juego de lenguaje». [Ibíd., p. 348] Con ello, está tendiendo un puente entre Kant y Wittgenstein, apoyándose en Heidegger. La filosofía trascendental de Kant, así como la filosofía del lenguaje de Wittgenstein e incluso la hermenéutica heideggeriana han sido «transformadas». Pero no sólo éstas. También, yendo hacia atrás, se remite Apel al relativismo lingüístico postulado por Humboldt, y lo relaciona con su propuesta. El principal problema que plantea el relativismo es (como acabamos de ver) que cada lengua puede quedar reducida a una especie de “cárcel” dentro de la cual vive el hablante, y de la que no puede salir, a menos que aprenda a hablar otra lengua, en cuyo caso se meterá en otra “cárcel” que lo encerrará igualmente. Pero Apel encuentra que este problema puede ser resuelto cuando se apela a la noción de “juegos de lenguaje”, concepto en el que basa su idea de una transformación de la filosofía trascendental en una filosofía del lenguaje:
Mientras es posible concebir los sistemas lingüísticos […] como condiciones inconmensurables (espacios, perspectivas) de las formaciones conceptuales posibles, eso no es procedente […] en los juegos de lenguaje. […] Así, es razonable esperar una comprensión lingüística del sentido entre personas pertenecientes a distintas comunidades de lenguaje, en el nivel de una competencia comunicativa (que no depende sólo de las preformaciones lingüísticas específicas, sino —como muestra la traducción— también de los universales pragmáticos). [Ibíd., pp. 351-352]
Los juegos de lenguaje son el suelo común en el cual se desenvuelven los hablantes, y gracias al cual es posible que se transite, no sólo de una individualidad a otra, sino de una lengua a otra (esto es, de una Weltanschauung a otra). Es posible, pues, esperar una comunicación efectiva entre las personas, así como la construcción de consensos dentro de las comunidades o entre distintas comunidades. Pero el punto de unión no se da en una “interioridad” o “privacidad” solipsista, sino en la operación efectiva de los «juegos de lenguaje». Este es el fundamento de la «transformación lingüísticamente orientada de la filosofía trascendental». [Ibíd., p. 353] Y la aplicación del concepto de “juegos de lenguaje” en un sentido hermenéutico consolida no sólo la «transformación», sino la «reconstrucción» de la filosofía trascendental: «En lugar de la “conciencia sin más” supuesta por la metafísica kantiana […] aparece el principio regulativo de la formación crítica de consensos en una comunidad de comunicación ideal establecida en una comunidad de comunicación real». [Ibíd., pp. 354-355]
Por último, es necesario apuntar que el concepto hermenéutico-trascendental de una «comunidad de comunicación» será retomado mucho más adelante,[37] a propósito de cómo las comunidades aplican criterios comunes en cuanto a las imágenes visuales mediante las cuales se representa el mundo. No debe olvidarse que todo el Capítulo 1 tiene entre sus funciones establecer los conceptos sobre el lenguaje verbal que serán confrontados con los conceptos sobre el lenguaje no verbal en los Capítulos 2 a 7. Pero con esto, como puede verse, estoy planteando ya que el enfoque de Apel puede ser a su vez «transformado» al aplicarlo al lenguaje de las imágenes. Algo que, ciertamente, no es considerado en absoluto por este filósofo y que implicaría una «destrucción» del logocentrismo.
1.4 Idealismo lingüístico (lenguaje verbal y ontología hermenéutica)
§ 9. La ontologización de la palabra en Heidegger
El recorrido hecho hasta el momento permite extraer ya una conclusión: dentro de las concepciones logocéntricas, la palabra no es un simple instrumento, medio o vehículo del pensamiento, de la comunicación o del conocimiento, sino que, más bien, establece lo que es pensable, comunicable o cognoscible. El racionalismo lingüístico parte de un postulado absolutizante y excluyente: la humanidad que hay en cada uno de nosotros está configurada lingüísticamente; estamos hechos de lenguaje articulado. Por ello nuestro mundo no puede ser ni pre ni post-lingüístico. En el caso del relativismo lingüístico (sobre todo el radical-solipsista, pero también el moderado-antropologista), pensamos, comunicamos y conocemos dentro de una lengua determinada, por lo cual trasladar los resultados de estas actividades a otras lenguas implica traducirlos o interpretarlos, con los peligros y limitaciones consiguientes a tal extrapolación. Para el trascendentalismo lingüístico, por último, el discurso es la condición de posibilidad del conocimiento (por tanto, del pensamiento y de la comunicación): se puede conocer sólo aquello que se puede pensar, se puede pensar sólo aquello que se puede enunciar discursivamente. Común a los tres enfoques es esa idea de que la palabra nos antecede, de que ella habla por nuestra boca y nosotros no la utilizamos a ella, sino que ella nos utiliza: el lenguaje discursivo no es un vehículo, sino que nosotros somos el vehículo de éste.
Pues bien, hay un modo en que el pensamiento de Heidegger reúne estas vertientes humanista, antropológica y trascendental del logocentrismo.[38] Aquí me refiero al llamado Heidegger II, que como el llamado Wittgenstein I incurrió en el logocentrismo.[39] En El origen de la obra de arte, luego de una exposición sobre la esencia del arte y la apertura o develamiento del ente (alétheia o «verdad»), Heidegger concluye que la obra de arte establece (Aufstellt) un mundo. El arte no se limita a recrear o copiar el mundo, sino que lo hace: «La obra como obra es esencialmente algo que hace».[40] Lo relevante de todo esto es cómo la verdad se realiza en la obra de arte gracias a la presencia de la poesía en ella. Sí, de la poesía como «arte verbal», que «tiene un puesto extraordinario en la totalidad de las artes». Por ello, «si cada arte es en esencia poesía, entonces la arquitectura, la pintura y la música se remiten a la poesía», es decir, que estas artes poetizan dentro de la apertura del ente que ya efectuó el arte verbal. Pero no es la poesía en sí, sino el lenguaje verbal lo que actúa como fundamento del arte y de la apertura del mundo: «En donde no hay lenguaje [...] no hay apertura del ente. [...] En tanto el lenguaje nombra al ente por vez primera, lleva a ese ente a la palabra y a su manifestación». Así, el lenguaje es un decir proyectante (en el sentido de configurante o conformante) no sólo porque da nacimiento al mundo de un pueblo y por ende a «la pertenencia de un pueblo a la historia universal», sino sobre todo porque delimita lo decible y lo indecible: «El decir proyectante es aquel que en la delimitación de lo decible determina al mismo tiempo lo indecible». [Ibíd., pp. 59-62] ¿Cómo no remitirnos con esto último al Wittgenstein solipsista del Tractatus?
La esencia de las artes es, pues, la poesía, y la esencia de ésta es el lenguaje articulado que, a su vez, con su poder de nombrar y de delimitar, establece lo pensable y lo cognoscible. He aquí en germen la faceta del pensamiento heideggeriano que puede ser caracterizada como “idealismo lingüístico”, y que tanto peso tendrá en Gadamer y, de modo atenuado, en Ricoeur. A continuación examinaré la formulación de estas mismas ideas en otros dos momentos de Heidegger.
Uno de ellos es la famosa Carta sobre el humanismo, en donde afirma que «la palabra —el lenguaje— es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensantes y poetas son los vigilantes de esta morada».[41] Hermosas e intensas afirmaciones sobre nuestra condición humana, y según las cuales vivimos “dentro” de la palabra. Eso implica que el lenguaje verbal no nos pertenece, sino que, como entes lingüísticos, más bien le pertenecemos, en virtud de su honda dimensión ontológica. El ser humano es un ser-ahí (Dasein), pues siempre se encuentra en una situación, y puede estar en situación sólo dentro del territorio demarcado por el lenguaje: es lo que Heidegger llama ek-sistencia, y que para él es nuestra condición ontológica «fundamental». Hay dos entes humanos —el pensador filosófico y el poeta— que tienen como misión cuidar la pertenencia al ser de los demás hablantes, que ostentan ese poder. Dicho poder se basa en que ellos saben trabajar con las palabras, no limitándose a “utilizarlas”, no manejándolas como meros “instrumentos”: ellos hacen el mundo, ellos sí abren al ente.
La «esencia humana» consiste en la lingüisticidad, y ésta a su vez es lo que conecta al ser humano con el ser: la que distingue el «modo de “ser” humano». Estamos, pues, hechos de lenguaje discursivo: por ejemplo, el lenguaje del filósofo. Eso nos distingue. Al mismo tiempo, esta comunicación con el ser convierte al poseedor del lenguaje en un «guardián» o «cuidador» del ser: «A esto apunta Sein und Zeit cuando es experimentada la existencia ec-stática como “cuidado”». [Ibíd., p.