Ramón del Castillo

El jardín de los delirios


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vueltas en este libro es la de evasión. Cuando empecé a pensar en la relación entre evasión y espacios al aire libre, me acordé de todas las veces que me había escapado a jardines urbanos y parques públicos, pero me di cuenta de que no había cuidado ninguno privado, ni había colaborado en un huerto comunitario, ni en una granja urbana. Algunos hemos pasado mucho tiempo en jardines públicos por necesidad, o sea, porque había que matar el tiempo en algún sitio o porque buscábamos tranquilidad, a veces paseando en compañía, pero más frecuentemente vagando a solas. Desde luego, teníamos a nuestro alcance otros espacios a donde huir (billares, iglesias, bares, polideportivos, unas pocas bibliotecas), pero acabábamos en zonas verdes. Por algo sería. Quizá nos sentíamos más libres, alegres y cómodos: los árboles daban sombra, los gorriones alborotaban y se nos metía en las botas la tierra de jardín, que no es tierra de verdad, pero que era nuestra tierra. Sin embargo, íbamos hasta allí no porque amáramos particularmente la naturaleza. En realidad, lo poco que sabíamos de ella nos atemorizaba porque la habíamos descubierto en el cine (el otro lugar que más frecuentábamos, además de las zonas verdes) y allí, en aquella sala oscura, se nos presentaba en colores espectaculares y bajo formas amenazantes. Otros habían descubierto la naturaleza en novelas de aventuras, nosotros en las películas de Tarzán y King Kong, y en las de exploradores de junglas espesas y peligrosas. Vimos demasiado cine antes de ver suficiente realidad, ese era el problema, así que cuando contemplábamos un río con rápidos nos acordábamos rápidamente de una película (lo mismo valdría para desiertos y cumbres nevadas). Comparábamos la naturaleza con los decorados que se habían quedado grabados en la memoria, algunos en blanco y negro, otros en tecnicolor, de manera que cuando uno visitaba el campo pensaba que debía ir uniformado de expedicionario o de cazador. Cuando uno llegaba al mar se sentía imbécil en bañador, porque lo suyo habría sido ir disfrazado de buceador. El disfraz más barato que existía –por cierto– era el de náufrago. Jugar a estar perdido en el desierto también era barato, bastaba una cantimplora vacía y una duna retirada de una playa, o algún arenal de una rivera o un lago seco. Asociábamos la naturaleza con la guerra. Jugábamos a la guerra en patios y parques, pero cuando íbamos al campo nos sentíamos en un gran campo de batalla.2

      Luego aprendimos más biología y geología, y más geografía. La literatura y el cine no lo eran todo. Así que quizá podíamos sentirnos cerca de la naturaleza de otra forma. No hacía falta hacer grandes viajes, ni convertirnos en aguerridos pioneros. Bastaba con observar todo de otra forma. La naturaleza también estaba al final de la línea del cercanías, o al alcance de un paseo urbano por terrenos baldíos. ¿Acaso las cucarachas y las ratas que vivían en las ciudades no eran naturaleza? También los pájaros, claro, y los insectos. ¿Pero no eran también parte de la naturaleza las esporas que producían alergias terribles? ¿Y la lluvia torrencial que atascaba alcantarillas y túneles y creaba grandes atascos de tráfico? ¿Y la nieve que aún por entonces podía cubrir toda la ciudad? ¿O el hielo? Los parques y jardines no nos parecían grandes escenarios naturales pero resultaban accesibles: estaban más cerca que las montañas, los desiertos, los grandes ríos o las costas y podrían valernos como sucedáneo de la naturaleza.

      Pero volvamos a la idea de evasión, que –no hay que recordarlo– es ciertamente evasiva, porque puede significar muy distintas cosas: huir, escapar, esquivar, eludir, soñar, fantasear, olvidar; que pueden resultar positivas o negativas dependiendo de sus causas y sus fines. Cuando empecé a hablar de la evasión a mis colegas, me hablaban de religión y me recordaban que la fuga mundi es en el fondo una entrega más verdadera a este mundo. Yo no comprendía nada de lo que me decían, o lo comprendía pero me hacía el tonto porque no me interesaba asociar a los fugitivos con eso, con santos, monjes, eremitas o ermitaños. No me interesaba la relación entre fuga y verdad, ni la huida como búsqueda de autenticidad. Tenía en la cabeza escapadas más desesperadas, a fugitivos locos, a derrotados, vagabundos pirados, viajeros huidi­zos, malogrados errantes, solitarios esquivos. También me acordaba de hippies delirantes que buscaban la autenticidad en la naturaleza, y de algunos que se dieron cuenta de su error demasiado tarde.

      Como no me impresionaban los relatos solemnes de los filósofos y los teólogos, y la geografía, la sociología y la psicología cada vez me divertían más, se me ocurrió investigar por qué la gente prefiere escapar no a la naturaleza salvaje (sea eso lo que sea y suponiendo que exista), sino a una pseudonaturaleza; no a espacios naturales por naturaleza, sino a sus “derivados”, a espacios naturales elaborados. Empecé a pensar en la lógica que lleva a diseñarlos y en las costumbres que empuja a visitarlos, y de repente me vi estudiando la obra del geógrafo Yi-Fu Tuan, sobre todo su libro Escapismo. Formas de evasión en el mundo actual (2003), que me resultaba muy discutible, pero por eso mismo mucho más útil que otros. Para empezar, Tuan me ayudó a entender mejor el apego y el desapego, el deseo de quedarse en casa y el deseo de salir de ella y, sobre todo, dos trastornos: la nostalgia y el desarraigo.

      Simplifico al calificarlos de trastornos, pero me interesan más como parte de la psicopatología que de la poesía. Aclararé que no estoy en contra de la gente