este punto de vista, las cosas parecen estar bastante claras: el «genio» no sería finalmente patrimonio exclusivo de los «primitivos» –ni tampoco inaccesible a los «modernos»–, sino algo al alcance más o menos inmediato de todo «pueblo» o «nación» de todo tiempo que se resuelva a expresar en términos poéticos su específica conexión con el universo natural y humano, y tenga la buena suerte de contar con el gran «bardo» (acaso una singularidad portentosa, como la que representaba Shakespeare, o incluso alguien eventualmente anónimo) que se encargue de ello. En efecto, así habría sucedido en la Inglaterra isabelina, como también en el medievo del osiánico Fingal, en los viejos tiempos del Ramayana y el Mahabharata y del Antiguo Testamento, o en la Grecia de la época de Homero o de Sófocles.
Si ahora intentamos cerrar el círculo, podremos volver a hablar de la teoría herderiana del lenguaje originario y de su proximidad con la poesía misma en su más auténtico sentido:
¡Imitación de una naturaleza que soñaba, que obraba, que se conmovía! ¡Una lengua tomada de las interjecciones de todos los seres y vivificada por las interjecciones de la sensibilidad humana! ¡El lenguaje natural de todas las criaturas recreado por el entendimiento en voces, imágenes de acción, de pasión, de actos vivos! ¡Un diccionario del alma que es mitología a la vez que admirable epopeya de las obras y discursos de todos los seres! Es decir, permanente fabulación con pasión e interés: ¿qué otra cosa es la poesía?32
Aquí encontramos reunidos buena parte de los motivos en los que se basó su pensamiento estético. Primeramente, desde luego, el que vin-culaba la poesía a la lengua originaria, y ésta al fundamento inmediato del ser humano en cuanto que intérprete del universo. En segundo lugar, su condición activa, su imbricación en el marco de lo «vivo», y ello incluso en sus dimensiones más intelectuales o contemplativas. En tercer lugar, su capacidad innata para construir mundos, para configurar visiones del mismo activamente creadoras, abiertamente interventivas, emparentadas con las que se podrían colegir de las diferentes mitologías antiguas (que la modernidad habría de actualizar o recrear de maneras que el propio Herder no acertaría a definir en general, pero que se esforzó en llevar a cabo en lo particular). Y, en cuarto lugar, su convicción de que la experiencia estética no podía entenderse al modo kantiano, es decir, como un placer «desinteresado» y desapasionado, por parte de un sujeto supuestamente distante respecto de la realidad de su representación y del sentido del objeto, tal como sostendría Herder en su polémica con la Crítica del Juicio, en su tardía Kaligone.33
El viejo Herder, desde años atrás inmerso en sus bastante inútiles polémicas con Kant y en intempestivas especulaciones sobre la metempsícosis y la palingenesia, terminó sus días empeñado en un proyecto de revista que había concebido bajo el título de Adrastea. En realidad, en los cuadernos que se han conservado introdujo, a modo de una enciclopedia sin sistema, toda clase de cosas: ensayos, críticas, poesía, cuentos, fábulas y hasta discusiones sobre la utopía de la «Edad de Oro». De hecho, la revista la iba a llamar en un principio Aurora, la diosa «portadora de la luz», anunciadora del nuevo día. Finalmente, en la primera entrega de la revista, Herder asocia su Adrastea a la figura de la Némesis, diosa de la Justicia (y de la venganza divina), hija de la Noche, garante del orden del cosmos y protectora de la humanidad. En este marco, se diría, la concepción histórica de Herder aparecía reorientada bajo la perspectiva (utópica, si se quiere), de una renovación o rejuvenecimiento universal bajo el signo de un pensamiento poético (la «nueva mitología» como forma de una «nueva racionalidad») patentemente ubicable en los umbrales del romanticismo.34
HACIA LA ESCULTURA
Éste que acabamos de examinar en sus líneas generales es el trasfondo estético-filosófico sobre el que se recorta el texto que aquí presentamos. Su historia parece haber comenzado en el curso del viaje de Herder en 1769, pero no fue sino en 1778 cuando fue publicado (anónimamente, por cierto) en una editorial de Riga. Allí justamente se hallaba nuestro joven nueve años antes, a la edad de veinticinco, insatisfecho de su vida como maestro de escuela –una esfera que sentía «demasiado estrecha» para él–, como ciudadano –limitado a «una tranquilidad soporífera y a veces repugnante»– y como autor convertido en «un tintero de cultura sabihonda [...], un diccionario de artes y ciencias que no he visto ni entiendo [...], un estante lleno de papeles y libros, que sólo pertenece al cuarto de estudio»... «Estaba, por tanto, obligado a marcharme».35 Así pues, Herder salió de Riga a principios de junio de 1769, por vía marítima, con vistas a orearse y ver mundo, y, por lo que parece, sin otros propósitos demasiado definidos. En un principio pensó en girar una visita al poeta Klopstock, quien se hallaba en Copenhague. Durante el trayecto, sin embargo, fue convencido de seguir hasta Francia. Desembarcó en Nantes, visitó París y Versailles. Entonces fue solicitado como educador del príncipe de Holstein-Gottorp, hijo del príncipe-obispo de Lübeck, con cuyo séquito viajó hasta la ciudad de Eutin.
Entretanto, y a lo largo de dos semanas en Hamburgo, tuvo ocasión de encontrarse y discutir largamente con Lessing, de cuyo Laocoonte ya se había ocupado con detenimiento en la primera de sus Silvas críticas (1769), en donde defendía con notable ecuanimidad, a la vez que admiración, tanto los méritos y posiciones de Lessing como de Winckelmann, a quien muchos suponían que atacaba aquél.36 En realidad, como es no-torio, las referencias a Winckelmann no eran en el Laocoonte sino el motivo inductor de una reflexión de un orden muy distinto al emprendido por el historiador. De lo que se trataba, y lo que interesaba desarrollar a Herder en esa primera silva –y también en la cuarta, así como en Escultura– era de una reflexión no tanto sobre la esencia de la belleza clásica, como sobre la mutua diferenciación de las artes.
En este caso, Herder retoma la célebre frase de Winckelmann, de las Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y la escultura, según la cual «Laocoonte sufre como el Filoctetes de Sófocles».37 Pero, en contra de lo afirmado por Lessing, que veía diferencias en la expresión del sufrimiento (entre el lamento próximo al suspiro y el grito acompañado de maldiciones), y las atribuía a la diferencia entre las propiedades y condiciones de sendos medios de expresión, escultura y tragedia, Herder da la razón a Winckelmann y ve la escena de Sófocles como «un cuadro del dolor contenido, y no del desahogado».38 Aunque por otro lado, en concordancia con su propia visión de la historia (y de la historia del arte), se la quita en lo concerniente a la identificación de esa actitud como un patrimonio específicamente griego.39
En el Diario de su viaje de 1769 esbozaba «algunas novedades» que creía poder aportar a la reflexión estética. Allí consignaba un «descubrimiento» que le seguía pareciendo «pobre», limitado y poco menos que meramente indicativo, a saber, que, así como la óptica y la geometría habrían demostrado que «los ojos no ven más que superficies, [y] el tacto no siente más que formas», así mismo «la pintura es simplemente para los ojos, la escultura para el tacto». Luego añade, con su radicalidad característica: «Tengo que ser un ciego y limitarme a este sentido para investigar la filosofía del mismo», y a continuación expone ya un plan relativamente detallado de lo que podría ser, en efecto, un libro sobre «la escultura en relación con el tacto», en el que hallamos tanto aspectos que efectivamente desarrollaría (los relativos a «la ilusión de la carne» y a «la ilusión del espíritu» en la estatua, a través de las distintas partes del cuerpo), como otros (más especulativos) que finalmente dejaría de lado.40
En cualquier caso, fue ya en Eutin, en las proximidades de Lübeck, entre marzo y julio de 1770, donde redactó la primera versión (limitada a los tres primeros capítulos) de Escultura. Interrumpió el