Collective. “El público –dice– oía sonidos animales y deliciosas armonías estilo Beach Boys; letras y vídeos apuntaban a un producto rural, playas vírgenes y bosques; la vida ocurría en un futuro más afectuoso, espacioso y manejable… no es insólito encontrarse con que algunos músicos llevaban máscaras o vestían como un animal de peluche de cuerpo entero”. Las mujeres hípsters, más visibles según Greif, en esta fase se calzaron ropas camperas, y luego “botas impermeables de goma verde oscuro, igual que si fueran terratenientes rurales que van a visitar establos”. Los hombres se dejaron “barba de ermitaño o de leñador. Volvió la franela, al igual que las chaquetas de caza a cuadros rojos y negros. Las bufandas proliferaban de manera innecesaria, evocando una fría noche en los bosques […] los elepés volvían a venderse por primera vez en dos décadas”. Los hípsters más avanzados incluso “le quitaron las marchas a la bici” (p. 269). Mi pregunta es: ¿fue en ese momento, el de la bicicleta a piñón fijo, cuando los hípsters volvieron a leer a Thoreau? Se diría que sí, y que en cierto modo el libro de Greif es, en buena parte, un intento de liberar a Thoreau de esos “consumidores rebeldes” que parasitan todo tipo de contracultura: la bicicleta a piñón fijo, después de todo, la copiaron de los mensajeros en bici y de grupos anarquistas, y el consumo de comida de proximidad es una versión elitista de la “campaña ecologista de izquierdas para desindustrializar la agricultura” (p. 272).18
La última vez que visité Estados Unidos me topé con individuos que encajaban perfectamente con el retrato del artista hípster que hace Greif, pero me llamó la atención un fenómeno persistente: los nuevos naturalistas no desplazan a los antiguos, sino que coexisten con ellos; surgen nuevos cultos a la naturaleza, pero los anteriores no desaparecen totalmente, y cuando lo hacen, reaparecen de otra forma, a veces más intensa. Los ecohípsters parecen más civilizados que otros naturalistas. No están movidos por grandes creencias metafísicas, sino por recetas estéticas y políticas. Puede que resulten un tanto pusilánimes en comparación con algunos militantes de la ecología, pero al menos han dejado atrás el estilo de los grandes visionarios ecologistas. Su cortedad de miras tiene esa pequeña ventaja.
Durante los últimos paseos, aquella misma temporada en Estados Unidos, la conversación de un grupo heterogéneo de excursionistas cambió radicalmente de tono cuando uno de ellos afirmó solemnemente que la única forma en la que la humanidad puede evitar la destrucción del planeta es desapareciendo ella misma. Dijo desaparecer, no decrecer.19 Entonces empezó a decir que éramos una especie de virus letal para el planeta, y que si un virus de otro planeta eliminara a la humanidad (dejando intacto el resto de vida) todo iría mejor. Otro excursionista le dijo que si el virus dejara infértil a la especie humana, la desaparición sería más lenta, pero igual de útil. Estos argumentos no me sonaban nuevos. Años atrás una amiga me había hablado de las campañas de Population Action Internacional sobre control de natalidad. Como yo estaba estudiando la religión en Estados Unidos sabía más de la delirante Iglesia de la Eutanasia, pero no me atreví a mencionarla porque presentí que a mis acompañantes no les hacía ninguna gracia el humor negro (esa congregación promovía el suicidio, el aborto, el canibalismo y la sodomía u otras formas de practicar sexo no procreativo). Sí me atreví a hablar, en cambio, de Les U. Knight, fundador del vhemt (Voluntary Human Extinction Movement) cuyo programa para hacer desaparecer a la raza humana de la faz de la tierra me parecía ridículo pero menos fanático. Knight colaboró al principio con movimientos como Zero Population Growth, pero desde principios de los noventa empezó a difundir sus ideas contra el crecimiento poblacional con humor: hacía cómics donde la gente adoptaba bonobos en vez de tener niños y vendía pegatinas para la ventana trasera del coche que rezaban: “Gracias por no reproducirte”. Knight no fue un misántropo, ni detestaba a la humanidad, pero creía que era hora de borrarse del mapa. Con todo, lo más interesante era la ironía con la que concebía los últimos días de la especie humana. No imaginaba un escenario atroz (como el del mundo infértil de The Children of Men de P. D. James), ni sentía “ninguna clase de alegría misantrópica ante la guerra, la enfermedad o el sufrimiento de nadie”.20 En realidad, hacía cálculos y no le salían las cuentas: ni un virus, ni grandes hambrunas o una gran guerra podían solucionar el problema; tampoco las políticas de control de natalidad, como en China. Knight llegó a la conclusión de que el ritmo de crecimiento de la humanidad, pese a todos los desastres concebibles, siempre sería mayor que su tasa de defunción. Para él, no había otro destino: estábamos condenados a la extinción, pero podíamos evitar un final agónico y violento si decidíamos consumirnos poco a poco, pacíficamente. Ironías de la historia: el mundo en lenta extinción sería el mundo feliz que siempre habíamos soñado. Si se dejara de procrear –calculó–, ya no habría más niños menores de esa edad que murieran, y la calidad de todos los niños mejoraría “porque ninguno sería prescindible, y ningún huérfano se quedaría sin ser adoptado”. En veintiún años tampoco habría delincuencia juvenil. Habría comida suficiente para todos y los recursos volverían a ser abundantes, incluida el agua. Veríamos otra vez peces en los mares y la vida volvería a ser exuberante en humedales y bosques. Los impulsos agresivos se debilitarían, dado que no habría necesidad de matarse para acopiar recursos. Pero ¿qué se haría con el instinto de reproducción? ¿Seguro que se olvidaría? Hay quien piensa que no, porque es un deseo demasiado natural, y hay quienes creen que desaparecería porque es muy cultural. Pero Knight simplificaba: estaba seguro de que en su mundo terminal la gente seguiría necesitando sexo, pero afirmó que los deseos que suelen empujar a tener niños están muy condicionados culturalmente y que podrían canalizarse o satisfacerse de otras formas: plantando jardines con cariño, atendiendo a ancianos, dando cariño a una mascota, cuidando y limpiando zonas naturales. Como dice Weisman, la visión de Knight no fue sombría, ni oscura, sino crepuscular e inspiradora. “Los últimos humanos podrían disfrutar pacíficamente de sus últimas puestas de sol, sabiendo que han llevado de nuevo al planeta lo más cerca posible del Jardín del Edén”, dijo Knight. Pero ¿sería esta visión de un mundo “aliviado de nuestra carga” suficiente para despedirse de esta vida en paz? ¿Seguro que los últimos habitantes del jardín del Edén estarían serenos, simplemente imaginando la flora y la fauna, libre y salvaje, que repoblaría el jardín cuando desaparecieran? Podrían aceptar que no habría más descendencia, más niños correteando por la hierba…, pero ¿renunciarían también a la posibilidad de dejar constancia de su paso por el mundo? La humanidad casi destruyó el mundo, pero si ellos estaban ahí, entonces la humanidad también supo evitarlo. ¿Se conformarían los últimos humanos con salvar el mundo sin dejar pruebas o memorias de su sacrificio? ¿No les tentaría dejar algún mensaje para el futuro? Quizá los últimos seres humanos estaban dispuestos a desaparecer en cuerpo, pero no en alma, le dije al excursionista. Molesto con mi delirio de ciencia ficción, miró a los otros senderistas estadounidenses y comentó con tono puritano: “De dónde ha salido este irresponsable”. Para evitar problemas decidí cambiar de interlocutor en el resto de la travesía, o me quedé deliberadamente atrasado para separarme del grupo más aguerrido. En el grupo de cola, el personal era diferente. Todos iban más callados, unos porque gastaban toda su energía en mantener el paso, otros porque no querían malgastar su energía en conversaciones que suelen acabar mal.
Tendemos a pensar que es posible hablar edificantemente sobre un tema (nuestra relación con la naturaleza) que en el fondo está íntimamente conectado con muchos otros asuntos éticos y políticos bastantes espinosos. Las discusiones acaloradas durante los paseos en grupo (a diferencia de los sosegados diálogos en las aulas o en salas de debate) logran sacar a relucir las posiciones de una forma más directa. Esa es una de las razones por las que a lo largo de este libro (como ya se habrá imaginado más de un lector) pasearemos con otras compañías. Otras posiciones saldrán a la luz de una forma más esquemática, pero más comprensible. Nuestro espíritu es realista: no queremos disimular las tensiones de la vida con las ilusiones de la teoría. El paseo se ha idealizado como una actividad que favorece el monólogo libre y el diálogo afable, pero se ha olvidado que también puede provocar la disputa al aire libre. Las discusiones entre excursionistas no tienen lugar solo porque no se ponen de acuerdo sobre qué camino seguir en un bosque; también ocurren porque cada uno sigue caminos diferentes en la vida… Lo bueno de pasear es eso: uno puede descubrir diferencias donde percibía parecidos, y viceversa (por supuesto, la mayoría de las personas a las que aludo en las descripciones de paseos de este libro son absolutamente