cinematográfica, principalmente.
A finales de los años setenta el macarra muta. Los macarras de la Transición ya no llevan pantalones de campana y su indumentaria y gustos cambian. En palabras del novelista Gómez Escribano, que es del barrio madrileño de Canillejas: «[En el macarra] hay una transición porque antiguamente eran pantalones de campana y, luego, cuando me tocó abandonar la niñez, el típico uniforme era el pantalón de pitillo, las zapatillas deportivas Yuma… y luego el plumas azul. Llegó un momento que estaban muy cotizados los plumas azules, incluso la gente se los quitaba a otros niños. El uniforme era ese. Estamos hablando de la segunda mitad de los años setenta. Los pantalones de campana ya no se llevaban y si alguien los llevaba era objeto de burla, porque se llevaba el pitillo». Este nuevo macarra, pues, era el referente que aparece principalmente en películas de Eloy de la Iglesia como pueden ser Navajeros (1980) y Colegas (1982). Curiosamente, algunos elementos identitarios de esta figura perviven en personajes de los noventa. A finales de esa década no era raro ver chavales de barrio vistiendo pantalones vaqueros muy ajustados, junto con chaquetas también vaqueras y cortes de pelo mullet (con el cabello corto por arriba y largo por detrás)[5]. No hay que olvidar que ciertas supervivencias identitarias permanecen con el tiempo. Una de ellas, por ejemplo, sería el llamado tunning o el derrapar y fardar con el coche en el barrio. Esta práctica sigue vigente entre macarras, de hecho, al menos desde finales de los años setenta.
Precisamente, a finales de los años setenta la identidad macarra de los barrios empieza a mutar y el llamado cine quinqui establece una relación simbiótica con las calles en la que la ficción imita la realidad y viceversa. Esta nueva realidad, por su parte, está relacionada con la integración del gitano en barrios que antes de los setenta le estaban vetados. Tal integración da a luz una cultura quinqui que simboliza una síntesis entre el gitano y el payo callejero. De ahí que se hable de «cine quinqui», puesto que el quinqui no es del todo gitano ni payo, siendo una denominación ambigua que sirve para englobar diferentes tipos propios del mundo lumpen.
Curiosamente, la referida explotación del macarra callejero se inicia a partir de otra forma de explotación: el periodismo sensacionalista de sucesos. El llamado cine quinqui –que bien podría haberse llamado cine macarra– surgió, en gran medida, como respuesta a un incremento de la delincuencia juvenil ampliamente publicitado por medios de comunicación amarillistas[6]. Como afirma la voz en off de una famosa película de cine quinqui: se ha dado «un aumento de la delincuencia del 106 por 100 desde 1976 hasta 1982… un atraco cada 45 minutos. El 88 por 100 de la delincuencia procedía de barrios marginales». Según el Lute, célebre quinqui protagonista de inverosímiles fugas durante los últimos años del franquismo, la incorporación del quinqui a toda actividad ilegal está vinculada a un cambio de modelo social y económico: «Siendo nómadas por tradición, se nos ha obligado a convertirnos en sedentarios; siendo artesanos, nos encontramos en una sociedad tecnológica y hostil. Fue precisamente esa ruptura brusca con el pasado inmediato la que dio lugar a nuestra incapacidad para adaptarnos a un nuevo modo de vida y la que constituye la causa de la delincuencia quinqui»[7].
Dicho esto, tal incremento de la criminalidad entre los jóvenes era públicamente considerado –no sin parte de razón– el fruto de unas más distendidas normas y leyes, una mayor permisividad y el abandono de la llamada «mano dura» del franquismo. Aunque la falta de mano dura no fuera motivo suficiente para permitir el surgimiento de una ola de delincuencia –solo hay que ver el caso de Estados Unidos, donde conviven una mano durísima con aún mucha más delincuencia a pesar de ello–, sí es cierto que algo tenía que ver. Otro factor, sin duda, era esa explosión demográfica de la que hemos venido hablando, por la que había más presencia en las calles de jóvenes, algunos de ellos sin recursos. También podemos contar con factores como la incorporación plena del país a un modelo socioeconómico democrático-capitalista donde la mercancía es fetichizada y compulsivamente deseada por la ciudadanía, o con la integración precipitada de innumerables familias desde el mundo rural hasta entornos urbanos. Aunque las razones de este incremento en la delincuencia pueden ser muchas, digamos que parte de la opinión pública achacaba esta a una sola causa: la falta de autoridad propia de una sociedad democrática[8]. Cierto sector de la población miraba con nostalgia al reciente franquismo.
Al darle tanto bombo mediático a la delincuencia de esos años, muchos delincuentes juveniles se convirtieron en «estrellas» cuyas hazañas eran recogidas en prensa y televisión. Y, como ya se he dicho, la referida atención mediática fue la base de una atención cinematográfica que dio pie al nacimiento del cine quinqui a partir de 1977 con el estreno de Perros callejeros, de José Antonio de la Loma. Dicho esto, la infraestructura y el modelo cinematográfico de explotación ya existían desde tiempo atrás, por no hablar de una fascinación por el mundo marginal que bebía de las fuentes del neorrealismo italiano y la obra de Pier Paolo Pasolini. Al igual que ocurre con el cine tanto de José Antonio de la Loma como de Eloy de la Iglesia –dos referentes del cine quinqui, les gustase a ellos o no la etiqueta–, el neorrealismo hacía uso de actores amateur, con la intención de incrementar la espontaneidad y el realismo de las secuencias e imágenes representadas. Ese neorrealismo, por otro lado, quiso retratar –como el cine quinqui– la vida de aquellos que pertenecían a los estratos sociales más bajos: proletarios y lúmpenes. A su vez, al igual que el cine quinqui, proliferó justo después del fin de una dictadura, y vino a ser considerado también una muestra de cambio cultural y progreso.
La diferencia principal entre ambos géneros es que el cine quinqui estaba, quizás, más vinculado a la pura explotación, mientras el neorrealismo era más un cine social. No obstante, algunos autores de cine quinqui, como Eloy de la Iglesia –miembro del Partido Comunista–, sí se veían a sí mismos como creadores de cine social que aspiraban a cambiar la realidad a través de su arte. En este sentido, De la Iglesia dedica su película El pico 2 «a los presos que conocimos en Carabanchel y a todos aquellos que luchan contra la esclavitud de la heroína»[9]. De la Iglesia gusta de retratar las acciones y experiencias de los miembros del lumpenproletariado –muchos de ellos macarras– como fruto de una injusticia y desigualdad social sistémica y estructural. El quinqui, el macarra o el delincuente serían, de acuerdo con este modelo, figuras atrapadas en una compleja trama social en cuyo seno ocupan los más bajos escalafones[10]. A pesar de esta autoimagen que se arrogaba De la Iglesia como autor político, la crítica generalmente no compartía esta identificación. El Diccionario de directores españoles, de Pérez Gómez y Martínez Montalbán, describe al director vasco como «amarillista, altisonante y truculento»[11]; y lo cierto es que, a pesar de ser un director muy relevante histórica y comercialmente en el mejor sentido de la palabra, a sus críticos no les faltaba cierta parte de razón. En su defensa debemos decir que un autor no ha definirse exclusivamente por sus defectos, sino también por sus virtudes.
El cine quinqui ejemplifica muy bien el boom del macarrismo español, que sirve de base a dichas formas artísticas, pero que es, a su vez, azuzado por estas. Es decir, que los delincuentes juveniles inspiran algunas de estas películas –este es el caso del Vaquilla, que inspira Perros callejeros, o del Jaro, modelo del que surge Navajeros– y, a su vez, muchos chicos de barrio toman nota de este género a la hora de cometer nuevos delitos. No cabe duda de que dicho cine idealiza, realza y embellece la figura del quinqui, del macarra, del delincuente, algo que está en sintonía con una larga tradición española que hizo del bandolero un personaje de leyenda. Dicha figura era un forajido que robaba a las buenas gentes en los caminos menos transitados y vigilados, en los montes y los bosques. Estas zonas eran propicias para que los bandoleros se ocultasen tras cometer un delito. Eran, de algún modo, pandilleros, pues operaban en cuadrillas, una de las más famosas Los Siete Niños de Écija, quienes llegaron a controlar la carretera general de Sevilla a principios del siglo XIX. Algunos de sus integrantes tenían los siguientes nombres: Juan Palomo, Satanás, Malafacha, Cándido, El Cencerro o Tragabuches. Si para neutralizar la actividad criminal de estos personajes el rey Fernando VII recurrió a batallones de soldados especializados llamados Migueletes, la policía de los setenta inventó un dispositivo con pinchos para interponer en las rutas de niños bandidos como el Vaquilla y así detener sus coches, también llamado Migueletes. Muchos de estos bandoleros aparecieron en España en el siglo XIX, tras finalizar la Guerra de la Independencia contra Francia (1808-1814).