Albert Chillón

La palabra facticia


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Eugeni d’Ors, José Ortega y Gasset, James Agee, George Orwell, Jack London, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Djuna Barnes, Josep Pla, John Hersey, Joan Fuster, Truman Capote, Leonardo Sciascia, Ryszard Kapuscinski, Eduardo Galeano, Manuel Vázquez Montalbán, Francisco Umbral o Manuel Vicent —así como los citados Dickens, Twain y Larra, entre muchos otros de los que más adelante hablaré— ilustra esta afirmación de forma elocuente, a mi juicio.

      En la época en que el paradigma literario permanecía incontestado, nada permitía adivinar la formidable remoción que la sociedad de comunicación de masas, nacida en los países occidentales durante el tránsito entre los siglos XIX y XX, iba a causar en la escena literaria tradicional. A mi entender, para medir la magnitud de esa mutación es preciso remontarse a los siglos XV y XVI, cuando la difusión de la imprenta trastornó de raíz las condiciones de existencia de la literatura de la época. Ningún otro cambio posterior fue comparable; entre el Renacimiento y el siglo XIX, los cambios se producían en el seno de la cultura de la imprenta: la literatura era escrita e impresa, una actividad de pocos disfrutada por minorías ilustradas, relativamente nutridas y crecientes a medida que la nueva sociedad capitalista iba extendiendo la alfabetización y la información; un Arte —con mayúsculas— principalmente concebido y realizado en clave de ficción.

      La palabra literatura induce a error, pues su origen etimológico puede hacer creer que únicamente abarca creaciones literarias escritas con letras, lo que recibimos como lectores frente a un libro, manuscrito o impreso. Ello supone una parcialísima reducción del hecho literario, que excluiría un número considerable de obras de gran valor e interés y que anularía grandes zonas culturales. […] El teatro y la canción son típicas manifestaciones de ello.

      La restricción de la literatura a los textos impresos, ya difícil de defender en la época en la que la galaxia Gütemberg era predominante —al menos en lo que se refiere a la producción de alta cultura—, ha devenido crecientemente indefendible a lo largo del último siglo. La cultura escrita e impresa no ha desaparecido, claro está, pero sin duda ha cedido territorio a las nuevas formas de cultura oral e icónica, estrechamente vinculadas a la abrumadora hegemonía de los medios audiovisuales en la escena cultural posmoderna. Radio, cine, disco, vídeo y televisión —por no hablar del expansivo, envolvente ciberentorno— incorporan grandes dosis de oralidad, como constantemente se echa de ver y de oír en una sociedad presidida por la opulencia icónica y por el correlativo parloteo. Debe observarse, con todo, que se trata de una oralidad de nuevo cuño, cuya génesis debe buscarse en la tradicional, sin duda, pero cuya presente generación es, en sí misma, una de las más elocuentes expresiones de la tendencia a la hibridación propia de la cultura posmoderna. En los chats, foros, redes sociales y bitácoras, en las aplicaciones vinculadas a las tabletas y los teléfonos inteligentes, el habla oral y coloquial se alea con una escritura también nueva —mucho menos formalizada y ritualizada que la que imperaba hace unas pocas décadas en la correspondencia personal, por ejemplo.

      Se trata, en definitiva, de una oralidad tecnológicamente mediatizada —mediática, al cabo— que produce ingentes cantidades de coloquios y soliloquios dignos de olvido, pero también, en ocasiones, modos de dicción cuya memorabilidad y valor artístico rebasan con creces la mera funcionalidad comunicativa o el entretenimiento efímero. Tengo para mí que en ello radica el interés del hip-hop y del rap suburbanos, correlativo al del grafiti; o el de la mezcla inédita de oralidad y escritura que hoy propician los periódicos digitales y los agregadores de noticias, en los que lectura, visionado y audición se aúnan en un politexto; o la atención que despiertan los monólogos televisivos y los espectáculos de habla (talk-shows), tal vez por lo que tienen de gestas y justas retóricas, aunque sea sin declararlo —y aunque carezcan del epos y del ethos solemnes de antaño. La gran mutación comunicativa y cultural que el ciberentorno promueve se manifiesta, entre otras cosas, en la difusión de una escritura oralizada —máxime en estos días, cuando ya se difunden aplicaciones que permiten la escritura al dictado de la voz—, de un lado, y de una oralidad escriturada, de otro.

      Tal atrofia de la memoria oral se debe a que los media han contribuido a reemplazar la elocuencia, y la consiguiente necesidad de recordar, por una verborragia a la vez saturadora y huidiza, un revoloteo sin cesar renovado de palabras oídas al pasar. El diluvio de enunciados, sonidos e imágenes fragmenta y dispersa la atención de los sujetos, cuya consciencia ha adquirido una cualidad flotante y gaseosa: oídas aquí y allá, las palabras pululan en permanente frenesí y desorden. Los efectos que de semejante opulencia comunicativa se derivan son tales que cabría hablar de saciedad de la información, más que de sociedad de la ídem. Si el sociólogo Paul Lazarsfeld viviera todavía para observarlo, probablemente incluiría tan abrumadora presencia entre las disfunciones comunicativas de las que levantó acta —la «narcotizante», entre ellas—, a mediados del siglo XX.