Ramón del Castillo

El jardín de los delirios


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La salud personal empezaba a ponerse tan de moda como la salud del planeta; la conciencia ecológica se manifestaba tanto como un código de prácticas saludables como en forma de un nuevo pacto de no agresión con la Tierra (a la que había que purificar tanto como el propio sistema digestivo).

      Las únicas cosas que se funden en una sola son mis dedos a causa del frío. Las temperaturas bajas siempre parecen fuentes de inspiración y comunión con lo fundamental en los libros de aventuras, pero a mí el viento frío solo me produce dolor en las extremidades, y en lugar de alentar en mí sentimientos profundos, la soledad me espeluzna. Los escritores que describen la naturaleza adoran esos instantes en que toda la creación se reduce a los elementos: yo, el agua, la trucha. Pero con toda probabilidad no hay ni un alma en quince kilómetros a la redonda. Cuando pienso en las desgracias que podrían sobrevenir a una persona en tan desolado paraje (piernas rotas, una avería con el coche, una crisis anafiláctica), me doy cuenta de que buscar la paz interior en lugares próximos a una cabina telefónica y a un equipo de rescate tiene sus ventajas. Cada crujido se me antoja la primera señal de ataque de un oso pardo. Miro el reloj y me digo que más me vale empezar a experimentar cuanto antes la comunión serena con la creación de Dios, porque tengo mesa reservada a las seis en un restaurante (p. 232).

      Quizá Brooks sea un neurótico, como mucha otra gente incapaz de sentirse tranquila en el campo. Quizá las probabilidades de morir en un accidente de tráfico de camino al campo eran mucho más altas que las de acabar devorado por un oso. Y probablemente la tasa de accidentes domésticos y laborales mortales en su zona de residencia era también mucho más alta que la de fracturas al aire libre al oeste de Montana.

      Conocí a individuos parecidos a Brooks, muchos de ellos en Nueva York, y algunos resultaban francamente insoportables en el campo. No porque fueran unos obsesivos de los accidentes, sino porque durante las caminatas no paraban de discutir sobre lo que pasaba en la ciudad. Sí, hablaban y hablaban como si siguieran en una cafetería de moda del Lower East Side y claro, solían acabar tropezando y haciéndose daño, momento que aprovechaban para quejarse de todo (de sus quemaduras solares o de sus picaduras de insectos). En algunas ocasiones deseábamos, en efecto, que algún oso gigante se comiera al bobo en cuestión.

      Otros conocidos, en cambio, guardaban demasiado silencio cuando se viajaba con ellos, y te sentías mal si no conseguías relajarte y quitarte de la cabeza cualquier idea que no tuviera que ver solo con la madre naturaleza, así que tratabas de dar signos de que estabas conectado al cosmos cuando el grupo se paraba delante de una cascada que salpicaba agua, al borde de un risco donde soplaba un viento o bajo altos árboles entre cuyas ramas se filtraban haces de luz. En aquellos grupos, no fusionarte con los elementos era un síntoma de alguna enfermedad o de algún trastorno. Se suponía que en aquel entorno había que exteriorizar sentimientos, lo cual no estaba mal en teoría, el problema es que solo podían ser positivos y edificantes. A finales de los noventa, sin embargo, cuando paseaba con estos naturalistas yo no me quitaba de la cabeza lo que sabía de Among Grizzlies: Living with Wild Bears in Alaska, el libro de Timothy Treadwell, el desequilibrado que pretendió vivir con los grizzlies de Alaska como si fueran sus mascotas. Años después, cuando hizo el documental sobre Treadwell, el sabio de Werner Herzog dijo que en la cara de aquellos osos él no veía ninguna afinidad, sino solo la sobrecogedora indiferencia de la naturaleza (o como mucho, cierto interés por comer). En 2003, como se sabe, Treadwell y su novia acabaron devorados por los osos. Durante un paseo años después (quizá ya en la era hípster, hacia 2006, más que en la boba), un excursionista me dijo que Treadwell “estaba mal de la cabeza”. “Quizá –contesté–, la verdad es que no se puede confundir un oso con un peluche porque la naturaleza no es cariñosa, ni lo contrario, simplemente es”. Creo que el principio de mi frase no le molestó, pero el final sí, porque me miró brevemente, de arriba abajo, callado, con desconfianza. A él no se le ocurriría abrazarse a un oso (no estaba tan loco, claro), pero probablemente tenía una visión de la naturaleza más evocadora. Sabía que era un progresista en el terreno político, pero me quedó más claro que era un moralista y que estaba firmemente convencido de que la relación entre el hombre y la naturaleza podía alcanzar un mayor grado de perfección. Creía en algún tipo de armonía cósmica que los seres humanos podían ser capaces de restituir.