También el rector de la Stiftschule intercedió en favor de su profesor de matemáticas. Se ve que un enlace como aquel no era solo un asunto entre el novio y la novia, y tampoco se limitaba a los familiares, sino que más bien era una cuestión en la que la comunidad tomaba parte activa. Antes de desplazarse a Württemberg, Kepler ya se había comprometido con la mujer que había elegido. De modo que ahora también podía dirigirse a las autoridades eclesiásticas para que o bien lo liberaran de su promesa o bien mediaran ejerciendo su influencia sobre la novia y sus parientes. Ocurrió lo último. La autoridad de los eclesiásticos hizo mella en los implicados. Además, estos empezaban a temer el escarnio de la gente. En enero de 1597 se tomó al fin la fortaleza en un asalto colectivo [74] y el 9 de febrero se celebró la solemne promesa matrimonial, a la cual le sucedió la boda el 27 de abril del mismo año. Después de la ceremonia en la iglesia del colegio, la celebración tuvo lugar con gran pompa, siguiendo la costumbre de la época, en la vivienda donde entonces residía Barbara, la casa del señor Georg Hartmann von Stubenberg, sita en la calle Stempfergasse [75].11 Después de todo lo ocurrido es comprensible que la celebración no tuviera lugar en la casa paterna de la novia, en el bello Mühleck, como habría sido de esperar. Cabe imaginar los agrios ademanes del padre de la novia durante el convite. De los delegados que el señor Niedenaus invitó a la boda, Kepler recibió un vaso de plata valorado en veintisiete florines como símbolo de su «aprecio» [76]. Asimismo, su retribución anual se vio incrementada a petición propia [77] de ciento cincuenta a doscientos florines, ya que dejó libre su vivienda en la escuela para mudarse a la Stempfergasse.
Una semana antes de la boda el propio Kepler expuso a Mästlin en una carta en qué situación quedaría el nuevo desposado a raíz del enlace: «El estado actual de mis bienes es tal que si me llevara la muerte en el plazo de un año, nadie podría dejar tras de sí peores recursos que yo. Me veo en la necesidad de costear gastos ingentes porque aquí es costumbre organizar las bodas con todo boato. Pero es seguro que si Dios me regala con una vida algo más prolongada, quedaré ligado y encadenado a este lugar con independencia de lo que pueda sucederle a nuestra escuela. Porque mi prometida posee aquí bienes, amistades y un padre acaudalado. Según parece, dentro de unos años dejaré de necesitar un salario si así me place. Tampoco podré abandonar la región a no ser que surja alguna contrariedad bien pública o bien privada. Una pública sería, por ejemplo, que la región dejara de ser segura para un luterano o que los turcos la acosaran aún más de cerca, de quienes ya se dice que se encuentran en apresto con seiscientos mil hombres. Un infortunio personal se daría en el caso de que falleciera mi esposa. De modo que, como veis, también sobre mi suerte se cierne una sombra. Desde luego no oso pedir a Dios nada más que lo que quiera depararme en estos días» [78]. No va muy descaminado quien sospeche que a la hora de elegir esposa, Kepler no se dejó llevar en último término por la consideración de su patrimonio. El dinero siempre fue importante para él. Sabía que «quien vive en la miseria es un esclavo, y casi nadie lo es por voluntad propia». En cualquier caso, en sus comentarios anteriores se ve cómo jugó con la posibilidad de conseguir independencia externa gracias a los bienes de su esposa, una idea con la que muy fácilmente se olvida que tal libertad suele obtenerse a cambio de contraer otra dependencia aún más desagradable. Su sueño se quedó en mero sueño. La sombra de la que habla iba a oscurecer muy pronto su vida. En su registro anual anotó que la boda se celebró «calamitoso coelo» [79], bajo una configuración astral de malos augurios. Los astros anunciaban «un matrimonio más apacible que feliz, aunque dotado también de amor y delicadeza» [80].
Como en aquel tiempo, y también más tarde, Kepler siempre relacionaba la forma de ser y el destino con el cielo, pocos años después comentó en una carta el influjo que habían ejercido los astros sobre su esposa, sin llegar a nombrarla. «Considerad una persona en cuyo nacimiento los astros benévolos de Júpiter y Venus no ocupan una posición favorable. Comprobaréis que tal persona puede ser honrada y prudente, pero que tiene además un destino un poco sereno y bastante melancólico. Sé de una mujer así. La conocen en toda la ciudad por su virtud, su honestidad y su discreción. Pero es, además, ingenua y de cuerpo orondo. Sus padres la trataron con dureza desde pequeña; apenas se hubo desarrollado la casaron con un cuarentón contra su voluntad. Tan pronto como este murió, se casó con otro de la misma edad y de espíritu más vivaz; pero no era muy hombre y malgastó con enfermedades los cuatro años que vivió durante aquel matrimonio. Ella, que hasta entonces era rica, casó por tercera vez con un pobre de posición despreciable. Entonces le retuvieron su fortuna injustamente y ahora solo puede permitirse una sirvienta contrahecha. La confunden y la desconciertan en todas las tiendas. Además, pare con dificultad. Todo lo que resta de ella es por el estilo. Podéis reconocer aquí, en el espíritu, en el cuerpo y en el destino, el mismo carácter que en efecto es análogo a la posición de los astros. Sin embargo, es imposible que esa alma forjara toda su suerte, porque el destino es algo desconocido y procede del exterior» [81].
Cuando Kepler escribió estas letras su visión se había vuelto más crítica. Pero al principio se entusiasmó con el nuevo hogar y con las expectativas que ofrecía. Regina, su pequeña hijastra de siete años, también formaba parte de aquello que lo alegraba y de aquello que amaba. Había abandonado la idea de dejar Graz del mismo modo que había descartado la idea del sacerdocio. Sabía a dónde pertenecía, y su enlace con una familia distinguida y de abolengo le sirvió para consolidar aún más su posición social. Con aquella unión, la vida de Kepler también quedó vinculada a los duros acontecimientos que se produjeron en la región de Estiria, y fueron estos los que lo empujaron hacia una dirección decisiva para su producción y para el desarrollo de la astronomía, una disposición y un encauzamiento que Kepler atribuyó a la mano de Dios.
Un gran regocijo reinaba en la casa de la Stempfergasse cuando el 2 de febrero de 1598 la señora Barbara concedió a su marido un hijito al que bautizaron como Heinrich, un nombre muy usual en la familia Kepler. Las estrellas volvieron a consultarse [82], y estas auguraron lo mejor: nobleza de carácter, agilidad de cuerpo y de miembros, aptitudes para las matemáticas y para tareas mecánicas, imaginación, diligencia, etcétera. El chico sería «encantador». Una de las ideas favoritas de Kepler, el convencimiento de que al feto le influyeron los antojos y las impresiones de la madre, sale a colación cuando comenta a Mästlin que los genitales del chiquillo se habían deformado tanto que recordaban a una tortuga guisada dentro de su caparazón. ¡El guiso de tortuga era el plato preferido de su esposa!
Pero la alegría de la casa duró muy poco. El niño murió sesenta días después. «Ningún día puede aliviar la melancolía de mi esposa y solo una palabra reside en mi corazón: oh vanidad de vanidades, todo es vanidad» [83]. También Susanna, la hijita que vino al mundo en junio del año siguiente, llegó a cumplir tan solo treinta y cinco días de edad. Las tinieblas de la muerte se arremolinaron en el alma del padre afligido cuando llevó a la criatura hasta la tumba. «Si el padre no tardara en seguirla, el suceso no lo pillaría por sorpresa. Porque en Hungría han aparecido por doquier cruces de sangre sobre los cuerpos de la gente, y otros signos de sangre parecidos en las puertas de las casas, en los bancos y en las paredes (lo que la historia evidencia como señales de pestilencia generalizada). He advertido una pequeña cruz en mi pie izquierdo (creo que soy el primero en nuestra ciudad) cuyo color va pasando del rojo de la sangre al amarillo». La causa de la muerte fue la misma para ambos niños, «apostema capitis», probablemente meningitis [84].
COMIENZO DE LA CONTRARREFORMA
Estas preocupaciones familiares no fueron las únicas que pesaron sobre Kepler. En la misma carta en la que comunicaba a Mästlin la muerte de su hijito, daba también la primera noticia sobre el nuevo peligro que se avecinaba [85]. Por aquel entonces, la vida cotidiana, con sus alegrías y sus desventuras, de aquella ciudad a la que Kepler se había unido aún más a través del matrimonio, trascurría envuelta en una atmósfera de tensión que aumentaba año tras año. Tanto era así que no solo amenazaba en extremo la existencia de Kepler, sino también la vida de toda la comunidad que profesaba su mismo credo. El archiduque Fernando, que entonces contaba dieciocho años, había recibido el juramento de fidelidad de los distintos estados y había asumido el poder el 16 de diciembre de 1596, pocos meses antes de la boda de Kepler. Como ya se dijo en la introducción, después de esto comenzó el drama que, con el tiempo y la acuñación de un término espantoso, acabó conociéndose como Contrarreforma.