del conocimiento científico, consideramos la práctica etnográfica como práctica espacial. Reconocer esta característica de la etnografía implica entonces reconocer que los retos y preguntas en relación con las comprensiones del espacio y su producción en el trabajo de investigación no se saldan simplemente al transformar los temas, lugares o problemas de investigación. El reto implica la práctica misma de producción de conocimiento como modo de generar espacialidades y ser afectada por configuraciones espaciales particulares.
Hart recuerda que las críticas realizadas por Arjun Appadurai a las etnografías tradicionales, mediante las cuales se produce un conocimiento que “encarcela a los “nativos” en localidades delimitadas”, también fue una crítica a los tradicionales “estudios de área” de la geografía. Es decir, la crítica permeó a varias disciplinas y, en general, a las prácticas de producción de conocimiento que “mapean culturas esencializadas en territorios delimitados y que despliegan estrategias de ‘congelación metonímica’, a través de las cuales ciertos aspectos de la vida de las personas caracterizan o representan toda la cultura”.20
Luis Guillermo Vasco ya nos había llamado la atención hace algunos años sobre la existencia de una territorialidad propia de la práctica etnográfica, aquella que diferencia los espacios de la práctica y la teoría. Este antropólogo colombiano, que dedicó su vida al trabajo con indígenas emberá y guambianos, acompañando varias de sus luchas, plantea que esta territorialidad no implica simplemente una diferencia, sino también “una separación espacial y temporal”. Esta separación crea entonces una lógica de exterioridad entre los mundos, donde se produce el conocimiento y los mundos donde se encuentra la información. Esta perspectiva de la investigación percibe “el campo” como un espacio dado, lleno de datos, a la espera de que un investigador inquieto se digne a sacarlos del olvido, del silencio o a develar aquello que nadie más ve. Esa exterioridad del mundo “por conocer” a través de la etnografía estuvo precedida también por la separación de roles entre quienes “recolectaban” la información y quienes analizaban, interpretaban y producían el conocimiento. Separación que no necesariamente desaparece cuando se inaugura la estrategia de “observación participante”.
Tanto Luis Guillermo Vasco como Marilyn Strathern alertan sobre la crítica de la antropología de los años ochenta, que, preocupada con la forma, no logró cuestionar ni debatir la jerarquía de conocimiento que se instalaba en la oposición distancia-familiaridad. No basta, por tanto, con plantear que las conexiones de un mundo globalizado y poscolonial hacen complejas las diferencias nosotros-otros, sino que es necesario comprender las dinámicas en las que se crea esa diferencia y se mantiene para la reproducción de un modo de conocer.
Al respecto, Marilyn Strathern, en su ensayo sobre los límites de la autoantropología, pone en discusión cuestiones como la familiaridad y la distancia, la producción de conocimiento antropológico “cuando se está en casa”.21 Esta autora entiende la autoantropología como aquella realizada sobre el contexto social que la produce y debate suposiciones comunes a la hora de pensar las implicaciones de este tipo de trabajo etnográfico. Dichas cuestiones retan justamente la geopolítica clásica de producción de conocimientos antropológicos a través de la etnografía. Strathern nos recuerda que “las bases sobre las cuales la familiaridad y la distancia se asientan son cambiantes”.22 En este sentido, entiende la reflexividad no como una práctica asociada a una aparente “virtud personal” de los antropólogos, necesaria para lograr estudiar la propia sociedad. En su lugar, habla de “reflexividad conceptual”, es decir, una reflexividad interesada en calibrar en qué medida el relato antropológico “devuelve o no”23 a las personas con quienes trabajamos las concepciones que ellas tienen sobre sí mismas. Esta comprensión de la reflexividad trasciende la preocupación por las lógicas de la producción de la división nosotros-otros. Más que distancia o familiaridad, se trata de comprender dónde se configuran esas continuidades y esas rupturas en las formas de conocer el mundo.
Existe así una producción de conocimiento antropológico encuadrado en una geopolítica donde la “reflexión nativa es incorporada como parte de los datos a ser explicados, no pudiendo ella misma ser tomada como su encuadramiento, de modo que hay siempre una discontinuidad entre la comprensión nativa y los conceptos analíticos que organizan la propia etnografía”.24 Desde este tipo de producción de conocimiento, Strathern plantea que no hay mucha diferencia si esa etnografía se produce desde Essex, en Inglaterra, o desde Melanesia. Es decir, si la práctica etnográfica no se transforma en su modo de relacionarse con los conocimientos y reflexiones de los “nativos” o “interlocutores”, en realidad no existe una deslocalización, por más global, occidental o postmoderna que se pretenda la perspectiva.
En esa geopolítica de la discontinuidad entre conceptos, las perspectivas de aquellos con quienes se encuentra el etnógrafo en su práctica aún son percibidas como fuentes de información, no como análisis ni conceptos producidos por sujetos de conocimiento. La preocupación por la representación, las voces y los textos no es entonces una preocupación que cuestione en profundidad los órdenes espaciales en la producción de conocimiento antropológico, en esta preocupación posmoderna la información y la fuente continúan siendo “exterior” al lugar donde se analiza y se crea el conocimiento.
La propuesta de Strathern para repensar esa geopolítica de los conceptos en la etnografía parte de una comprensión de la práctica etnográfica más allá de los lugares donde se desarrolla, las herramientas con que se realiza, pues, sobre todo, implica nuestros modos de conocer. Para Strathern, hacer etnografía requiere “aprender más allá de lo que ya sabemos y, por lo tanto, sobre la imprevisibilidad de las informaciones a ser adquiridas de un material que consideramos (equivocadamente) haber comprendido”.25 Se trata de preparar a alguien para estar; saber estar no significa exclusivamente una relación con un lugar, sino con una formación que “permite de hecho saltar de un contexto para otro, aplicando las mismas nociones en lugares diferentes”.26 Contexto, entonces, no es un telón de fondo, estático, es algo constantemente cambiante y en creación, algo que producimos y, en muchas ocasiones, por más que nos movamos de un lugar a otro, no solemos transformar.
Luis Guillermo Vasco evidencia, desde su trabajo etnográfico con los indígenas, conceptos de tiempo y espacio que estaban en juego en los procesos de recuperación de tierras que trascendían en mucho la idea de espacio como contenedor o de tierra como materialidad.27 Desde los años ochenta, Vasco trabajó con el comité creado por los guambianos en 1982 para reconstruir las formas propias de relacionarse con las tierras que se estaban recuperando. De esta experiencia y de su trabajo con los emberá, surge la comprensión de la etnografía como el método para recoger los conceptos en la vida: “Recoger los conceptos en la vida no se refiere a un pensamiento encapsulado en la lengua, sino al pensamiento práctico, que a través de la palabra, como en encuestas, entrevistas y similares, solo puede alcanzarse en forma muy restringida. Se hace necesario vivir con la gente su vida cotidiana, compartir actividades y trabajos, pues en ella está su pensamiento, aquel que algunos llaman en forma errada pensamiento étnico, y complementarlo con la observación”.28
Vasco diferencia esta propuesta de la idea de observación participante, en tanto no busca ser simplemente una técnica eficaz de “recoger información”, sino una manera de involucrarse y conocer desde la experiencia. En este mismo sentido, Jeanne Favret-Saada plantea que la observación participante siempre ha tenido más de observación que de participación. En su trabajo con la brujería en Bocage, Francia, propone pensar la etnografía como un proyecto de conocimiento que se hace efectivo en la posibilidad de “ser afectado”, de “experimentar las intensidades vinculadas a una posición”.29 Desde la década del setenta, Favret-Saada evidenciaba la potencialidad de reconocernos como parte del mundo que investigamos y que nos afecta, e igualmente la necesidad de reconocer cómo las experiencias propias, puestas en diálogo con otras experiencias, se tornan elementos importantes en la construcción del conocimiento. Para Favret-Saada abandonar nuestro principio de orientación etnocéntrico como única medida de realidad y de las teorías que elaboramos es el camino posible para “ser afectado” y producir conocimiento con otros.
Si la distancia entre sujetos que estudian y objetos de estudio ya no es el rasgo que caracteriza