por sus familiares fallecidos cavando nuevamente sus tumbas y recordando viejas escenas de duelo y aflicción. ¿Por qué habría de hacerlo? Admito que es posible que sea útil usar el lecho de muerte de un cristiano pronto a partir y de un pecador moribundo para demostrar el descanso de la fe en un caso y el terror de la conciencia en el otro, pero es del hecho demostrado y no de la ilustración en sí misma que el bien debe brotar. El dolor natural no tiene ninguna utilidad en sí mismo; de hecho, lo consideramos una distracción para los pensamientos más elevados y un precio demasiado alto para los corazones tiernos a no ser que podamos recompensarlos injertando impresiones espirituales duraderas en el tallo del afecto natural. “Fue un discurso muy espléndido, lleno de vehemencia”, dice alguien que lo oyó. Sí, pero ¿cuál es el resultado práctico de esa vehemencia? Un predicador joven preguntó una vez: “¿No te afectó enormemente ver llorar a una congregación tan grande?”. “Sí”, dijo su amigo sensato, “pero me afectó más pensar que probablemente habrían llorado más en el teatro”. Así es, y el lloro en ambos casos puede ser igual de inservible. Un día vi una niña en un barco de vapor leyendo un libro y llorando como si se le fuera a partir el corazón, pero cuando observé el volumen, noté que solo era una de esas novelas tontas de tapa amarilla que atiborran las librerías de las estaciones de ferrocarril. Sus lágrimas eran un puro desperdicio de agua, y lo mismo son las producidas por meras historias y relatos de lechos de muerte narrados desde el púlpito.
Si nuestros oyentes van a llorar por sus pecados y porque anhelan a Jesús, que las lágrimas fluyan como un río, pero si el objeto de su dolor es puramente natural y nada espiritual, ¿qué tiene de bueno hacerlos llorar? Puede que haya algo de virtud en darle alegría a la gente, pues hay suficiente dolor en el mundo y mientras más podamos promover la felicidad, mejor, pero ¿qué provecho tiene crear miseria innecesaria? ¿Qué derecho tienen a recorrer el mundo punzando a todos con sus bisturíes solo para exhibir su habilidad en la cirugía? Un verdadero médico solo hace incisiones para realizar curas, y un ministro sabio solo provoca emociones dolorosas en las mentes de las personas con el objetivo específico de bendecir sus almas. Ustedes y yo debemos seguir embistiendo los corazones de los hombres hasta que se quebranten, y entonces debemos seguir predicando a Cristo crucificado hasta que sus corazones sean vendados. Cuando eso se consiga, debemos seguir proclamando el evangelio hasta que toda su naturaleza sea puesta en sujeción al evangelio de Cristo. Incluso en estos pasos preliminares, sentirán lo necesario que es que el Espíritu Santo obre con ustedes y mediante ustedes, pero tal necesidad será aún más evidente cuando avancemos un paso más y hablemos del nuevo nacimiento mismo, en que el Espíritu Santo obra de una manera eminentemente divina.
Ya he insistido en que la instrucción y la impresión son sumamente necesarias para ganar almas, pero no lo son todo; de hecho, solo son medios para conseguir el objetivo deseado. Antes de que el hombre pueda ser salvo, debe realizarse una obra mucho mayor. Debe efectuarse un prodigio de la gracia divina en el alma que trasciende por lejos todo lo que puede conseguir el poder del hombre. De todas las personas que queremos ganar para Jesús es cierta la siguiente afirmación: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. El Espíritu Santo debe obrar la regeneración en los objetos de nuestro amor, de lo contrario, nunca podrán llegar a poseer la felicidad eterna. Deben ser resucitados a novedad de vida y deben ser hechos nuevas criaturas en Cristo Jesús. La misma energía que operó en la resurrección y la creación debe derramar todo su poder sobre ellos, pues nada menos bastará para producir el efecto. Deben nacer de nuevo de lo alto. A primera vista, podría parecer que esto es sacar por completo la instrumentalidad humana de la ecuación, pero al volcarnos a las Escrituras no encontramos nada que justifique tal inferencia y hallamos mucho que tiene la tendencia opuesta. Allí ciertamente encontramos que el Señor es todo en todos, pero no hallamos ningún indicio de que, en virtud de ello, el uso de los medios deba ser desechado. La majestad suprema y el poder del Señor se aprecian con más gloria porque Él obra a través de medios. Él es tan grandioso que no teme dar honor a los instrumentos que Él emplea, hablando de ellos en términos elevados y adjudicándoles una gran influencia. Lamentablemente, es posible hablar demasiado poco del Espíritu Santo ―de hecho, me temo que ese es uno de los pecados estrepitosos de nuestra época―, pero esa Palabra infalible que siempre balancea la verdad de forma adecuada, aunque magnifica al Espíritu Santo, no habla con ligereza de los hombres por los que Él obra. Dios no piensa que Su propio honor es tan cuestionable que solo puede mantenerlo eliminando la agencia humana. Hay dos pasajes en las epístolas que, en conjunto, me han asombrado muchas veces. Pablo se compara tanto con un padre como con una madre en lo que respecta al nuevo nacimiento. Dice de un convertido: “a quien engendré en mis prisiones”, y de toda una iglesia dice: “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros”. Esto es ir muy lejos ―por cierto, demasiado lejos― para lo que la ortodoxia moderna le permitiría aventurarse a decir al ministro más útil, pero es un lenguaje sancionado ―sí, dictado― por el mismísimo Espíritu de Dios, por lo que no debe ser criticado. El poder misterioso que Dios infunde en los instrumentos que Él ordena es tal que somos llamados “colaboradores de Dios”, y esa es tanto la razón de nuestra responsabilidad como el fundamento de nuestra esperanza.
La regeneración o el nuevo nacimiento obra un cambio en toda la naturaleza del hombre, y, hasta donde podemos juzgar, su esencia radica en la implantación y creación de un principio nuevo dentro del hombre. El Espíritu Santo crea en nosotros una naturaleza nueva, celestial e inmortal que en la Escritura se conoce como “el espíritu” en distinción del alma. Nuestra teoría de la regeneración es que el hombre en su naturaleza caída consiste solo de cuerpo y alma y que, cuando es regenerado, una nueva naturaleza más elevada ―”el espíritu”― es creada en él, que es una chispa del fuego eterno de la vida y el amor de Dios. Esta naturaleza llega al corazón y permanece allí, haciendo a su receptor “participante de la naturaleza divina”. A partir de entonces, el hombre consiste en tres partes ―cuerpo, alma y espíritu―, y el espíritu es la potencia dominante de las tres. Todos ustedes recordarán aquel memorable capítulo sobre la resurrección, 1 Corintios 15, donde la distinción es bien resaltada en el idioma original e incluso puede percibirse en nuestra versión. El pasaje traducido como “Se siembra cuerpo animal”, etc. podría decir: “Se siembra cuerpo de alma, resucitará cuerpo espiritual. Hay cuerpo de alma, y hay cuerpo espiritual. Así también está escrito: Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante. Mas lo espiritual no es primero, sino lo del alma; luego lo espiritual”. Primero estamos en el estado natural de nuestro ser (o estado de alma) al igual que el primer Adán y luego, en la regeneración, pasamos a una nueva condición y nos transformamos en poseedores del “espíritu” vivificante. Sin este espíritu, nadie puede ver ni entrar al Reino de los cielos. Por lo tanto, nuestro deseo intenso debe ser que el Espíritu Santo visite a nuestros oyentes y los cree de nuevo, que descienda sobre estos huesos secos y sople vida eterna en los muertos en pecado. Hasta que ocurra eso, nunca podrán recibir la verdad, pues “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente”. “Los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”. La omnipotencia debe crear una mente nueva y celestial, de lo contrario, el hombre debe permanecer en la muerte. Ya ven, pues, que tenemos una obra poderosa ante nosotros, para la cual somos totalmente incapaces en nosotros mismos. Ningún ministro vivo puede salvar un alma; ni siquiera todos los ministros juntos ni todos los santos en la tierra y en el cielo podemos obrar la regeneración en una sola persona. En lo que compete a nosotros, todo este asunto es el colmo del absurdo a no ser que nos consideremos personas usadas por el Espíritu Santo y llenas de Su poder. Por el otro lado, las maravillas de la regeneración que acompañan nuestro ministerio son los mejores sellos y testigos de nuestra comisión. Los apóstoles podían apelar a los milagros de Cristo y a los que ellos hicieron en Su nombre, pero nosotros apelamos a los milagros del Espíritu Santo, que son tan divinos y reales como los de nuestro mismísimo Señor. Esos milagros son la creación de una nueva vida en el seno humano y el cambio completo de todo el ser de aquellos sobre los que desciende el Espíritu Santo.
Como esta vida espiritual creada por Dios en el hombre es un misterio, hablaremos de un modo más práctico si nos centramos en las señales que