lenguaje, en su necesario despliegue en forma de una «invención» derivada de la disposición «reflexiva» del «alma entera indivisa», y libre, del ser humano.15 Para Herder, el lenguaje es la más perspicua expresión de la constitución humana en todas sus dimensiones, de su «sensorio común» bien articulado.16 No separa el lenguaje del pensamiento, pero tampoco de la praxis (privilegia como originarios los verbos, antes que los nombres, haciendo de la acción la fuente de la denominación); lo identifica como la sustancia del saber intelectual, pero también como lugar de la expresión, los sentimientos y las emociones. De ahí su consideración de la «primera lengua» como «una colección de elementos de poesía», posible sólo, en rigor, en aquellos tempranos tiempos en los que todavía
la naturaleza entera resonaba ante el hombre, y el canto de éste era un concierto formado por todas las voces que el entendimiento necesitaba, que su sensibilidad captaba, que sus órganos eran capaces de expresar.17
FILOSOFÍA DE LA HISTORIA
Este humanismo radical, que Herder haría valer incluso en sus escritos de tema teológico, encontró una derivación particularmente decisiva en sus ideas sobre la historia. La pieza clave a este respecto es, sin duda, su Otra filosofía de la historia para la educación de la humanidad,18 escrita en 1774 en respuesta a los postulados que Voltaire había divulgado años antes en favor de una teoría lineal del progreso. Siguiendo una orientación que ya había sugerido en sus tempranos Fragmentos sobre la reciente literatura alemana (que fue publicando en sucesivas entregas a partir de 1767), en donde insistía en la importancia del «carácter nacional» de los pueblos, es decir, su irreemplazable singularidad de cara a la estimación de su cultura y de su ubicación histórica, en el ensayo de 1774 ofrecía una crítica radical del optimismo histórico ilustrado, el cual tendía a interpretar el desarrollo de las culturas y las sociedades como una especie de marcha imparable en pos de un horizonte (en el fondo inalcanzable) de una infinita perfectibilidad del ser humano.
En efecto, en lugar de considerar la historia como una vía de dirección única y obligatoria, un camino recto y luminoso, trazado por ciertos europeos, al que se irían adhiriendo poco a poco todas las naciones y pueblos de la Tierra, que de variadamente salvajes pasarían a quedar uniformemente civilizados, Herder propone un modelo explícitamente alternativo, un modelo pluralista en base al cual, según su célebre formulación, «al igual que cada esfera posee su centro de gravedad, cada nación tiene su centro de felicidad en sí misma».19 Lo que Herder combate es ese «tono general, filosófico y filantrópico» de su siglo, que «concede gustosamente a toda nación alejada, a toda época del mundo, aun la más remota, nuestro propio ideal de virtud y felicidad», erigiéndose en «juez único» de las costumbres de todas las naciones y momentos históricos; sin embargo, añade Herder:
¿No está diseminado el bien sobre la Tierra? Como una sola forma de humanidad y una sola región de la Tierra era incapaz de abarcarlo, se dispersó en mil formas de humanidad y recorre ahora –eterno Proteo– todos los continentes y todas las épocas; sea cual sea el modo según el cual se mueva y avance, no es mayor la virtud ni la felicidad a la que aspira el individuo; la humanidad sigue siendo simple humanidad.20
La idea de un «progreso general del mundo», que Kant, sobre la base de la suposición de un oculto «plan» de la naturaleza, consideraría como un postulado ineludible de cara a una comprensión sistemática de la historia, la ve Herder como una mera «novela», como una ficción falsamente consoladora.21
Es obvio que esta concepción pluralista de la historia, y tanto más cuanto que reposa sobre la acción y la expresión de los distintos Völker o naciones, cada una de las cuales poseería «en sí misma el centro de su felicidad», tiene que construirse sobre ambigüedades y prestarse a malentendidos. De hecho, Herder no niega la existencia de alguna suerte de desarrollo a lo largo del curso histórico, como tampoco deja de estimar los avances en materia de ciencia y técnica, ni sus fundamentos racionales. Lo que no está dispuesto a asumir es la unicidad de ese desarrollo en cuanto que producto de una determinada forma de entender (y dominar) el mundo, es decir, la del racionalismo ilustrado en cuanto que encarnación de la gran civilización europea. Por el contrario, todavía en sus Cartas para el fomento de la humanidad (1793-1797) no sólo se reafirma en su crítica, sino que la convierte en amargo denuesto:
¿Puede mencionarse un país donde los europeos hayan entrado sin deshonrarse ellos mismos para siempre ante una humanidad indefensa y confiada, mediante la palabra injusta, el codicioso engaño, la aplastante opresión, las enfermedades, los dones fatales que han llevado consigo? Nuestra parte de la Tierra debería ser llamada no la más sabia, sino la más arrogante, agresiva, ávida de dinero: lo que ha dado este pueblo no es civilización, sino la destrucción de los rudimentos de sus propias culturas allí donde han podido lograrlo.22
Su crítica de la teoría del progreso, más allá de sus implicaciones colectivistas y eventualmente irracionalistas, y en clara oposición a toda forma de chauvinismo nacionalista, se revela así como una reivindicación de la alteridad y de los derechos de la diferencia.
En sus Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad, que fueron publicándose entre 1784 y 1791, esos desarrollos históricos diversos –que no progreso unilineal– los presentaba en explícita analogía con los propios del crecimiento orgánico, de una planta o un árbol (o más bien de muchos naturalmente concertados):
La felicidad de los humanos es por doquier un bien individual: en consecuencia, es por doquier climática y orgánica, hija del ejercicio, de la tradición y de la costumbre.23
Es desde ese marco específico desde donde habría que interpretar el sentido de cada una culturas, y el problema que se plantea es saber si el fruto de ese «bien individual» que sería la felicidad lo goza el individuo singular o más bien la comunidad entendida como una singularidad individual y como ámbito de obligada pertenencia para el sujeto humano. Está claro que la primera opción, compatible con una perspectiva liberal, nos aproximaría a una saludable crítica del progreso como hipóstasis metafísica, mientras que la segunda posibilidad correría el peligro de conducir demasiado fácilmente (en cuanto la comunidad popular se presenta como una instancia de poder, un instrumento de cohesión nacional frente a la amenaza del enemigo exterior) al nacionalismo político que impulsaron algunas de las versiones más irracionalistas del Romanticismo.
En cualquier caso, y aunque el principio de la pertenencia comunitaria, la idea de que el individuo carece de sentido escindido de su «pueblo» o nación, forma parte indudable de los presupuestos básicos de su pensamiento, es preciso insistir en que el punto de vista de Herder era inequívoca y fundamentalmente cosmopolita. Su defensa de las culturas nacionales no tenía nada de excluyente, sino que se orientaba en una dirección abiertamente pluralista cuyo punto débil estribaba justamente en el relativismo radical que implicaba, y que en general ha de comportar, de uno u otro modo, toda crítica de la concepción absolutista del progreso humano. Su perspectiva no fue nunca la de un nacionalismo político en el que interviniesen los poderes del Estado, sino la de una especie de eterno fluir e infinita floración de culturas vernáculas, autóctonas, esencialmente dispares aunque intercomunicadas, de tal modo que ninguna de las ellas tendría, en principio, por qué considerarse superior ni inferior a otra, aun cuando no fuese sino porque, al fin y al cabo, todas ellas serían rigurosamente singulares y, por tanto, inconmensurables.
Finalmente, hay un aspecto de su filosofía de la historia que nos interesa especialmente desde el punto de vista estético. Tiene que ver con lo antedicho, pero muy en particular