Aunque el lector percibirá que no trato este con un detalle comparable al que aplico a aquel, notará también que he intentado poner las bases teóricas para abordarlo, convencido de que las mutaciones que desde 1999 ha sufrido la comunicación social son decisivas, y han consolidado el despliegue de una «cultura mediática» (CM) de amplio y plural espectro que rebasa, con creces, los confines de la vituperada «cultura de masas» clásica. De unos años a esta parte, además, se observa el auge de una «narrativa transmediática» que, cultivada en los distintos cauces y soportes que componen la CM, tiende a conjugar —de un modo históricamente inédito— oralidad, escritura, música e imagen icónica, tanto móvil como fija.
Si en 1999 todavía bastaba con estudiar las promiscuas relaciones en-tre el campo literario y el periodístico, hoy resulta indispensable partir de la premisa de que las más relevantes formas de oralidad y escritura distinguidas por su aspiración y mérito artístico tienden a producirse no ya solo en y entre dos países plurales —el literario y el periodístico— acostumbrados a entablar densos vínculos, sino en un vasto «continente transmediático» que mezcla los canales y soportes tradicionales con los que el ciberentorno digital propicia, pantallas y dispositivos mediante: el libro clásico y las redes sociales, la radio y las bitácoras, el cine y los videojuegos, la televisión y la narrativa audiovisual instantánea, el periodismo impreso y el autoperiodismo en internet. Soy consciente de que, a pesar de su presente y ostensible auge, este es un fenómeno que habrá que estudiar a fondo en los próximos años, y de que en este libro me he limitado a roturar el terreno y prepararlo para futuras siembras.
iii. La tercera dirección de La palabra facticia. Literatura, periodismo y comunicación sigue las huellas de Literatura y periodismo. Una tradición de relaciones promiscuas, aunque amplía y ahonda ostensiblemente las propuestas teóricas que en ella expuse. En efecto, tanto la observación poco menos que exhaustiva de las relaciones entre el campo literario y el campo periodístico, como el más modesto pero imprescindible planteamiento de los crecientes nexos entre el campo literario y la cultura mediática, constituyen un territorio idóneo para desarrollar una indagación de carácter epistemológico y ontológico acerca de diversas cuestiones cardinales que, ello no obstante, suelen ser ignoradas por parte de la comunicología ortodoxa, o bien tratadas de modo pobre y sesgado por parte de las ciencias sociales y humanas. Aludo, por ejemplo, a los límites y posibilidades de los distintos modos de mimesis, sean inventivos o testimoniales, fabuladores o documentales, ficticios o facticios; pero también a una «deconstrucción de la facticidad» que, apoyada en la filosofía del lenguaje y en la hermenéutica, parte de la premisa de que los hechos sociales no son entidades dadas a priori y ajenas al discurso, como suele creerse, sino tramas de dicción y acción que el discurso hace posibles. Son solo dos asuntos entre los varios de cariz teórico que esta obra tratará, aunque sirven para ilustrar el tenor de mi propuesta.
Por otra parte, algunos posibles lectores reconocerán, al avanzar en su lectura, que La palabra facticia está basado en otro libro, antes mencionado, que vio la luz hace ya quince años. Entre las varias monografías y ensayos que he escrito a lo largo de mi deambular universitario, todas ellas modestas en términos de ventas y audiencia, esa es la que ha cosechado un predicamento mayor, convertida a lo largo de esta década bastante larga en una referencia para cuantos, en Latinoamérica y en España, investigan acerca de las relaciones entre literatura y periodismo, o hallan en ella interés o atractivo. Agotada hace un par de años, Literatura y periodismo. Una tradición de relaciones promiscuas significó un importante jalón en mi vida académica, y en mi vida a secas. Y durante los bastantes meses que he dedicado a ampliarla y ahondarla me he tropezado no solo con las palabras y las ideas que por entonces hilvané, sino también con un memento tácito de mi propia historia: con la que entonces era y ya no es, pero también con el futuro que a la sazón intentaba aventurar, por fuerza distinto del presente en que ahora lo evoco.
La relectura de aquellas páginas me permite percibir, así mismo, cuánto han cambiado las circunstancias desde entonces hasta hoy, tanto las que afectaban al campo periodístico y literario en concreto como a la sociedad en general. Hace solamente quince años era posible, en efecto, llevar a cabo un estudio sobre las relaciones entre periodismo y literatura al que todavía no le resultaba indispensable tomar en consideración ni las decisivas mutaciones desencadenadas desde entonces por la digitalización, ni la a la sazón inesperable quiebra que está sufriendo la industria periodística heredada del siglo xx. Ya he dicho que La palabra facticia no puede abordar esas mutaciones con metódica exhaustividad, aunque tampoco dejar de tenerlas en cuenta.
Como a estas alturas habrá notado el lector, no tiene entre manos una reimpresión, ni siquiera una simple segunda edición más o menos revisada y puesta al día. A semejanza de un árbol que al crecer rebasa el diámetro que un día tuvo, añadiendo sucesivos anillos concéntricos a los iniciales, La palabra facticia ha crecido respecto de Literatura y periodismo. Si bien el núcleo de ese libro antecesor se mantiene cuasi intacto en el interior del que ahora presento —sobre todo en lo que atañe a la explicación de los nexos entre literatura y periodismo—, este añade los nuevos e imprescindibles anillos a los aludía.
De ahí, por consiguiente, que la presente introducción siga las huellas —a veces literales, como a continuación se verá— de la que para aquella ocasión escribí, aunque al mismo tiempo describa pasos distintos y propios, a semejanza de un palimpsesto cuya sobreposición de escrituras permite advertir el rastro de las precedentes. Y de ahí también que justo aquí, para empezar, me decida por transcribir punto por punto parte de aquel prefacio de 1999 (Decía ayer), y que acto seguido agregue algunas ideas relativas a lo que ha sucedido después, y me propongo incorporar a estas páginas (Y agrego ahora).
Decía ayer
«El libro que el lector tiene entre manos es fruto de bastantes años de tribulaciones y ahíncos, casi siempre galvanizados por un vehemente deseo de aprender. Así era en mis ya algo lejanos años de estudiante universitario de Ciencias de la Información, cuando el binomio periodismo y literatura, literatura y periodismo —tanto monta— suscitaba en mí una efervescencia del interés y el deseo, un hechizo de la atención que apenas acertaba a colmar ninguna de las bastantes asignaturas provechosas que en la época integraban el plan de estudios de la carrera. Tampoco lo hacían los libros y opúsculos que en nuestro país tocaban el asunto, pocos y —¡ay!— poco satisfactorios. Ni las explicaciones y respuestas de los profesores de periodismo de la época, carentes ellos mismos de conocimientos sobre el tema, tal era la penuria bibliográfica y el cuasi olvido al que había sido relegado por los cultores de la disciplina académica llamada redacción periodística. Muchas veces se ha dicho que uno acaba escribiendo los libros que habría querido leer, y esto es precisamente lo que he intentado hacer aquí, no sé si con acierto.
»Me propuse explorar el ámbito ancho e intrincado conformado por las relaciones entre periodismo y literatura movido, además, por urgencias de índole más inmediata. Fuese como colaborador, corresponsal, reportero o redactor de mesa, el periodismo que me era dado practicar por aquellos años me ponía de continuo ante acontecimientos, situaciones y personajes —ante realidades en transcurso— muy diversas y complejas, imposibles de comprender con el mero auxilio de los lugares comunes entrañados en el sentido común y en las rutinas periodísticas profesionales, y desde luego imposibles de relatar de modo fehaciente mediante el recurso trillado a las envaradas, pro-filácticas pautas de escritura prescritas por la redacción periodística ortodoxa.
»Aunque los jefes de sección y los manuales de redacción periodística —a los que por entonces intentaba atenerme con más pena que provecho— se empeñaban en consagrar el uso de un supuesto estilo periodístico único, unísono y unívoco, supuestamente capaz de dar cuenta con objetividad de «los hechos» que suceden en «la realidad», el trabajo diario como reportero, cronista o redactor ponía esa extendida creencia en severo entredicho. En vez de ser instrumento y garantía de objetividad, la redacción periodística ortodoxa me iba mostrando su auténtico rostro: el de un dispositivo retórico altamente funcional capaz de facilitar —en el mejor de los casos— la productividad del azacanado trabajo periodístico diario, aunque irremediablemente incapaz de dar cuenta y razón de los acontecimientos