que a base de probar no llegaría a ninguna parte. Necesitaba datos observacionales más precisos. De nuevo volvió la mirada hacia Tycho Brahe, el único que podía proporcionárselos. «Solo espero por Tycho. Él es quien debe participarme las características y la disposición de las órbitas, y las desigualdades de cada uno de los movimientos. Entonces, así lo espero, llegará el día en que yo erija una estructura espléndida, si es que Dios me guarda con vida hasta entonces» [161]. El 14 de diciembre de 1599 comunicó a Herwart von Hohenburg la ordenación que planeó para la obra dividida en cinco partes [162]. Quería tenerla lista cuanto antes, pero el destino le tenía preparado algo distinto.
SITUACIÓN ANGUSTIOSA DE KEPLER
Los acontecimientos que trataremos después de describir la labor investigadora de Kepler, como la primera visita que hizo a Tycho Brahe en Bohemia, su expulsión definitiva de Graz o el traslado a Praga, fueron tan importantes y decisivos para su vida y para el avance de la astronomía que parece pertinente exponerlos en detalle. A pesar de las numerosas situaciones dolorosas que depararon, estos sucesos lo condujeron a la cumbre de su producción y de su gloria, y prepararon el terreno sobre el que luego se desarrollaría una astronomía verdaderamente nueva. Sin los datos observacionales de Brahe, Kepler jamás habría encontrado sus leyes planetarias, y con ellos nadie excepto él habría logrado ese maravilloso descubrimiento en su época. Así, asistir al encuentro para siempre memorable de ambos personajes constituye una pieza teatral única para quienes tengan interés en las relaciones más profundas que existen entre la vida de los hombres y la historia. Eran el magnífico observador y el magnífico teórico, ambos igualmente entusiasmados con las maravillas del cielo, pero distintos por completo en cuanto a mentalidad, carácter y conducta vital. Dada su religiosidad, Kepler reconoció y saludó a la providencia en aquel encuentro. Por suerte, figuran tantos datos en los documentos conservados que permiten una exposición minuciosa.
Mientras Kepler se enfrascaba en las apacibles indagaciones de las que se ha hablado y prestaba oídos a las armonías celestes, su entorno se desmoronaba con terribles disonancias y se preparaba para la lucha. Las medidas de la Contrarreforma continuaron agravándose. Ya habían expulsado a los pastores, ahora quedaba acabar con los rebaños. Cada vez les apretaban más las clavijas. Tras la expulsión de Graz de los predicadores, los ciudadanos protestantes acudieron a los asentamientos nobles vecinos para asistir a los oficios divinos de su fe y recibir allí los sacramentos. Pero ahora se impusieron castigos a tales prácticas y la gente se vio obligada a bautizar a sus hijos y a unirse en matrimonio según el rito católico. Al propio Kepler se le impuso una sanción penal superior a diez táleros [163] por prescindir del clero de la ciudad cuando murió su hijita. Le perdonaron la mitad a petición propia, pero tuvo que abonar el resto antes de poder dar sepultura a la niña. Como es natural, no tardó mucho en decretarse la expulsión de todos los teólogos protestantes que aún permanecían en la región y se amenazó a quien los acogiera con penas físicas y materiales. Quedó prohibida la asistencia a escuelas que no fueran jesuíticas y se solicitó un sacerdote católico para ocupar la iglesia de la escuela evangélica. Quien cantara himnos en la ciudad, quien leyera devocionarios o la Biblia de Lutero, se exponía al destierro. Los libros heréticos debían ser erradicados y destruidos, los toneles y arcones que guardaban libros fueron abiertos y examinados en presencia del arcipreste. En los pasos fronterizos y en las puertas de la ciudad se cuidaba de que no entrara ningún libro proscrito. Todas estas medidas y otras similares provocaron la irritación más enérgica, pero las protestas fueron desestimadas apelando a la conversión forzosa que se había llevado a cabo con anterioridad en Sajonia, Württemberg y el Palatinado. Entonces se produjeron graves disturbios en la ciudad y en el campo, y las intimidaciones se propagaron como el viento. Los rumores que corrían de boca en boca hacían temer que muy pronto no quedaría ningún rincón en la ciudad para un luterano y que quien quisiera emigrar no tendría libertad para llevarse, cambiar o vender sus pertenencias. En breve se demostraría que aquellos rumores no eran infundados.
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