afirma que tomar en serio un juego implica dejarlo ser, y quien no hace esto lo estropea.[48] Eso significa que el juego es autónomo con respecto al jugador. El juego se juega del mismo modo que en la naturaleza lo que sucede se da, sin ninguna finalidad, intención ni esfuerzo. De manera que «todo jugar es un ser jugado [...] el juego domina al jugador».[Ibíd., pp. 101-102]
En una vena que lo remite tanto al relativismo lingüístico de Humboldt como al idealismo lingüístico de Heidegger, Gadamer hace afirmaciones contundentes que amalgaman ambas vertientes del logocentrismo. Por ejemplo, dice que en una conversación los interlocutores no son quienes conducen el diálogo, sino que éste los conduce a ellos. ¿Por qué? Fundamentalmente, porque «la experiencia del sentido [...] es lingüística», debido a que «el lenguaje es el medio [Medium] en el cual se realiza la comprensión de los interlocutores y su acuerdo sobre las cosas de que hablan». [Ibíd., p. 360. Cursivas de F.Z.][49] Por ello, continúa Gadamer, cuando se aprende una lengua extranjera no se traduce a ella los pensamientos de uno, sino que se aprende a pensar en esa lengua. Traducir, por tanto, no es meramente trasladar palabras de un idioma a otro, sino interpretarlas. De lo cual deriva esta conclusión: la palabra no es un soporte sonoro de la interpretación, sino «el medio (Medium) universal en el que se consuma la comprensión». [Ibíd., p. 366] Y no puede dejar de insistir en una idea central dentro de su pensamiento: en y por el lenguaje se concreta la conciencia del efecto histórico y se manifiesta la tradición. [Ibíd., p. 367] Es decir, gracias a que somos seres vivos dotados de lenguaje discursivo podemos entender cómo la historia ejerce siempre un efecto sobre nosotros, y somos sensibles a las tradiciones de las que provenimos y que siguen vivas en nosotros. En referencia a Isócrates y a Aristóteles, Gadamer subraya cómo el logos otorga a su poseedor exclusivo (el humano) un sentido del futuro, y agrega que también le da un sentido del pasado, en dos de sus dimensiones más profundas: la historia y la tradición. De cualquier modo, el logos parece ejecutar una especie de “liberación” con respecto al presente, y esta liberación es vista como uno de los más confiables signos de acceso a la humanidad o de abandono de la animalidad.
La tradición lingüística, dice Gadamer, se distingue de los monumentos de las artes visuales en que no tiene la misma inmediatez que éstos. Pero ese carácter mediato de la palabra proveniente de la tradición (que se plasma como escritura), en vez de ser un defecto es justamente su mayor virtud: es lo que la convierte en historia: «Por ello nuestro conocimiento de una cultura se mantiene inseguro y fragmentario cuando no tenemos de ella ninguna tradición lingüística, sino sólo monumentos mudos, y no consi-deramos como historia tales informaciones del pasado». [Ibíd., p. 368]
Lo que no pasa por la verbalización no se acepta, pues, como un testimonio válido de la historia. Pero, me pregunto yo, ¿acaso las piedras no hablan a su manera? Un creador escultórico, un artesano o un simple contemplador de las obras de éstos saben que pueden manifestar algo, pero no desde el logos discursivo. Mas el logocentrismo gadameriano impide reconocer esto.
Por último, debo referirme a una cuestión no resuelta satisfactoriamente por Gadamer, y que él mismo plantea así: «¿Cómo es posible comprender una tradición extraña, si estamos relegados al lenguaje que hablamos?» Ésta es una de las consecuencias del relativismo (aun del moderado). Si cada lengua implica una visión del mundo (Weltansicht) única, entonces pasar de una lengua a otra implica traducir una visión del mundo a otra o interpretarla desde otra visión del mundo, que puede ser completamente distinta. Cada lengua sería como una cárcel en la que algunos viven encerrados, condenados a cadena perpetua. La solución de Gadamer me parece francamente idealista, o idealizante: después de decir que, aunque el lenguaje parece incapaz de expresar lo que sentimos, así como de poner en palabras lo que significan las obras de arte, afirma que «ello no cambia en nada la preeminencia fundamental del lenguaje. Su universalidad va al mismo paso que la universalidad de la razón». [Ibíd., pp. 368-369] Y concluye que «la experiencia hermenéutica es el correctivo a través del cual la razón pensante supera el encierro lingüístico, y ella misma se realiza lingüísticamente». [Ibíd., p. 380] Sin embargo, es muy difícil entender cómo la superación del encierro lingüístico se realiza por medios lingüísticos.
Esta respuesta es complementada por el propio Gadamer más adelante. Nuestro ser-en-el-mundo, dice de modo heideggeriano, tiene un carácter originariamente lingüístico. Por ello, tener un mundo y tener un lenguaje son lo mismo. Basándose en que «todas las formas de comunidad humana son formas de comunidad lingüística», llega al resultado de que la lengua en que nos desenvolvemos no es una barrera infranqueable, sino que lleva en sí la posibilidad de ampliarse a otras concepciones del mundo: «En un sentido semejante al de la percepción, se puede hablar de un “perfil lingüístico”, que experimenta el mundo dentro de un conjunto de distintos mundos lingüísticamente constituidos. […] Entre los perfiles de las distintas visiones del mundo, cada uno encierra potencialmente en sí a todos los demás». [Ibíd., p. 424]
Aquí está la clave de la liberación de esa “cárcel”: en la posibilidad o potencialidad de esa universalidad hermenéutica, en el hecho de que cada lengua (esto es, cada concepción del mundo) contiene «potencialmente» a todas las demás. ¿Pero en qué radica dicha potencialidad? Radica en que todas las concepciones del mundo se desarrollan dentro del mismo mundo lingüísticamente constituido, un mundo que es uno: «En el lenguaje se representa al mundo. La experiencia lingüística del mundo es “absoluta”. Ésta supera todo relativismo en la disposición de lo que es, porque abarca todas las visiones de lo que es. [...] La relación básica entre el lenguaje y el mundo no significa, pues, que el mundo sea el objeto del lenguaje». [Ibíd., p. 426] Y más adelante: «No podemos apreciar el mundo lingüísticamente constituido desde fuera. Pues no hay ningún sitio ajeno a la experiencia lingüística del mundo. [...] Tener un lenguaje significa tener un modo de ser completamente distinto a la dependencia del entorno del animal. [...] Quien tiene lenguaje, tiene un mundo». [Ibíd., p. 429]
Ni el Wittgenstein del Tractatus ni Heidegger escriben esto, sino un Gadamer que se plantea con radicalidad el problema de los límites del lenguaje como si fueran los límites del mundo. Relativismo, idealismo lingüístico, incluso racionalismo o trascendentalismo lingüístico... ¿cuál es primero? Ninguno: todos se encuentran en la entronización del lenguaje, todos provienen de ahí.
En Gadamer parece que estas cuatro facetas del logocentrismo coexisten. Sin embar-go, también él abrirá —aunque con mucha más reserva que el Heidegger II y con mucha menos radicalidad que el Wittgenstein I— una puerta hacia la superación del logocentrismo cuando, queriendo dar un paso más adelante en la solución al problema de la lengua como cárcel, recurra a Platón y a San Agustín.[50]
[6] Alfonso Reyes, La antigua retórica, 1941, Primera Lección, § 16.
[7] Martin Heidegger, Carta sobre el humanismo, 1948, p. 103.
[8] Isócrates, siglos V-IV a.C., «A Nicocles».
[9] Wilbur M. Urban, Lenguaje y realidad, 1939, p. 61.
[10] Adam Schaff, Ensayos sobre filosofía del lenguaje, 1968, pp. 61-79.
[11] Walter Porzig, El mundo maravilloso del lenguaje, 1957, pp. 88-89.
[12] Edward Sapir, El lenguaje, 1921, pp. 7-9.
[13] Ernst Fischer, La necesidad del arte, 1976, p. 15.
[14] W. Porzig, op. cit, p. 167; A. G. Spirkin, «Origen del lenguaje y su papel en la formación del pensamiento», en Gorski, D. P., Pensamiento y lenguaje, 1961, pp. 27-41.