instintos animales que habría que reprimir justamente por mor del progreso. De hecho, lo que subyace a esta posición es la resignada defensa de la necesidad del sacrificio: del sacrificio del individuo en favor de la especie, y de cada generación a favor de las sucesivas, con vistas a la consecución de un supuesto estado final de libertad y felicidad universales que, como es obvio, habría sido previamente negado a todos y cada uno de los seres humanos que hasta ese mismo momento hubieran habitado en esta Tierra.
Escribe Herder:
¿Qué podría significar, por ejemplo, la hipótesis que destina al hombre tal como lo conocemos aquí a un crecimiento indefinido de sus facultades, a una extensión continua de sus sensaciones y de sus acciones, y hasta al Estado en tanto que meta de su especie, todas cuyas generaciones no habrían sido hechas en el fondo más que para la última, la cual se entronizaría sobre el catafalco ruinoso de la felicidad de todas las precedentes?24
Herder no sólo rechaza esa lógica despiadadamente sacrificial, sino que la considera una presunción injusta por parte de la víctima: es la propia naturaleza humana la que determina que «ningún individuo tiene derecho a creer que existe en función de otro o de la posteridad», puesto que
no es más que una ensoñación vacía esperar que por todas partes donde habitan los hombres habitarán un día también hombres razonables, equitativos y felices: felices no gracias a su razón particular, sino gracias a la razón común de la especie entera de sus hermanos.25
CRÍTICA, POESÍA Y MITOLOGÍA
Cabe pensar que esta clase de posiciones tiene mucho que ver con la derivación estética de su pensamiento. En efecto, una vez se reconoce la pobreza de la experiencia histórica propiciada por la teoría del progreso, parece lógico pensar en la experiencia estética (así lo verían también los románticos) como la mejor candidatura para articular la compensación de esa pobreza y dotar de alguna plenitud al presente. De hecho, la filosofía de Herder no puede ser entendida sin esa referencia estética, siempre determinante en su obra desde los comienzos, en sus Fragmentos sobre literatura alemana (1767), hasta sus últimos años de vida, en el marco de su proyecto de revista, Adrastea, en donde concentró sus perdurables esfuerzos, de los que también los románticos tomaron buena nota, en torno a la propuesta de una «nueva mitología».
Ya sus primeros escritos de finales de la década de los sesenta estuvieron claramente determinados por intereses vinculados al arte y a la experiencia estética. En los citados Fragmentos encontramos significativos argumentos de orden metodológico o programático, ideas de cuya guía habría de servirse hasta el final. Allí sostenía, por ejemplo, sobre la crítica literaria, que «la mejor crítica es la que sigue los pasos del original y siente en conformidad con él»; propugna que el crítico «se transfiera a los pensamientos del autor y lo lea con el espíritu con que escribió»; defiende una lectura como «emulación, heurística», incluso como «adivinación del alma del autor». De modo que, en coherencia con esta concepción abiertamente empática, sostiene que «la crítica sin genio no es nada», pues «sólo un genio puede juzgar y enseñar a otro».26
Desde luego, estas ideas no admiten lugar a dudas sobre su carácter precursor del Romanticismo, particularmente en la versión de Friedrich Schlegel. En cualquier caso, no debemos olvidar que esa autoría genial a la que Herder remite, y en la que, en efecto, había de quedar implicada la entera personalidad indivisible del creador, el conjunto de sus «fuerzas» intelectuales, sensibles y morales, esa autoría debe ser entendida a la vez como una expresión de la colectividad a la que el artista pertenece por necesidad. Al tiempo que, como era de rigor en el contexto del Sturm und Drang, rechaza la inautenticidad del neoclasicismo francés a la manera de Racine, Herder celebra la poesía de las naciones «bárbaras», como la supuestamente transmitida en el Ossian o en las sagas nórdicas, pero también la literatura hebrea, hindú o persa, además de, obviamente, la griega. Ya en el marco de su proyecto de una «nueva mitología», a título de pensamiento poético, su interés por la genialidad de lo originario le llevó al rescate y a la libre reescritura (en forma de Nachdichtungen o paramitos) de poesías, relatos, leyendas, fábulas y cuentos populares que fue reuniendo entre 1785 y 1793 en sus Hojas dispersas y, antes de ello, en su famosa antología de Canciones populares, de 1777-1778.
De hecho, la posición de Herder a este respecto quedaría ya manifiesta con la mayor claridad en sus Cartas sobre Ossian, de 1773:
Ya sabe usted [...] que cuanto más primitivo, esto es, cuanto más activo sea un pueblo –pues no otra cosa significa la palabra–, tanto más primitivas, es decir, tanto más vivas, libres, sensibles, líricamente activas, serán sus canciones, en caso de tenerlas. Cuanto más alejado esté el pueblo del pensamiento, el lenguaje y los modos literarios artificiosos, científicos, tanto menos estarán sus canciones hechas para el papel y tanto menos serán sus versos letra muerta.27
El problema, por cierto, es cómo conjugar la idea de lo «primitivo» con la necesidad de poner en valor la herencia cultural de la antigua Grecia, que no podía ser comprendida en esos términos. Pues ésta, desde luego, puede ser estimada como el lugar privilegiado de un determinado «origen», como patria del genio y de un arte «ingenuo» en el sentido de Schiller, pero no tanto como expresión de barbarie o de lejanía respecto al pensamiento.
Un caso especial, y claramente definitorio en cuanto que punto de mediación, es el que Herder nos ofrece en su Shakespeare de 1773. Aquí encontramos un clarificador parangón entre el mundo antiguo y el moderno concebido desde una perspectiva desde la que se revela superada la querelle de las «reglas».
El drama nació en Grecia como no podía nacer en el Norte. En Grecia existía lo que no puede haber en el Norte. No hay, pues, ni debe haber en el Norte lo que hubo en Grecia.28
Por supuesto, Herder está pensando ante todo en el carácter determinante del «clima», es decir, del mundo exterior y, en particular, de las condiciones naturales que actúan de humus sobre el que crece la obra del artista. Pero también piensa en la historia por ellas condicionada, en la génesis sin la cual no se explica ningún producto del espíritu humano. Tras explicar los orígenes ditirámbicos de la tragedia, sostiene que «lo artificioso de sus reglas no constituía un arte», sino que «era naturaleza». Así, no le cuesta mucho exonerar a Aristóteles de toda pretensión dogmática, y niega a «Voltaire y los franceses» su clasicismo ficticio en obras en las que no habría sino «un sentimiento de tercera mano», y «nunca, o pocas veces, las emociones inmediatas, primarias, sin afeites, que buscan la palabra y la encuentran al fin».29
Ahora bien, prosigue Herder: «Supongamos, pues, un pueblo que [...] prefiriese inventar su propio drama»... y,
si en época tan distinta [y bajo un cielo tan distinto del de Grecia] hubiese alguien como los antiguos, un genio, que de modo tan natural, grandioso y original extrajera de su propia cosecha una creación dramática, igual que los griegos la extrajeron de la suya; si tal creación alcanzase por el camino más diferente el mismo sentido, o fuese al menos en sí una sencillez muy compleja y una complejidad muy sencilla; es decir [...], si fuese un todo perfecto...
He aquí a Shakespeare, el «bardo del Norte», presentado como un nuevo Sófocles,30 como expresión genial, a la vez singular y colectiva (pero, en todo caso, de alcance universal) de un mundo, un tiempo y un pueblo concretos.
Cuando leo al autor británico desaparecen para mí teatro, actor y bastidores. No veo más que hojas sueltas del libro de los acontecimientos, de la providencia, del mundo, volando en la tempestad de los siglos...,
la verdad misma, por tanto, como producto de un autor grandioso, capaz de «incluir