vueltas en este libro es la de evasión. Cuando empecé a pensar en la relación entre evasión y espacios al aire libre, me acordé de todas las veces que me había escapado a jardines urbanos y parques públicos, pero me di cuenta de que no había cuidado ninguno privado, ni había colaborado en un huerto comunitario, ni en una granja urbana. Algunos hemos pasado mucho tiempo en jardines públicos por necesidad, o sea, porque había que matar el tiempo en algún sitio o porque buscábamos tranquilidad, a veces paseando en compañía, pero más frecuentemente vagando a solas. Desde luego, teníamos a nuestro alcance otros espacios a donde huir (billares, iglesias, bares, polideportivos, unas pocas bibliotecas), pero acabábamos en zonas verdes. Por algo sería. Quizá nos sentíamos más libres, alegres y cómodos: los árboles daban sombra, los gorriones alborotaban y se nos metía en las botas la tierra de jardín, que no es tierra de verdad, pero que era nuestra tierra. Sin embargo, íbamos hasta allí no porque amáramos particularmente la naturaleza. En realidad, lo poco que sabíamos de ella nos atemorizaba porque la habíamos descubierto en el cine (el otro lugar que más frecuentábamos, además de las zonas verdes) y allí, en aquella sala oscura, se nos presentaba en colores espectaculares y bajo formas amenazantes. Otros habían descubierto la naturaleza en novelas de aventuras, nosotros en las películas de Tarzán y King Kong, y en las de exploradores de junglas espesas y peligrosas. Vimos demasiado cine antes de ver suficiente realidad, ese era el problema, así que cuando contemplábamos un río con rápidos nos acordábamos rápidamente de una película (lo mismo valdría para desiertos y cumbres nevadas). Comparábamos la naturaleza con los decorados que se habían quedado grabados en la memoria, algunos en blanco y negro, otros en tecnicolor, de manera que cuando uno visitaba el campo pensaba que debía ir uniformado de expedicionario o de cazador. Cuando uno llegaba al mar se sentía imbécil en bañador, porque lo suyo habría sido ir disfrazado de buceador. El disfraz más barato que existía –por cierto– era el de náufrago. Jugar a estar perdido en el desierto también era barato, bastaba una cantimplora vacía y una duna retirada de una playa, o algún arenal de una rivera o un lago seco. Asociábamos la naturaleza con la guerra. Jugábamos a la guerra en patios y parques, pero cuando íbamos al campo nos sentíamos en un gran campo de batalla.2
Supongo que jugar a la guerra en campo abierto nos permitía un simulacro de inmersión en plena naturaleza. Podíamos mezclarnos más con la tierra, el aire, el agua, desaparecer en la maleza, arrastrarnos por el barro, sentir calor y frío, observar el paso de nubes, percibir cómo caía la noche, contemplar el inmenso cielo estrellado.3 Pero la naturaleza no era como nos habían hecho creer las películas. Caerse a un arroyo era espantoso, pero salir era todavía peor, sobre todo si los demás se reían de uno. La ropa no se secaba rápido. Defecar al aire libre era algo que no estaba en el guion. ¿Cuándo lo hacían los exploradores de las películas? Porque los de verdad lo tienen que hacer, eso está claro. En el campo donde jugábamos a las expediciones también solía aparecer ganado bovino, ¿eran las vacas que nos miraban tan fijamente parte de la naturaleza? ¿Qué pensarían de nosotros los ganaderos y pastores cuando nos veían jugando a cazadores de un safari? Los niños que pasaban el verano en campamentos eran otra cosa, y los que militaban en los Scouts también. Esos sí que sabían lo que era la naturaleza, ellos eran niños de verdad, ellos vivían en esta tierra, pero nosotros no, nosotros éramos niños de cine (pasábamos más tiempo dentro de una sala de proyección que en una tienda de campaña). De algún modo solo lográbamos sentirnos en la naturaleza imitando a un personaje que luchara en ella, o con ella. La verdadera forma de acabar fusionándose con ella no era muy romántica, sino catastrófica y siniestra: ser tragados por ella. La naturaleza era eso: terribles tormentas que provocaban naufragios, desastres, precipicios y cataratas que te arrastraban, arenas movedizas que te tragaban. Probablemente el cine de cataclismos, maremotos, inundaciones y terremotos marcara nuestra imagen de la naturaleza. El cine de catástrofes, y especialmente el japonés, nos parecía de lo más natural y fue simpático que cuarenta años después en Japón unos colegas dedicados a la literatura y al psicoanálisis nos felicitaran por nuestro conocimiento del cine japonés (no de Kurosawa, sino del cine popular de catástrofes).4
Hablo más de cine, pero “la naturaleza es en primer lugar literatura”, como dijo Bernard Charbonneau en el El jardín de Babilonia [1969]. En Europa la inventan Rousseau y Goethe, pero en el mundo anglosajón lo hace Defoe. Para los románticos franceses –añade– la naturaleza es como un telón de fondo, un decorado (como las cataratas de Niágara en René, de Chateaubriand), pero en el mundo anglosajón “el sentimiento de la naturaleza es más natural. Los personajes ya no meditan a la orilla de los lagos, sino que se sumergen en ellos; escalan las cimas que servían de decoración para la ensoñación romántica; y se embarcan y parten a ese océano cuya ola venía a romper a los pies de René. Y no como pasajero, sino como simple marinero. El discurso se vuelve acción; la descripción, técnica” (Charbonneau, 2016: 200). Menciona entonces, claro, a escritores cuyas novelas han inspirado tantas películas, a Melville, Kipling, London, Conrad, y que no versan “sobre la naturaleza en sí misma”, sino sobre “el hombre en lucha con ella”, sobre individuos solitarios “que se enfrentan a las fuerzas primigenias del mundo”. No es una literatura exótica, sino una literatura del combate, probablemente porque surge en sociedades protestantes donde “la industria era más opresiva, y el individuo, cuando conseguía resistirse, más exigente”, y donde “el trato con la Biblia había agudizado la percepción de la tensión que enfrenta y une al hombre con lo creado” (p. 201).5
Luego aprendimos más biología y geología, y más geografía. La literatura y el cine no lo eran todo. Así que quizá podíamos sentirnos cerca de la naturaleza de otra forma. No hacía falta hacer grandes viajes, ni convertirnos en aguerridos pioneros. Bastaba con observar todo de otra forma. La naturaleza también estaba al final de la línea del cercanías, o al alcance de un paseo urbano por terrenos baldíos. ¿Acaso las cucarachas y las ratas que vivían en las ciudades no eran naturaleza? También los pájaros, claro, y los insectos. ¿Pero no eran también parte de la naturaleza las esporas que producían alergias terribles? ¿Y la lluvia torrencial que atascaba alcantarillas y túneles y creaba grandes atascos de tráfico? ¿Y la nieve que aún por entonces podía cubrir toda la ciudad? ¿O el hielo? Los parques y jardines no nos parecían grandes escenarios naturales pero resultaban accesibles: estaban más cerca que las montañas, los desiertos, los grandes ríos o las costas y podrían valernos como sucedáneo de la naturaleza.
Pero volvamos a la idea de evasión, que –no hay que recordarlo– es ciertamente evasiva, porque puede significar muy distintas cosas: huir, escapar, esquivar, eludir, soñar, fantasear, olvidar; que pueden resultar positivas o negativas dependiendo de sus causas y sus fines. Cuando empecé a hablar de la evasión a mis colegas, me hablaban de religión y me recordaban que la fuga mundi es en el fondo una entrega más verdadera a este mundo. Yo no comprendía nada de lo que me decían, o lo comprendía pero me hacía el tonto porque no me interesaba asociar a los fugitivos con eso, con santos, monjes, eremitas o ermitaños. No me interesaba la relación entre fuga y verdad, ni la huida como búsqueda de autenticidad. Tenía en la cabeza escapadas más desesperadas, a fugitivos locos, a derrotados, vagabundos pirados, viajeros huidizos, malogrados errantes, solitarios esquivos. También me acordaba de hippies delirantes que buscaban la autenticidad en la naturaleza, y de algunos que se dieron cuenta de su error demasiado tarde.
Como no me impresionaban los relatos solemnes de los filósofos y los teólogos, y la geografía, la sociología y la psicología cada vez me divertían más, se me ocurrió investigar por qué la gente prefiere escapar no a la naturaleza salvaje (sea eso lo que sea y suponiendo que exista), sino a una pseudonaturaleza; no a espacios naturales por naturaleza, sino a sus “derivados”, a espacios naturales elaborados. Empecé a pensar en la lógica que lleva a diseñarlos y en las costumbres que empuja a visitarlos, y de repente me vi estudiando la obra del geógrafo Yi-Fu Tuan, sobre todo su libro Escapismo. Formas de evasión en el mundo actual (2003), que me resultaba muy discutible, pero por eso mismo mucho más útil que otros. Para empezar, Tuan me ayudó a entender mejor el apego y el desapego, el deseo de quedarse en casa y el deseo de salir de ella y, sobre todo, dos trastornos: la nostalgia y el desarraigo.
Simplifico al calificarlos de trastornos, pero me interesan más como parte de la psicopatología que de la poesía. Aclararé que no estoy en contra de la gente