vinculadas a la marginalidad.
[6] Algunas de estas películas reflejaban hechos acontecidos en el mundo real. Por poner un ejemplo, me dijo el periodista Gonzalo Altozano: «El personaje de “El Marqués” que interpreta Quique San Francisco en Navajeros está inspirado en Jaime Messía Figueroa [famoso aristócrata delincuente]».
[7] Citado en Poochyeeh, Cine quinqui. Retrato de una sociedad a través de la música, Inflamavle, 2020, p. 28.
[8] Hemos de tener en cuenta que, al hablar de la opinión pública, hablamos siempre de una posición ideológica, sesgada y reduccionista que no atiende a grises ni a explicaciones de mínima complejidad. Lo mismo que ocurría entonces con los dogmas morales promovidos en favor del bien social ocurre a día de hoy, solo que habiendo sustituido los dogmas y tabúes preponderantes de entonces por los de ahora.
[9] La primera parte de El pico (1983) fue inspirada por un suceso real en el que el hijo de un guardia civil del barrio de Argüelles en Madrid mató a un traficante de drogas con la pistola de su padre.
[10] Hay que decir que, aunque tales tres arquetipos callejeros no sean equivalentes, todos ellos comparten rasgos y son confundidos a menudo unos con otros.
[11] José Luis Marqués, «Volver a Zarauz: amor y sexo», en Conocer a Eloy de la Iglesia, Filmoteca Vasca, 1996, p. 80.
[12] Bandidos, Barcelona, Crítica, 2001, p. 19.
[13] Yo he documentado casos en los que esto ha ocurrido gracias al negocio de las barras americanas, el bingo o el tráfico de drogas y la extorsión.
[14] Pensemos en el caso de Billy El Niño, torturador del franquismo, o en tantos otros. Un familiar mío, por poner un ejemplo, llevaba en los setenta largas melenas y bigotes por moda a pesar de ser falangista. Hay, también, imágenes del funeral de Franco en las que aparece un admirador lloroso del dictador que porta grandes bigotes y pelo largo.
CAPÍTULO II
Desarrollismo
Del mundo agrícola al lumpenproletariado urbano
Como afirma Ramón Tamames, «La intensificación del proceso de industrialización durante el periodo 1951-60 movió en términos netos a un millón de personas, desde las dos Mesetas, Extremadura y Andalucía, a los suburbios de Madrid y de las ciudades industriales de Vascongadas y de Cataluña. Esa vasta emigración agudizó el problema de la vivienda hasta límites casi irresistibles»[1]. Estas palabras tienen gran importancia en el estudio presente, puesto que el macarrismo boyante de los setenta y ochenta se nutría de estos inmigrantes llegados a las ciudades desde el mundo rural. De hecho, una migración semejante protagonizada por la población negra en Estados Unidos con la mecanización de la agricultura del sur fue la base del surgimiento de la cultura pandillera en guetos afroamericanos de las grandes urbes de Estados Unidos[2]. En el caso de España, el hecho de que muchas de estas personas ni siquiera ocupasen viviendas dignas sirvió de base a toda una subcultura de la marginalidad, la delincuencia y el pillaje. El fenómeno del chabolismo y la proliferación de infraviviendas en las afueras de grandes ciudades españolas fue el caldo de cultivo propicio para el estallido de toda una cultura criminal en la que el pandillero y el macarra cobraron mucha notoriedad.
Este desarrollo industrial y económico español creció con el Plan de Estabilización de 1959, que buscó estabilizar y liberalizar la economía española y acabó con la autarquía franquista que lo había precedido, en la que el país se había visto obligado a autoabastecerse por el aislamiento internacional en el que se veía inmerso. Aparte de un crecimiento económico, esta liberalización trajo consigo un mayor flujo de influencias culturales externas, algo que también contribuyó a conformar la identidad del macarra como híbrido entre lo local y lo anglosajón. La música, el cine y el turismo introdujeron en España elementos que pasarían a ser adoptados por el macarra español. Digamos que la nueva infraestructura económica sirvió de base a nuevas formas de expresión cultural, gustos y valores. España se incorporaba al zeitgeist occidental de la mano de una expansión económica, que procuró una mayor libertad y hedonismo a la población. A la altura de 1975 el 40 por 100 de la fuerza de trabajo española trabajaba en el sector servicios (gracias al boom del turismo), un 38 por 100 se dedicaba a la industria y un 22 por 100 a la agricultura[3].
Como ya he señalado, estas transformaciones propiciaron migraciones a la gran ciudad: muchos jóvenes macarras fueron hijos de campesinos o incluso ellos mismos habrían nacido en entornos rurales, trasladándose desde el campo a la ciudad en los años de su infancia. Y no solo se da un éxodo rural hasta la ciudad, sino que las propias urbes crecieron hasta absorber pequeñas comunidades y pedanías cercanas, que, en muchos casos, se convirtieron en barrios de la propia ciudad. Se trata de un fenómeno que tuvo lugar en ciudades como Madrid, Barcelona, Bilbao o Valencia. En Madrid tendríamos ejemplos paradigmáticos como los antiguos pueblos de Vallecas, Canillejas o Barajas; en Barcelona, Sant Andreu, La Mina Vieja u Hospitalet de Llobregat; y en Valencia, Burjasot o Benimaclet junto con muchas otras comunidades antes ajenas a la ciudad. La lista de poblaciones así incorporadas sería interminable. El macarra original era, en gran parte de los casos, una persona de pueblo que había hallado en la ciudad un nuevo hábitat en el que operar; un escenario en el que, al contrario del campo, proliferaban la delincuencia y las patologías mentales. Es significativo, en este sentido, el término empleado en Valencia para hacer referencia al macarra intersecular: el garrulo. Esta sería, de acuerdo con la definición oficial, una persona «rústica, zafia»[4]. Algunos de estos sujetos, por otra parte, vivían hacinados, factor que propiciaba la existencia de costumbres como el incesto[5]. De hecho, existen casos de vecinos de barrios urbanos creados durante el desarrollismo que nacieron fruto del incesto, ya fuese de relaciones entre padres e hijas o hermanos y hermanas[6]. El macarra, como el paleto, pues, estaba muy vinculado a la brutalidad y la violencia. Muchos macarras originales eran, básicamente, pueblerinos transferidos a barrios de extrarradio.
La ciudadanía española, bajo estas nuevas circunstancias sociales y económicas, más globales y menos tradicionalistas, fue adaptándose a una cosmovisión no religiosa y más propicia al consumo, el placer y el estatus. No obstante, al vivir bajo una dictadura, los jóvenes siguieron muy politizados hasta los años posteriores a la Transición. De hecho, tenemos casos de pandilleros que llegaron a ser miembros de grupos como las Juventudes Comunistas u organizaciones por el estilo. Contamos, por ejemplo, con el caso de Los Bichos de Entrevías, una pandilla vallecana de los años setenta, uno de cuyos miembros fue encarcelado tras ser identificado gracias a unas cámaras de televisión en unas revueltas callejeras iniciadas durante una visita de Fraga al barrio en 1979. Dicho lo cual, con la estabilización del proceso de Transición, la politización de estos grupos –como la de muchos otros jóvenes de la época– cesó casi por completo. A falta de un enemigo autoritario, la dimensión política perdió protagonismo.
Hacer del pandillero un sujeto político fue uno de las aspiraciones más acuciantes de la izquierda revolucionaria de los años sesenta, al menos en Estados Unidos. En dicho país grupos como los Panteras Negras absorbieron a jóvenes descontentos de los guetos negros. Una de las funciones primordiales de los Panteras Negras, de hecho, consistía en reclutar miembros del lumpenproletariado para llevar a cabo la lucha política. Un caso muy relevante fue el de Bunchy Carter, que pasó de ser líder de los Slausons –una de las pandillas más prominentes de South Central, en Los Ángeles– a dirigir el capítulo de los Panteras Negras en Los Ángeles. Carter no solo era un Slauson sino que formaba parte de un grupo interno más duro conocido como los Slauson Renegades.