representación. Jaramillo destaca cómo esa reconstitución, manifiesta en la profusión de los “posfeminismos, pos-socialismos, posliberalismos, posmulticulturalismos, posmaoísmos, posconflictos, entre muchos otros”,14 no ha sido suficientemente analizada desde las implicaciones metodológicas. Para él, es imposible comprender estas transiciones sin pensar en “la reinvención del método etnográfico”15 y, dentro de esas transiciones, entendidas como constructos teóricos y metodológicos, resalta el tema del espacio, específicamente la noción de escala. El trabajo etnográfico ya no solo se enfrenta a críticas sobre los alcances y posibilidades de “representar” o “traducir”, sino a escalas “difíciles de captar” empíricamente y, en esa medida, a reformulaciones de herramientas fundamentales como la observación y la participación. Como propone Jaramillo en este nuevo contexto, “El ‘campo’ dejó de ser una unidad estática para convertirse en un conjunto de relaciones plásticas, producto emergente de la relación etnográfica”.16
Las contribuciones que el lector encontrará en este libro nos dan ejemplos de etnografías que incorporan el espacio como pregunta y no solo como contexto de extracción de datos, así como etnografías que al desnaturalizar conceptos como espacio, sociedad y cultura proponen nuevos modos de crear conocimiento de manera situada. Estos trabajos no pretenden dar cuenta exhaustiva de las diversas posibilidades que se abren al abordar el espacio desde perspectivas críticas y etnográficas. Con ellos buscamos simplemente abrir el debate sobre las características de esas posibilidades y dar un panorama de los retos etnográficos a los que nos enfrentamos en la investigación social en América Latina, especialmente en Colombia, frente a temáticas como movilidad forzada, refugio, violencia, movimientos sociales, luchas territoriales, órdenes de género y diversidad ontológica. Veremos a continuación algunos aspectos relevantes de los trabajos que aquí encontrará el lector y las preguntas que estos proponen para finalmente reflexionar sobre lo que Jaramillo llama relación etnográfica, como una relación que produce conocimiento desde órdenes y comprensiones espaciales que están continuamente en transformación y que pueden coexistir simultáneamente, a pesar de todos los debates que involucran giros políticos y epistemológicos.
En el capítulo I, Lucía Bugallo y Francisco Pazzarelli proponen una comprensión de la etnografía como un oficio artesanal. Una práctica que no solo tiene efectos en la producción de conocimiento, sino que nos desplaza, nos afecta y nos mueve en tanto sujetos que conocemos, nos acercamos a otros universos y a otros sentidos. Apuestan por la construcción de una etnografía descolonizadora “que ayude a revisar nuestros estereotipos de conocimiento”. En su contribución, nos sumergen en las espacialidades implicadas en el trabajo etnográfico de una feria de intercambio en los Andes bolivianos, con resonancias en las experiencias etnográficas de los autores con comunidades rurales indígenas de Jujuy, en Argentina. Estos tránsitos nos permiten comprender cómo el espacio se configura como “alteridad no humana” en el mundo andino, lo que implica aprender a estar y observar etnográficamente ese “espacio vivo”, así como las relaciones y conexiones que produce. La feria como espacio efímero produce una serie de relaciones que los autores van a conectar con la práctica etnográfica. La coexistencia de varios espacios en la feria, lo efímero como característico de esa producción espaciotemporal, el movimiento, la circulación.
El capítulo II, escrito por María Ochoa, se ubica en el mundo de la etnografía visual y las imágenes oníricas, y pone la producción académica en estos campos