(2001), el sentimiento de unión con la naturaleza, tal como muchos lo siguen describiendo, surgió en la época romántica, o sea, en un momento histórico, pero se ha ido transformando hasta convertirse en una especie de sentimiento natural (p. 133). Solnit empieza citando Walking de Thoreau, el pasaje donde afirma que cuando caminamos de manera natural nos dirigimos a bosques y campos (pobres de nosotros si no lo hiciéramos –añade– si solo camináramos por jardines y paseos) y continúa:
Para Thoreau, el deseo de caminar en un pasaje que no ha sufrido alteración alguna por parte del ser humano parecía ser algo natural […]. Aunque mucha gente hoy va a los campos y bosques para caminar, el deseo de hacerlo se debe en gran parte a los tres siglos de cultivo de ciertas creencias, gustos y valores. Anteriormente, los privilegiados en busca de placer y experiencias estéticas caminaban solamente por jardines o paseos. El gusto por la naturaleza ya arraigado en la época de Thoreau y magnificado en nuestros tiempos tiene una historia peculiar, una que ha hecho a la misma naturaleza algo cultural (ibíd.).12
Entrar en contacto con la naturaleza es algo que se aprende. Muchas personas –es cierto– se pueden conmover con ella, aunque no hayan leído muchos libros de viajes o poemas, aunque no hayan contemplado pinturas y fotografías de paisajes, pero eso no significa que hayan estado al margen de procesos de socialización o que no hayan aprendido a sentir lo que sienten y a reconocer sus propias emociones. Sentirse en la naturaleza es una experiencia social, no en el sentido de que tenga que ser colectiva (uno puede experimentarla a solas), sino en el sentido de que se ha aprendido de igual modo que se aprende todo las demás: imitando, observando, conviviendo con otras personas. El deseo de entrar en contacto de forma espontánea con una realidad al margen de la historia humana, una realidad intacta, pura, originaria, natural…, es él mismo un producto histórico y relativamente reciente.
Solnit tiene razón y además apunta otro asunto: volver a la naturaleza ha sido un privilegio de unos pocos, igual que antes lo fue pasear por un parterre, entre fuentes barrocas. Los jardines ingleses eran tan artificiales como Versalles, y en ellos se formó el gusto naturalista de la alta sociedad. Mucho tiempo después, el turismo de masas logró poner al alcance de todos los bolsillos aquella selecta experiencia de origen romántico. Por eso, hoy todos somos más románticos, solo que las clases bajas y medias disfrutan de una naturaleza low cost, mientras que las nuevas clases pudientes siguen asegurándose su éxtasis particular en parajes más naturales, los últimos paraísos terrenales. Que los ricos aterricen con helicóptero en una playa protegida para pasar el día no es nada: con suficiente dinero se puede edificar una mansión dentro de una reserva natural. Lo habitual hoy es comprarse la playa, o la isla, aunque hay quienes pueden fabricar la isla de la nada, vertiendo toneladas de arena donde solo hay agua.
No todos los que vuelven a la naturaleza han sido millonarios opulentos y horteras. Como recordó David Brooks hace ya casi veinte años en Bobos en el paraíso. Ni hippies ni yuppies: un retrato de la nueva clase triunfadora (2001),13 las nuevas clases pudientes de finales de los ochenta y los noventa no fueron tan desvergonzadas, e inventaron un tipo de distinción social que exigía otra forma de relacionarse con la naturaleza. Su visión del reino natural era inseparable de su corrección política y contribuyó al progresivo desarrollo del “capitalismo verde”. No eran tan bohemios como los hippies, pero tampoco tan fríos e implacables como sus antecesores, los yuppies. Eran menos cínicos que estos, mucho más moralistas, y ahí estuvo el problema.
Uno de los valores que reivindicaron fue la lentitud. Para disfrutar de la naturaleza todos deberíamos empezar a andar mucho más despacio y a disfrutar del camino. Los turistas visitan a toda prisa los parajes naturales, tan rápido como los monumentos históricos. De hecho, a estos efectos, no hay diferencia entre naturaleza y cultura: las dos son decorados. Pero eso no es viajar, creían los bobos. Ellos eran diferentes y por eso –dice Brooks– recorrían el valle del Loira en barcaza y miraban por encima del hombro a los grupos que pasaban por la orilla en coche; atravesaban Nueva Zelanda en bicicleta, desdeñando a quienes usaban un tren; cruzaban Costa Rica en balsa, sintiéndose superiores a quienes se subían a un avión. Si los turistas de visita en África solían visitar una reserva natural, ellos descubrían otra menos conocida, alternativa, a la que probablemente era mucho más difícil llegar, pero que siempre era más auténtica. Daba igual si había menos animales, porque lo que verdaderamente disfrutaban era saber que no estaban haciendo lo que la mayoría (p. 218).
Otro principio de estos grandes viajeros y naturalistas de los noventa es que se está más cerca de la naturaleza cuanto más sufrimiento se padece. Los bobos pusieron de moda las vacaciones extremas, las excursiones al límite en las que se hacen cosas que a nadie se le ocurriría hacer o que solo se hicieron por necesidad; por ejemplo, cruzar a pie una zona que el ejército de Alejandro Magno atravesó “porque su única alternativa era perecer” o abrirse paso en una selva infestada de bichos en la que ningún nativo se internaría para así “adquirir conciencia ambiental”. En la época de los hippies el naturalismo significa renuncia a la ambición y al hedonismo –dice Brooks– mientras en la época boba se le dio la vuelta al asunto: para experimentar el reino natural hay que aspirar a lo más alto y pasarlo mal…, “hemos pasado del hedonismo drogado de Woodstock al ascetismo del explorador ocasional de clase culta”. Los bobos
no se limitan a sentarse en el bosque, sino que se lanzan a subir montañas, vadear por la selva, escalar un peñasco helado o cruzar en bicicleta la divisoria continental. Si existe un modo fácil de escalar una montaña, ellos toman el camino más difícil. Si tienen la posibilidad de ir a algún sitio en un tren estupendo, van en bicicletas y por los peores caminos. Convierten la naturaleza en una carrera de obstáculos, en una serie de pruebas que superar. Van a la naturaleza para comportarse de un modo antinatural. En la naturaleza los animales huyen del frío y buscan el calor, cobijo. En cambio, los naturalistas bobos huyen de las comodidades y buscan el frío y las privaciones. Lo hacen para sentirse más vivos y porque su vida, vacaciones incluidas, es una serie de pruebas de aptitud (pp. 220-221).
Brooks comparó las pruebas a las que se sometían los bobos (por ejemplo, ascender a una cumbre hasta que casi les da un edema cerebral) con auténticas ordalías medievales, o sea, con rituales que confirmaran el grado de entrega con el que uno quiere conectar con la naturaleza. Pero el ascetismo no estaba divorciado de lo espectacular, al contrario: “quieren vivir una experiencia imax en persona” –dice Brooks con sorna. No se trataba solo de sufrir (para eso, como dice Brooks, podían dedicarse a colaborar en grandes y laboriosas obras públicas), sino de sufrir en aras del esplendor, de la belleza sin fin: “es necesario sobrellevar terribles sufrimientos […] a fin de experimentar la espiritualmente edificante magnificencia de la naturaleza en su estado más brutal. Hay que machacar el cuerpo para alcanzar la trascendencia medioambiental” (p. 222).
Pero había algo que quedaba más claro no cuando escalabas o hacías travesías con bobos, sino al intentar comprar el equipo adecuado para acompañarlos. Todo era confuso porque nadie hablaba de precios (aunque todo era muy caro), y parecía regirse por un invisible sistema de meritocracia. Brooks cuenta su experiencia en una tienda muy conocida de artículos de aventura de Seattle (pp. 223-229), pero podía pasar algo parecido en muchos otros lugares de Estados Unidos. En muchas de estas tiendas, la asombrosa variedad de productos que se ofertan puede hacerte sentir imbécil si vienes de Europa (o si eres un estadounidense atípico), una sensación similar a la que puedes tener en un supermercado de bricolaje, en una tienda de productos de jardinería o en una gran armería. Mi propia sensación después de pasar una larga tarde en una tienda dedicada a actividades al aire libre –Brooks no lo dice, porque es un bobo, pero lo digo yo– es que en Estados Unidos estar en contacto con la naturaleza requería un grado de militarización tan alto como de espiritualización. Desde luego, había bobos que se conformaban con el trekking o con formas menos técnicas de senderismo. En esos casos la cuestión no era sentirse vivo exponiéndose a peligros, sino renacer por depuración. Los bobos intrépidos se convertían durante el fin de semana en aventureros, mientras que estos otros más meditativos empezaban a imitar a monjes, sobre todo budistas, solo que vestían camisas de franela a cuadros y chubasqueros con Goretex, y no túnicas largas. Imitaban, quizá, un poco más a los hippies (¿sus padres?), pero evitando todos los delirios que en su día provocaron el consumo de lsd o unos buenos hongos. Sus viajes eran reales y las