La salud personal empezaba a ponerse tan de moda como la salud del planeta; la conciencia ecológica se manifestaba tanto como un código de prácticas saludables como en forma de un nuevo pacto de no agresión con la Tierra (a la que había que purificar tanto como el propio sistema digestivo).
El problema principal de esta forma de vivir el amor a la naturaleza es que generaba ansiedad y, lo que es peor, codicia. Brooks lo sugiere, pero podría haber ido más lejos: el acopio de experiencias espirituales extremas en la naturaleza o de vivencias especiales al aire libre “puede llegar a parecerse a la acumulación del dinero… cuanto más tienes, más quieres”. El propio deseo de los bobos de obtener nuevas y más variadas experiencias los convirtió en los mayores consumidores, solo que irónicamente lo hicieron en nombre de valores no consumistas, en aras de un mundo más espiritual e inmaterial. Como decía Brooks parafraseando a Marx, los primeros burgueses convirtieron todo lo sagrado en profano, pero las nuevas clases pudientes de los noventa tornaron sagrado todo lo profano. “Es como si tuvieran el poder del rey Midas, pero al revés: todo lo que tocaban se convertía en algo espiritual” (p. 113).14 Lo cual no quita –añadamos– que mucha gente se hiciera de oro gracias a ese mismo mercado espiritual. Fue precisamente esa mezcla de espiritualismo lo que según Brooks empujó hacia las reservas naturales no solo a grandes magnates, estrellas del cine y de la canción o celebridades de los deportes, sino también a brókeres, abogados, agentes de propiedad inmobiliaria o médicos, y más tarde a miembros de profesiones libres, escritores, editores, intelectuales, gestores culturales, cargos administrativos, etcétera. Como tantas otras veces, los ricos llegaron primero, pero finalmente hubo sitio para todos, incluyendo a la clase media alta.
Brooks analizó el caso de Montana, cuyo parque nacional llegaron a visitar dos millones de personas cada verano, pero habría muchos otros casos.15 Él mismo intentó recuperar esos vínculos con la Tierra, y describió su experiencia en el río Big Blackfoot con la ironía típica de los periodistas de ciudad…
Estoy sentado sobre una roca […]. El sol arranca destellos de agua y la vegetación de la ribera se halla en pleno esplendor otoñal. El aire es fresco, el silencio, absoluto, y mis únicos compañeros son el halcón que planea sobre mi cabeza y la trucha que nada en las aguas del río […]. Estoy aquí sentado a la espera de uno de esos momentos perfectos cuando el tiempo se detiene y uno alcanza una comunión mística. Pero no sucede nada. Llevo treinta minutos sentado en este entorno maravilloso y no he experimentado ni una sola elevación de conciencia. Los ritmos intemporales de la creación se suceden a mi alrededor. El aire fresco y limpio me susurra al oído. Las ramas de los árboles oscilan. Los patos pasan volando en silencio […]. Nada de nada […]. Tal vez la estación esté demasiado avanzada para alcanzar la trascendencia (p. 231).16
En medio de semejante situación, tan decepcionante, Brooks se acuerda de grandes naturalistas y conservacionistas, como John Muir y Aldo Leopold, cuyos grados de comunión con la naturaleza parecían quedar fuera de su alcance.17 Quizá el problema es que en octubre –se dijo con sorna– ya no se podía alcanzar el éxtasis porque los turistas lo habían gastado en los meses de verano. Pasadas ciertas fechas, el estado de Montana se queda “espiritualmente exprimido”. Pero quizá el problema no es solo ese. Brooks admite que no logra sentir nada especial, pero lo que no acaba de entender realmente es por qué dicen que la naturaleza inspira tranquilidad, cuando la sensación dominante durante su jornada al aire libre es la contraria:
Las únicas cosas que se funden en una sola son mis dedos a causa del frío. Las temperaturas bajas siempre parecen fuentes de inspiración y comunión con lo fundamental en los libros de aventuras, pero a mí el viento frío solo me produce dolor en las extremidades, y en lugar de alentar en mí sentimientos profundos, la soledad me espeluzna. Los escritores que describen la naturaleza adoran esos instantes en que toda la creación se reduce a los elementos: yo, el agua, la trucha. Pero con toda probabilidad no hay ni un alma en quince kilómetros a la redonda. Cuando pienso en las desgracias que podrían sobrevenir a una persona en tan desolado paraje (piernas rotas, una avería con el coche, una crisis anafiláctica), me doy cuenta de que buscar la paz interior en lugares próximos a una cabina telefónica y a un equipo de rescate tiene sus ventajas. Cada crujido se me antoja la primera señal de ataque de un oso pardo. Miro el reloj y me digo que más me vale empezar a experimentar cuanto antes la comunión serena con la creación de Dios, porque tengo mesa reservada a las seis en un restaurante (p. 232).
Quizá Brooks sea un neurótico, como mucha otra gente incapaz de sentirse tranquila en el campo. Quizá las probabilidades de morir en un accidente de tráfico de camino al campo eran mucho más altas que las de acabar devorado por un oso. Y probablemente la tasa de accidentes domésticos y laborales mortales en su zona de residencia era también mucho más alta que la de fracturas al aire libre al oeste de Montana.
Conocí a individuos parecidos a Brooks, muchos de ellos en Nueva York, y algunos resultaban francamente insoportables en el campo. No porque fueran unos obsesivos de los accidentes, sino porque durante las caminatas no paraban de discutir sobre lo que pasaba en la ciudad. Sí, hablaban y hablaban como si siguieran en una cafetería de moda del Lower East Side y claro, solían acabar tropezando y haciéndose daño, momento que aprovechaban para quejarse de todo (de sus quemaduras solares o de sus picaduras de insectos). En algunas ocasiones deseábamos, en efecto, que algún oso gigante se comiera al bobo en cuestión.
Otros conocidos, en cambio, guardaban demasiado silencio cuando se viajaba con ellos, y te sentías mal si no conseguías relajarte y quitarte de la cabeza cualquier idea que no tuviera que ver solo con la madre naturaleza, así que tratabas de dar signos de que estabas conectado al cosmos cuando el grupo se paraba delante de una cascada que salpicaba agua, al borde de un risco donde soplaba un viento o bajo altos árboles entre cuyas ramas se filtraban haces de luz. En aquellos grupos, no fusionarte con los elementos era un síntoma de alguna enfermedad o de algún trastorno. Se suponía que en aquel entorno había que exteriorizar sentimientos, lo cual no estaba mal en teoría, el problema es que solo podían ser positivos y edificantes. A finales de los noventa, sin embargo, cuando paseaba con estos naturalistas yo no me quitaba de la cabeza lo que sabía de Among Grizzlies: Living with Wild Bears in Alaska, el libro de Timothy Treadwell, el desequilibrado que pretendió vivir con los grizzlies de Alaska como si fueran sus mascotas. Años después, cuando hizo el documental sobre Treadwell, el sabio de Werner Herzog dijo que en la cara de aquellos osos él no veía ninguna afinidad, sino solo la sobrecogedora indiferencia de la naturaleza (o como mucho, cierto interés por comer). En 2003, como se sabe, Treadwell y su novia acabaron devorados por los osos. Durante un paseo años después (quizá ya en la era hípster, hacia 2006, más que en la boba), un excursionista me dijo que Treadwell “estaba mal de la cabeza”. “Quizá –contesté–, la verdad es que no se puede confundir un oso con un peluche porque la naturaleza no es cariñosa, ni lo contrario, simplemente es”. Creo que el principio de mi frase no le molestó, pero el final sí, porque me miró brevemente, de arriba abajo, callado, con desconfianza. A él no se le ocurriría abrazarse a un oso (no estaba tan loco, claro), pero probablemente tenía una visión de la naturaleza más evocadora. Sabía que era un progresista en el terreno político, pero me quedó más claro que era un moralista y que estaba firmemente convencido de que la relación entre el hombre y la naturaleza podía alcanzar un mayor grado de perfección. Creía en algún tipo de armonía cósmica que los seres humanos podían ser capaces de restituir.
Podemos imaginar fácilmente una continuación de la sociología cómica de los bobos al aire libre. Supongo que tendría como objeto a sus sucesores, los dichosos hípsters, y por eso no puedo dejar de comentar algunos datos que Mark Greif (2018) saca a relucir en “¿Qué era el hípster?” [2010]. Greif divide la historia del hípster en dos periodos, uno iría de 1999 a 2003, y otro desde 2004 hasta 2010. Lo llamativo no es la primera época (marcada por las diferencias con los indies bohemios, las revistas de moda como Vice, las novelas de Dave Eggers), sino la segunda, la fase del “hípster verde” o “hípster primitivo” –como lo llama Greif–, el hípster que justamente en el momento de mayor tensión política y violencia, se vuelca en “el frágil mundo de las criaturas con pelo”, también en los árboles, los parques naturales, los nativos americanos; el hípster que mezcla sonidos y símbolos de la inocencia bucólica