a una de las comunidades. Esta fue la congoja interior que lo acompañó a lo largo de toda su vida.
No nos ha quedado mucho de las confesiones que realizó para aliviar su alma; en la mayoría de los casos debieron de ser orales. No obstante, se ha conservado el fragmento de texto en verso en el que expuso su interpretación del sacramento de la comunión [111]. Más esclarecedoras resultan las cartas de Zehentmair, a quien Kepler nombra repetidas veces como amigo, y ante el cual se expresó con especial detalle. Por desgracia se desconoce el paradero del conjunto de cartas que Kepler le envió, pero, como Zehentmair retoma en sus respuestas las ideas de su interlocutor antes de emitir una opinión al respecto, también revelan algo de él. En ellas aparece cierta alusión a un poema incompleto de Kepler que contiene muchos comentarios interesantes «sobre la Iglesia papista, la cual embiste en toda Europa con dureza y hostilidad». Seguro que Kepler envió el fragmento que falta; todo se guardaba con cuidado de manera que no supusiera ningún riesgo para él [112]. En una ocasión se hace especial mención a una extensa misiva de Kepler que en realidad era una dissertatio philosophica [113]. Al parecer, en ella exponía sus ideas sobre la situación religiosa y las medidas político-eclesiásticas desde un punto de vista más elevado. Zehentmair alaba a su amigo por aunar una inteligencia rica y profunda con una religiosidad admirable, cosa muy poco frecuente, y por saber diferenciar con especial discernimiento lo verdadero de lo falso. A Zehentmair lo había impresionado y alentado sobremanera la advertencia de su amigo sobre la situación humillada de la Iglesia y sobre el descontento generalizado. ¿Quién habría opinado de otro modo sobre la providencia y la misericordia divinas? Sí, era cierto, y cada cristiano debía entenderlo y reconocerlo como obvio, que desde el principio de los tiempos el destino de la Iglesia había consistido en medrar a base de cruces y persecuciones, que el poder externo le resultaba más perjudicial que beneficioso. También entonces ocurría así. La organización y la comunidad de la Iglesia no eran lo esencial. Considerando el maravilloso gobierno de Dios, Zehentmair llega a la misma conclusión que su amigo: si Dios los privaba de los recursos externos de la salvación, la palabra y los sacramentos, a través de los cuales la comunidad indistinta de la Iglesia crece unida en un solo cuerpo, y si les arrebataba además la protección y la ayuda de los grandes señores, todo ello tendría como finalidad que creamos en Él sin más, que percibamos el poder y la fuerza de la palabra sin la intercesión de los hombres y que, como corresponde a los soldados de Cristo, aprendamos a luchar y a vencer en la máxima debilidad con la ayuda del Espíritu Santo.
Los argumentos con que Kepler intentaba alentar y animar a sus amigos, también le servían para consolarse a sí mismo, un consuelo que se volvió necesario para afrontar la situación en que se encontró al regresar a Graz. En realidad, lo inquietó mucho verse privado del culto de su creencia. «Los hombres a través de cuya mediación he tratado hasta ahora con Dios han sido expulsados de nuestra tierra; a otros, a través de quienes yo podría tratar con Dios, no se les permitiría la entrada» [114], se lamenta. Quedan aún algunos predicadores aquí y allá en los castillos. Pero si uno de ellos da un sacramento a un súbdito del elector que lo solicite, será desterrado. A ello se sumaron las preocupaciones externas. La escuela en la que ejerció había desaparecido. Es cierto que le mantuvieron su escaso salario, pero se habían desvanecido las expectativas del aumento de sueldo con que contaba. «Cómo voy a permitirme en mi amargura exigir algo más por mis vanas especulaciones cuando tantos hombres capaces viven en el exilio» [115]. ¿No piensan los delegados que habrían podido prescindir del profesor de matemáticas antes que de ningún otro? ¿Debo partir yo también de Graz?, se preguntaba [116]. Pero su esposa depende de sus bienes y de las esperanzas en el patrimonio paterno. Los conflictos económicos con la familia de su mujer son fuente continua de indignación y disgusto. Si se marchara también tendría que dejar atrás a su hijita adoptiva, por la que siente un gran apego. Además, a su suegro, tutor de la chiquilla, le gustaría apartarla de él. La niña posee una herencia paterna que ronda los diez mil florines, de los cuales Kepler recibe una cantidad anual de setenta florines para costear la manutención de la criatura, además del rendimiento de un viñedo y una casa. Todo eso se acabaría. También existiría el riesgo de que la niña fuera introducida en breve en la religión católica. Kepler llega a la determinación de quedarse y ser paciente en un principio. Lo mismo opinan sus profesores de Tubinga, a quienes aún se siente muy unido y pide consejo. Estos no pueden ofrecerle nada en Tubinga por mucho que valoren el talento excepcional del antiguo alumno, aunque eso, por supuesto, no se lo dicen.
OTROS TRABAJOS DE INVESTIGACIÓN
Los inspectores de la escuela, que sentían gran afecto por el profesor de matemáticas y se alegraron de que se hubiera quedado entre ellos, le comunicaron su deseo de que dedicara el tiempo que no ocupaba con la filosofía [117] al desarrollo de las ciencias matemáticas. Kepler no necesitaba incentivos. Como él dice, le tocó vivir una época que lo obligaba a limar la agudeza de su genio, a relajar el interés y a contener sus iniciativas por muy capacitado que estuviera para el trabajo intelectual. Pero su energía extraordinaria, su intenso afán investigador salvó todos los obstáculos. Kepler incorporó a sus temas de estudio gran cantidad de cuestiones científicas que, o bien llegaron desde fuera, o bien brotaron de su interior. Herwart von Hohenburg le cedía gustoso los volúmenes que necesitaba y no podía encontrar en Graz. La lectura hizo fluir en él un torrente de ideas propias. «Quien destaca por su agilidad mental no se complace dedicándose en demasía a la lectura de obras ajenas; no quiere perder tiempo» [118]. Pero él aún estaba aprendiendo. Un fino olfato lo llevó a hacer acopio de lo que después necesitaría para sus creaciones más elevadas y a seguir las huellas correctas que auguraban nuevos descubrimientos. No abandonaba las cuestiones que le parecían importantes y en cada ocasión las abordaba desde perspectivas distintas. Sus cartas, que permiten conocer algo más sobre sus trabajos, consisten en parte en extensas disertaciones eruditas. Las alusiones epistolares a los acontecimientos recién expuestos también aparecen rodeadas en todo momento de indagaciones científicas.
Como es natural, de momento seguía dedicándose a su libro y a todo lo que guardaba relación con él. El proyecto que tenía planeado como continuación de aquella obrita concebida y hasta titulada como «preludio», revela las ideas que rondaban su cabeza. Quería escribir cinco libros cosmográficos [119]. Uno sobre el universo, sobre los elementos estáticos del mundo, la ubicación y el estatismo del Sol, la disposición de las estrellas fijas y su estatismo, sobre el conjunto del universo, etcétera. Un segundo volumen trataría las estrellas errantes que, junto a una revisión de la idea principal del Mysterium, debía contener estudios sobre el movimiento de la Tierra, sobre las relaciones entre los movimientos según Pitágoras, sobre la música, etcétera. Un tercero dedicado a los objetos celestes por separado, en especial al globo terráqueo, a las causas que dan lugar a las montañas, los ríos, etcétera. El cuarto versaría sobre la relación entre el cielo y la Tierra en lo que atañe a sus influencias mutuas, sobre la luz, los aspectos y principios físicos de la meteorología y la astrología. El proyecto nunca se llevó a cabo con esta forma porque el desarrollo de la actividad científica de Kepler siguió otros derroteros. Sin embargo, sí encontramos estudios sobre los temas mencionados en varias de sus obras posteriores, si bien con otra disposición y siguiendo otro orden de ideas.
Ya se ha comentado que por aquel entonces estaba muy entretenido con la construcción de un [120] planetario que debía ilustrar su descubrimiento. Es una pena que fracasara la consecución de aquel proyecto.
Las cartas que recibió en relación con su Misterio del universo lo inquietaron y lo obligaron a posicionarse. A este respecto hay que mencionar un incidente desagradable. Entusiasmado con su descubrimiento, Kepler había informado de él y había pedido opinión por carta al matemático imperial de entonces, Reimarus Ursus, del cual había oído elogios. Con su entusiasmo juvenil, Kepler le dispensó en aquella misiva sus mayores alabanzas y lo situó por encima de todos los matemáticos de su tiempo [121]. Ursus no respondió, pero en 1597 publicó la carta de Kepler, sin que este lo supiera, en una obra de astronomía donde entablaba una controversia en los términos más acres contra Tycho Brahe, con quien mantenía una disputa relacionada con el hallazgo del denominado sistema ticónico del universo. Brahe lo había acusado de plagio. De este modo, Kepler se encontraba ahora entre Tycho Brahe, con quien había establecido relaciones de gran importancia para él, y su oponente Ursus, a quien