Iñaki Domínguez

Macarrismo


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sería una forma de moderneo quinqui o trash que hace al moderno emplear códigos macarras para acumular prestigio simbólico al margen de los contenidos reales y dolorosos de la marginalidad, la delincuencia o la pobreza. Hablamos de un macarrismo posmoderno, sin referente. En definitiva, con la palabra «macarreo» hacemos referencia al moderneo macarra, al macarrismo de cartón piedra, de parque temático.

      El libro que sostienes entre tus manos, pues, no es una antropología del macarreo, sino una antropología del macarrismo. Como se diría en la calle, esta es una antropología sobre la «gente real», aquellos que han vivido los barrios en primera persona.

      [1] Este olfato o intuición personal no paracen haber ido muy desencaminados. Como prueba de mi aptitud para cazar «talentos macarras», tenemos que muy probablemente va a realizarse una serie de ficción basada en la Panda del Moco, mítica pandilla de pijos malos de los ochenta, que fue documentada por escrito por primera vez por mí en Macarras interseculares. Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros (Santa Cruz de Tenerife, Melusina, 2020).

      [2] En una cultura posmoderna como la actual, en la que impera la subjetividad del autor, el objeto o el fenómeno –es decir el macarra o el pandillero– parece lo de menos. No cabe duda de que la posmodernidad está atentando gravemente contra el valor de la escucha.

      CAPÍTULO I

      El macarra

      Historia y tradición de un fenómeno cultural

      Por su parte, el concepto de macarra como persona achulada ya desvinculada de la prostitución también ha variado con los años. Si en los setenta tenía un uso muy restringido y extremadamente peyorativo, la carga negativa de la palabra ha desaparecido en parte. Ya en los noventa la palabra macarra carecía en gran medida de connotaciones puramente negativas, y hoy parece que se ha convertido casi en algo elogioso. Como cualquiera puede comprobar, las grandes estrellas del trap o de música urbana, hoy estilos musicales plenamente integrados en la escena cultural mayoritaria, se disfrazan de macarras, de figuras marginales, a modo de constructos estéticos –falsas sombras junguianas– de cuya aparente negatividad parece emanar un aura de distinción sumamente atrayente para el público y que opera en beneficio del portador de dicha imagen. Podemos afirmar, pues, que el macarra está de moda a modo de supervivencia fosilizada con un valor eminentemente visual o virtual.

      Para personas de más edad, sin embargo, el término sigue siendo un simple insulto. Como me dijo Pablo Díez, alias Lo­bo, el autoproclamado Justiciero de Usera: «Eso de “macarra”… ¡Esa palabra no me gusta!». Claro, Lobo nació en 1952 y en su juventud referirse a alguien como macarra era un simple agravio. Pero lo cierto es que, con el tiempo, tanto quinquis como macarras han venido a molar, siempre desde una posición nostálgica y estética, alejada de su realidad objetiva. Digamos que hay ciertas cosas que de lejos nos gustan más.

      El macarra intersecular –aquel que opera entre los siglos XX y XXI, ya desvinculado del proxenetismo–, el tipo de barrio, achulado y pendenciero, surge, pues, en los sesenta como un híbrido conformado a partir de rasgos típicamente españoles, incluso castizos, y otros anglosajones, típicos de la cultura pop, que son importados a través del cine, la música, las bases militares estadounidenses, el turismo y todo aquello que podríamos entender como formas de imperialismo cultural anglosajón. El macarra original es un producto muy local, pero que, al mismo tiempo, se tiene a sí mismo como moderno, es decir, que se nutre, también, de estéticas venidas de Estados Unidos e Inglaterra. Los primeros macarras de los sesenta, gente como los Ojos Negros –liderados por Ángel Luis Telo Ronda y en cuyas filas militó el boxeador Dum Dum Pacheco–, eran jóvenes del barrio de Legazpi (excepto Dum Dum, que vivía en Carabanchel) que admiraban la moderna música de Camilo Sesto, al tiempo que emulaban a los protagonistas de películas como West Side Story (1961).

      Los lugares preferidos del macarra setentero eran siempre entornos lúdicos: los billares, las verbenas y las discotecas de barrio. Estas últimas eran locales poco sofisticados muy diferentes a las discotecas del centro de la ciudad (una distinción apreciable en muchas ciudades españolas). En ellas las peleas tenían lugar con enorme frecuencia, especialmente en los setenta. El macarra autóctono de aquellos años era un hooligan para quien las formas principales de entretenimiento consistían en beber alcohol y pelear. Por otro lado, los billares eran entornos en los que los jóvenes de los barrios obreros podían divertirse, cuando las opciones para el esparcimiento juvenil eran muy limitadas. Ahí uno podía beber alcohol y había mesas de ping pong. En los setenta todavía no habían llegado los videojuegos a España. De hecho, el primer videojuego jamás comercializado es de 1971, por lo que los recreativos no fueron el ecosistema del macarra hasta la siguiente década. Las verbenas y las fiestas populares eran entonces más comunes que hoy y los coches de choque representaban una forma de diversión que incitaba a pelear a unos usuarios contra otros. Como me dijo el taxista Peseto Loco, a pesar de haber nacido en 1982, siendo de una generación posterior: «Los coches de choque eran pelea asegurada».