de otras formas de arte, que manejan la imagen bidimensional —la pintura y la fotografía—, el sonido —la música—, el movimiento corporal —la danza y la mímica—, la materia tridimensional —la escultura y la arquitectura— o la hibridación de códigos e ingredientes —el cine, el teatro, la ópera, el videoarte o la narrativa transmedia e hipertextual—, la literatura transubstancia el mundo con y en el lenguaje verbal, que es a la vez su materia prima, su vehículo expresivo y uno de sus principales objetos de atención. Trate quimeras generadas por la fantasía o vicisitudes de la experiencia ordinaria, el arte de la palabra amasa una sustancia —las palabras— que es, precisamente, la misma con que todos los sujetos otorgan sentido a sus vivencias dispares.
Una vez más topamos, entonces, con la médula filosófica de nuestra propuesta: el verbo no es un simple vehículo o herramienta con el que la literatura apresa la realidad, sino el milieu en y del que vive el pensamiento, en primera instancia, y una notable porción de la misma vida, en última. A la sombra de la filosofía del lenguaje, alumbrada por Humboldt y Nietzsche, hemos caído en la cuenta de algo esencial, tan primordial y omnipresente que raramente alcanzamos a comprenderlo: las palabras forman parte íntima del pensamiento, y de la realidad humana en su conjunto. Como en el célebre cuento de Poe, la carta robada a que aludía al comienzo de este apartado se halla en el lugar menos sospechoso, justamente ante nuestros ojos, bien visible aunque por ello mismo velada por la corriente de palabras con que pensamos y vivimos sin freno.
Ya lo hice constar en su momento: a la sombra de la filosofía del lenguaje, sostengo que «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo», de acuerdo con la celebre proposición de Wittgenstein.23 Que, comoquiera y lo que quiera que «lo real» sea más allá del ser humano, a este solo le es dado configurarlo como «realidad humana» mediante la malla de signos, símbolos y palabras que, en un plano sincrónico, enlaza aquí y ahora el mundo exterior compartido y el mundo interior personal; y en un plano diacrónico, el pasado evocado, el presente experimentado y el futuro anticipado. Y que, al cabo, no hay experiencia sin lenguaje, sino experiencia en el lenguaje.
V. «…la calidad de la experiencia…». Ayer, hoy y mañana, el gran reto y privilegio de la literatura consiste en su sin par aptitud para comprender, lingüísticamente, la calidad de la experiencia humana, y no solo para entender sus aspectos lógicos o cuantitativos. El concreto aunque inabarcable vivir posee una textura variable, compleja y ambigua; es radicalmente subjetivo, refrac-tario a toda objetividad; y no hay principio de razón suficiente que pueda dar cuenta integral de él,24 hasta tal punto que solo su calidad es cognoscible —por vía imaginativa, sensible y simbólica— mediante el ejercicio de ese esprit de finesse que tan bien distinguió Pascal.25
Para conocer al ser humano no basta con el solo entendimiento: es necesaria la comprensión (verstehen), la exploración a un tiempo racional y sensible de la calidad de su experiencia, en su precisa textura. La singularidad del arte en general —y del de la palabra, por ende— radica en la posibilidad de destilar, partiendo de los diversísimos datos inmediatos y mediatos de la experiencia, representaciones sensibles, trasuntos simbólicos capaces de aprehender y de expresar su extraordinaria sutileza y polifacetismo, de decantar su sentido más allá de los significados que el sentido común y la dóxa se apresuran a convocar.26 Puede decirse, entonces, que el arte —y el conocimiento estético, en lata acepción— accede a la experiencia tras rasgar los velos de la apariencia. En palabras del escritor Ernesto Sábato, muy crítico con quienes creen, a pie juntillas, en el absolutismo de la razón,
Ahora sabemos que estos partidarios de las ideas claras y definidas estaban esencialmente equivocados, y que si sus normas son válidas para un pedazo de silicato es tan absurdo querer conocer el hombre y sus valores con ellas como pretender el conocimiento de París leyendo su guía de teléfonos y mirando su cartografía. Ahora cualquiera sabe que las regiones más valiosas de la realidad (las más valiosas para el hombre y su destino) no pueden ser aprehendidas por los abstractos esquemas de la lógica y de la ciencia. Y que si con la sola inteligencia no podemos siquiera cerciorarnos que existe el mundo exterior, tal como ya lo demostró el obispo Berkeley, ¿qué podemos esperar para los problemas que se refieren al hombre y sus pasiones? Y a menos que neguemos realidad a un amor o a una locura, debemos concluir que el conocimiento de vastos territorios de la realidad está reservado al arte y solamente a él.27
A la hora de considerar qué sea la literatura no importan gran cosa los distingos acerca de géneros, estilos, escuelas o tendencias; ni tampoco que el autor —de auctor: el que aumenta— busque configurar su experiencia del mundo intersubjetivo —sea en forma de literatura facticia, sea como literatura ficticia de tenor realista—, o bien los más íntimos recodos y rescoldos de su mundo subjetivo —como ocurre en la literatura ficticia de carácter fabulador. A este efecto no importa gran cosa, tampoco, que su creación sea escrita u oral, ni que sea adscrita o no al canon vigente en cada lugar y época. Ni siquiera es demasiado relevante la intención con que la componga, dado que —hay ejemplos a espuertas— el propósito de un autor puede pesar poco o nada en la percepción de su valor.
«La literatura es un modo de conocimiento de índole estética que busca aprehender y expresar lingüísticamente la calidad de la experiencia»: la definición que acabo de proponer y glosar descansa en la convicción de que hay aspectos cruciales del vivir —siempre entreverado de palabras— que no pueden ser comprendidos ni expresados sin el auxilio de la palabra artísticamente configurada. «¿Qué es la literatura?», parece ser que le preguntó José María Valverde a su hija, cuando esta era niña aún. Y, ni corta ni perezosa, ella le respondió: «Una canción de palabras».
1.A propósito de la formación del campo literario y artístico, suelen resultar iluminadoras las reflexiones de Pierre Bourdieu. Me remito a sus obras Les Règles de l’art. Genèse et structure du champ littéraire (1992) y La Distinction. Critique sociale du jugement (1979).
2.Sobre la posmodernidad y su incidencia en los campos artístico, literario y mediático, me remito a las obras de Jean-François Lyotard, La condition postmoderne. Rapport sur le savoir (1979); David Lyon, Postmodernidad (1996); Néstor García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad (1990); y Fredric Jameson, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado (1991), entre otras.
3.Uso el término paradigma al modo en que lo entiende Thomas Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas (Madrid: FCE, 1975): como una definición de un campo de conocimiento compuesto por a) un objeto de conocimiento, b) algunas hipótesis básicas y c) unos métodos adecuados para obtener y establecer el conocimiento buscado. Por su parte, Raymond Williams propuso hace algunos años, con su habitual perspicacia, valiosas ideas sobre la crisis del paradigma literario tradicional: «El marxisme, l’estructuralisme i l’anàlisi literària», Els Marges, 24 (1982): 3–18.
4.Acerca de la economía política del campo literario, me remito a las obras de Pascale Casanova, La República mundial de las Letras (Barcelona: Anagrama, 2001); Pierre Bourdieu, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, op. cit.; y Christian Salmon, Tumba de la ficción (Barcelona: Anagrama, 2001).
5.Véanse los libros de Claudio Guillén, Entre