indeclinable de usar las palabras con consciencia y voluntad de estilo, a fin de aprehender y expresar del modo más preciso, responsable y elocuente posible la siempre brumosa, esquiva «realidad». Es necesario, pues —como diría la retórica clásica—, un ars bene discendi, y no un mero ars recte discendi.
»Por fortuna, aunque tal arte del bien y buen decir no era ni es práctica generalizada, un sector minoritario pero refulgente de la profesión periodística señalaba la senda a seguir. Pienso en el espléndido periodismo literario que Eduardo Haro Tecglen, Manuel Vázquez Montalbán, Manuel Vicent, Montserrat Roig, Eliseo Bayo, Maruja Torres o Rosa Montero iban publicando en Destino, Triunfo, Por Favor, La Calle o El País; en el magnífico elenco de reporteros reunidos por Tom Wolfe en su libro antológico El nuevo periodismo, cuya publicación en 1976 causó auténtico furor en las aulas; en las entrevistas y reportajes de Oriana Fallaci, Ryszard Kapuscinski o Gabriel García Márquez; en la límpida prosa periodística de Gaziel, Joan Fuster o Josep Pla; en el periodismo de investigación de Günter Wallraff y Leonardo Sciascia; en las dolientes crónicas sobre Vietnam de Michael Herr; en las hoy ya clásicas non-fiction novels de Truman Capote, Norman Mailer o Gay Talese… Gracias a todas esas voces distintas y a menudo distantes fui cayendo en la cuenta de que el periodista es, ante todo, sujeto empalabrador de una «realidad» no única y unívoca sino polifacética y plurívoca, previamente empalabrada por otros: tales son su responsabilidad, su gozo, su vértigo y su misión.
»En esas estaba todavía cuando algunos años después empecé a hacer mis primeras armas como docente universitario de periodismo, dedicación muy grata que me exigió revisar y estudiar a fondo la regular bibliografía sobre redacción periodística que a la sazón circulaba por estos pagos. Las preguntas sin respuesta que me habían inquietado en los años de carrera y primeros pinitos profesionales se tornaron interrogantes acuciantes: debía explicar al respetable discente reunido en el aula los arcanos de «la profesión», y además —nada menos— enseñarle a escribir, si es que tal cosa es posible. Pero los únicos pertrechos de que disponía para tan necesaria tarea eran los mismos y muy escasos que habían acompañado a mis profesores de antaño: sentido común profesional a espuertas, una bibliografía específica más bien rala y desmedrada y, en último pero no menos importante lugar, unas cuantas decenas de estudiantes aproximadamente tan perplejos y desorientados como lo había estado yo durante mis años de carrera.
»Así las cosas, empecé a orientar mis primeros pasos como investigador universitario estudiando las muy diversas y muy promiscuas relaciones entre periodismo y literatura, ámbito que me seducía por tres razones esenciales: en primer lugar, por su gran interés intrínseco; después, porque el estudio comparado de las relaciones entre periodismo y literatura permitía plantear cuestiones de gran calado sobre la naturaleza gnoseológica y estética de ambas actividades; y por fin, porque el abordaje de este territorio a la vez proceloso y prometedor exigía volver la mirada a disciplinas científicas y humanísticas —lingüística, retórica, filosofía del lenguaje, semiología, literatura comparada— capaces de cimentar sobre bases firmes los todavía adolescentes, balbucientes estudios sobre comunicación periodística.
»LITERATURA Y PERIODISMO. UNA TRADICIóN DE RELACIONES PROMISCUAS es fruto y epítome de todas las cosas que acabo de contar, y desde luego de muchas otras cuya mera relación sumiría en el tedio al lector mejor dispuesto. […] El libro intenta fundamentar el estudio de la extensa e intrincada temática abordada apoyándose en tres pilares principales, a mi entender imprescindibles para poner en pie este pequeño edificio de palabras. Así, he buscado cimentarlo sobre bases teóricas y metodológicas firmes, ahuyentando en lo posible el acomodaticio e insidioso sentido común. He intentado narrar su historia, tan plural e innumerable que apenas me ha sido posible trazar un borrador incompleto e impresionista. Y he procurado, en fin, analizar, describir y explicar la anatomía y fisiología de una parte significativa de los textos traídos a colación, usando para ello algunos preciosos instrumentos prestados por los estudios lingüísticos, retóricos y literarios. Deseo aclarar, en cualquier caso, que no me ha movido el vano empeño de decirlo todo sobre una temática a todas luces inabarcable, sino simplemente el propósito de destilar un conocimiento esencial acerca de ella, susceptible de ser completado y mejorado por ulteriores investigaciones propias o ajenas.»
Y agrego ahora
La estructura expositiva de este nuevo libro, La palabra facticia, se propone transitar esas tres mismas vertientes y articularlas de manera inteligible, como hacía en 1999. Y sin embargo, además, he decidido introducir algunos cambios relevantes, congruentes con mis presentes inquietudes y con las mutaciones que han experimentado tanto el campo periodístico-literario como el campo comunicativo entero. El siguiente es, grosso modo, el mapa de cuestiones que la presente obra explora, en el marco de sus distintas secciones.
I. Sección primera. Las relaciones entre literatura, periodismo y comunicación, a la luz de la consciencia lingüística. Hoy, como en 1999, la obra arranca con una tentativa de cimentación teórica y metodológica que, como reza el epígrafe de la sección, rebasa con creces el campo periodístico-literario que entonces roturé, en pos de una exploración más amplia y honda. A la explicación de los decisivos avances que la moderna «conciencia de las palabras» ha experimentado a lomos de la hermenéutica y de la filosofía del lenguaje, ya presente en el libro anterior, he añadido una extensa disquisición de nuevo cuño acerca de la incidencia de ese «giro lingüístico» sobre el estudio de la literatura, del periodismo y, por supuesto,
En la primera de esas incorporaciones, capítulo escrito a guisa de pórtico, ensayo una reflexión general sobre La promiscuidad entre literatura, periodismo y comunicación en la posmodernidad, que sitúa la tendencia a la hibridación observable entre esos tres ámbitos en el contexto de una «cultura mediática» distinguida no solo por la mezcla de géneros, estéticas y estilos, sino también por la difuminación de las fronteras entre la ficción y la mal llamada «no ficción», antaño diz que nítidas aunque crecientemente puestas en entredicho en las últimas décadas.
En la segunda, el subcapítulo La hechura verbal de los hechos, expongo los criterios para llevar a cabo una ineludible «deconstrucción de la facticidad», que permita a su vez armar una teoría de los hechos sociales, ante todo apoyada en la filosofía del lenguaje, en la fenomenología y en la hermenéutica. Aunque inexistente hasta la fecha, tal teoría removería los pilares de las disciplinas comunicológicas, cuyo inveterado positivismo volaría por los aires —junto con la ingenua y acomodaticia metafísica espontánea que lo cimenta.
Y en la tercera, el subcapítulo La influencia de la tradición en la forja del imaginario colectivo, parto de una de las más fecundas aunque ignoradas vertientes de la literatura comparada, la denominada «tematología», para explorar hasta qué punto y cómo las tradiciones heredadas inspiran el imaginario compartido —y los concretos contenidos— que tanto el periodismo como la cultura mediática generan, narrativa transmedia incluida.
II. Sección segunda. Literatura y periodismo, una tradición de relaciones promiscuas. Esta versión ampliada del libro de 1999 mantiene casi intacta la segunda sección de la primera, entonces llamada La tradición, cuyas líneas de conjunto e incontables detalles siguen pareciéndome adecuados y actuales, ahora que he vuelto a leerlos. Aunque he introducido leves retoques aquí y allá, el espíritu y la letra de aquella larga sección permanecen prácticamente incólumes en este volumen, y el lector familiarizado con el libro anterior no tropezará con significativos cambios. De ahí que el título de esta sección sea el mismo que el del libro completo que ha sido matriz de este.
III. Sección tercera. La estela de los nuevos periodismos. Sí que encontrará algunos cambios dignos de mención, no obstante, si acomete la lectura de la tercera sección, cuyo rótulo parafrasea libremente el original (Los nuevos periodismos) dado que ahora alude a las más recientes tendencias periodísticoliterarias en