instrucción sobre asuntos que los hombres necesitan saber y afirmaciones diseñadas para bendecir a los que las oyen. No es un conjuro mágico ni un encanto cuya fuerza consiste en un conjunto de sonidos; es una revelación de hechos y verdades que requieren conocimiento y fe. El evangelio es un sistema razonable que apela a la comprensión del hombre; es materia de pensamiento y consideración que apela a la conciencia y a la capacidad de reflexión. Por eso, si no les enseñamos nada a las personas, podemos gritar “¡Crean! ¡Crean! ¡Crean!”, pero ¿qué deben creer? Toda exhortación requiere su correspondiente instrucción, de lo contrario, no significa nada. “¡Escapen!”: ¿de qué? Para responder esa pregunta es necesaria la doctrina del castigo del pecado. “¡Huyan!”, pero ¿adónde? Deben predicar a Cristo y Sus llagas; sí, también la clara doctrina de la expiación mediante un sacrificio. “¡Arrepiéntanse!”: ¿de qué? Aquí deben responder preguntas como ¿qué es el pecado?, ¿cuál es la maldad del pecado?, ¿cuáles son las consecuencias del pecado? “¡Conviértanse!”, pero ¿qué es convertirse? ¿Por qué poder podemos convertirnos? ¿De qué debemos convertirnos? ¿En qué debemos convertirnos? El campo de instrucción es amplio si los hombres han de aprender la verdad que salva. “El alma sin ciencia no es buena”, y nuestro papel como instrumentos del Señor es hacer que los hombres conozcan la verdad de modo que puedan creerla y sentir su poder. No debemos intentar salvar a los hombres en las tinieblas, sino que debemos procurar hacerlos pasar de las tinieblas a la luz en el poder del Espíritu Santo.
Y no crean, queridos amigos, que cuando asisten a reuniones de avivamiento o a cultos evangelísticos deben omitir las doctrinas del evangelio, pues entonces deben proclamar aún más las doctrinas de la gracia, no menos. Enseñen las doctrinas del evangelio con claridad, afecto, simplicidad y sencillez, en especial las verdades que dicen relación directa y práctica con la condición del hombre y la gracia de Dios. Algunos entusiastas parecen haber adoptado la noción de que, apenas el ministro se dirige a los inconversos, debe contradecir deliberadamente sus discursos doctrinales comunes, ya que suponen que no habrá conversiones si predica todo el consejo de Dios. Todo se reduce a esto, hermanos: suponen que debemos ocultar la verdad y contar mentiras a medias para salvar a las almas. Debemos hablarle la verdad al pueblo de Dios porque ellos no oirán nada más, pero debemos llevar engañados a los pecadores a la fe exagerando un aspecto de la verdad y escondiendo el resto hasta que llegue una ocasión más conveniente. Esa teoría es extraña, pero muchos la apoyan. Según ellos, podemos predicar la redención de un número elegido de personas al pueblo de Dios, pero nuestra doctrina debe ser la de la redención universal cuando hablamos con los de afuera; debemos decirles a los creyentes que la salvación es por pura gracia, pero a los pecadores hay que hablarles como si tuvieran que salvarse a sí mismos; debemos informar a los cristianos que solo Dios el Espíritu Santo es quien puede convertir, pero cuando nos dirigimos a los incrédulos, a duras penas hay que hacer mención del Espíritu Santo. Nosotros no hemos aprendido así a Cristo. Así han obrado otros: que nos sean por señal de advertencia, no por ejemplo. El que nos mandó a ganar almas no nos permite inventar falsedades ni suprimir la verdad. Su obra puede realizarse sin esa clase de métodos sospechosos.
Quizá alguien de ustedes responderá: “Pero aun así, Dios ha bendecido verdades a medias y declaraciones extravagantes”. No estén tan seguros. Me atreveré a afirmar que Dios no bendice la falsedad. Puede que bendiga la verdad que está mezclada con el error, pero habría habido mucha más bendición si la predicación hubiera sido más acorde a Su propia Palabra. No puedo admitir que el Señor bendiga el laxismo evangelístico, y la supresión de la verdad no recibe un nombre demasiado duro cuando la denomino así. La omisión de la doctrina de la depravación total del hombre ha producido daños serios en muchas personas que han escuchado una cierta clase de predicación. Estas personas no reciben verdadera sanación porque no conocen la enfermedad bajo la cual están sufriendo. Nunca son vestidas de verdad porque no se hace nada por desnudarlas. En muchos ministerios, no se sondea suficientemente el corazón ni se despierta la conciencia revelando lo distanciado que el hombre está de Dios y declarando lo egoísta e impío que es tal estado. Los hombres necesitan oír que, a menos que la gracia divina los rescate de su enemistad con Dios, deben perecer eternamente. Necesitan que se les recuerde de la soberanía de Dios, que Él no está obligado a sacarlos de ese estado, que Él sería justo y recto si los dejara en dicha condición, que ellos no tienen ningún mérito al que apelar ante Él, nada que demandarle a Él; por el contrario, si han de ser salvos, debe ser por gracia y solo por gracia. La labor del predicador es derribar a los pecadores en desesperación absoluta para que se vean forzados a elevar la mirada al Único que puede ayudarlos.
Intentar ganar un alma para Cristo manteniéndola en ignorancia respecto a cualquier verdad es contrario a la mente del Espíritu, e intentar salvar a los hombres a través de meros disparates, emociones o exhibiciones de oratoria es tan necio como querer sujetar un ángel con pegamento para atrapar aves o seducir una estrella con música. La mejor atracción es el evangelio en su pureza. El arma con que el Señor conquista a los hombres es la verdad que está en Jesús. El evangelio demostrará ser igual de útil para cada emergencia, una flecha que puede traspasar el corazón más duro, un bálsamo que puede sanar la herida más mortífera. Predíquenlo, y no prediquen nada más. Descansen ciegamente en el antiguo evangelio. No necesitan otras redes para pescar hombres; las que les dio su Maestro son lo bastante fuertes para capturar los peces grandes y tienen agujeros bastante pequeños para atrapar a los chicos. Echen estas redes, no otras, y no necesitarán temer el cumplimiento de Su Palabra: “Os haré pescadores de hombres”.
En segundo lugar, para ganar un alma no solo es necesario instruir a nuestro oyente y darle a conocer la verdad, sino también impresionarlo de modo que la sienta.
Un ministerio puramente didáctico, que siempre apela al entendimiento y deja las emociones inafectadas, ciertamente sería un ministerio cojo. “Las piernas del lisiado no son parejas”, dice Salomón, y las piernas disparejas de algunos ministerios los paralizan. Hemos visto a personas que cojean con una pierna doctrinal muy larga y una pierna emocional muy corta. Es horrible que el hombre sea tan doctrinal que llegue a poder hablar calmadamente de la condenación del impío, de modo que, si de hecho no alaba a Dios por ella, no le causa ninguna angustia de corazón pensar en la ruina de millones de miembros de nuestra raza. ¡Eso es horrible! Odio escuchar los terrores del Señor proclamados por hombres cuyo semblantes duros, tonos ásperos y espíritus insensibles delatan una suerte de desecación doctrinal: toda la leche de la gentileza humana se les ha secado. Como él mismo no tiene sentimientos, tal predicador no los crea, y la gente se sienta a escucharlo pronunciar afirmaciones secas y muertas hasta que llegan a apreciarlo por ser “sano” y ellos mismos llegan a ser igualmente sanos y ―no necesito mencionarlo― también a dormirse profundamente. La vida que tienen la ocupan en rastrear y eliminar la herejía o en condenar a hombres sinceros como ofensores por una sola palabra. ¡Que nunca seamos bautizados en ese espíritu! Más allá de lo que yo crea o deje de creer, el mandamiento de amar a mi prójimo como a mí mismo sigue siendo obligatorio para mí, ¡y Dios me guarde de que cualquier postura u opinión estreche mi alma y me endurezca el corazón al punto de hacerme olvidar esta ley del amor! El amor a Dios es lo primero, pero de ninguna manera mitiga la obligación de amar al hombre. De hecho, el primer mandamiento incluye el segundo. Debemos procurar la conversión de nuestro prójimo porque lo amamos, y debemos hablarle en términos amorosos del evangelio amoroso de Dios porque nuestro corazón desea su bienestar eterno.
El pecador tiene cabeza, pero también corazón; el pecador tiene pensamientos, pero también emociones, y debemos apelar a ambos. El pecador nunca será convertido a menos que sus emociones se conmuevan. A menos que sienta dolor por el pecado y a menos que tenga una cierta medida de gozo en la recepción de la Palabra, no es posible tener mucha esperanza con respecto a él. La verdad debe empapar el alma y teñirla con su propio color. La Palabra debe ser como un viento poderoso que sopla sobre todo el corazón y agita todo el hombre, así como el maíz en maduración ondea con la brisa del verano. La religión sin emociones es una religión sin vida.
Sin embargo, de todas formas debe importarnos cómo se producen estas emociones. No jueguen con la mente suscitando sentimientos que no son espirituales. Algunos predicadores son muy dados a mencionar funerales y niños moribundos en sus discursos, y hacen que la gente llore por puro afecto natural.