habían introducido durante la etapa de estudiante, se presentó ante su vista con una insistencia creciente. Cuanto más la contemplaba, cuanto más profundizaba en sus detalles, más clara, más perfecta, más convincente le parecía, más se avivaba el entusiasmo que había prendido en él hacía tiempo. Comprendió que la de Copérnico distaba mucho de ser la última palabra, que ahí yacía «un tesoro aún sin agotar de verdaderos conocimientos divinos sobre la ordenación magnífica de todo el orbe y todos los cuerpos» [24]. El Sol se ubicó en el centro del mundo. Era el corazón del mundo, el rey alrededor del cual desfilaba, a un ritmo eternamente constante, el séquito de las seis estrellas errantes, Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno. La nueva enseñanza ofrecía una ventaja muy especial frente a las teorías previas porque por primera vez permitía calcular las distancias relativas de los planetas al Sol a partir de las observaciones. ¿Acaso no habían intuido ya los griegos por métodos especulativos, porque carecían de este conocimiento, una armonía en esas distancias, una armonía que ahora podría demostrarse con hechos? ¿No debían existir relaciones estructurales e interdependencias entre todos los valores numéricos que proporcionaba la teoría de Copérnico? ¿Podía deberse el bello orden a la casualidad? ¿Es que la corte del Sol no requería un ceremonial acompasado?
Había llegado el momento de que los pensamientos que pululaban por la cabeza de Kepler adquirieran una forma determinada y se concentraran en un objetivo relacionado, consciente o inconscientemente, con todo lo que había oído o leído acerca de Pitágoras y Platón, san Agustín, Nicolás de Cusa [25] y muchas otras figuras del pasado, pero también con todo lo que la doctrina cristiana le había inculcado acerca de Dios, el mundo y el lugar del ser humano respecto de ambos. Ya desde la primera mitad del año 1595 lo vemos dedicándose con gran celo a los nuevos interrogantes que se vio obligado a plantear a la naturaleza.
¿Qué es el mundo?, se pregunta. ¿Por qué hay precisamente seis planetas? [26] ¿Por qué sus distancias al Sol son las que son, y no otras? ¿Por qué se desplazan con mayor lentitud cuanto más lejos se encuentran del Sol? Con estas atrevidas preguntas sobre las causas del número, el tamaño y el movimiento de las órbitas celestes, el joven buscador de la verdad se aproximó a la concepción copernicana del universo. Si Copérnico había determinado en cierto modo los límites del universo, Kepler buscaba ahora los fundamentos físicos y metafísicos que permitieran revelar esos confines como parte del proyecto del Creador, el cual en su sabiduría y bondad solo podía engendrar el más bello de los mundos. Según su argumento principal, nada en el mundo fue creado al azar por Dios, y su intención consiste en descubrir nada menos que ese proyecto de creación, en reflexionar sobre los pensamientos de Dios convencido de que «cual arquitecto humano, Dios acometió la fundación del mundo siguiendo un orden y unas reglas, y lo midió todo de tal modo que cabría pensar que la arquitectura no copia la naturaleza más de lo que el mismo Dios copió las construcciones de los seres humanos que aún estaban por llegar» [27]. Estas cuestiones conforman la raíz de la obra astronómica que Kepler desarrolló a lo largo de su vida, al tiempo que evidencian su mentalidad en relación con cada una de ellas por separado.
Buscó la respuesta a sus preguntas sobre geometría en la estructura del espacio. Como las figuras geométricas se basan en la divinidad, es en ellas, pues, donde hay que buscar los números y los tamaños que aparecen en el mundo visible. Todo está ordenado de acuerdo a medidas y cantidades. El mundo se creó a partir de las reglas que rigen las cantidades geométricas. Por eso Dios también concedió a los hombres una inteligencia capaz de reconocer esas pautas. Porque «así como el ojo fue creado para los colores o el oído para los tonos, la inteligencia humana no fue creada para entender cualquier asunto corriente, sino las cantidades. El intelecto comprende mejor una cosa cuanto más se parece a su origen, a las cantidades puras. En cambio, cuanto más se aleje algo de ellas, mayor oscuridad y confusión aparecen. Porque, de acuerdo a su naturaleza, nuestro espíritu crea conceptos basados en las categorías cuantitativas para estudiar los asuntos divinos. Si se priva al intelecto de esos conceptos, entonces solo consigue definir a través de meras negaciones» [28].
Pero, ¿qué figuras geométricas podrían procurarle las relaciones numéricas que buscaba? El pensador incansable lo intentó en vano con todos los cálculos posibles. Perdió el verano entero con ese arduo trabajo. Al fin, vio la luz durante una clase. «Creo que fue un designio divino que recibiera por casualidad lo que antes no había podido alcanzar con ninguno de mis esfuerzos; lo creo sobre todo porque siempre había rogado a Dios que me concediera éxito en mi cometido si es que Copérnico había dicho la verdad» [29]. El 19 de julio de 1595 (Kepler preservó para siempre su gran día recordando la fecha exacta) se le ocurrió la siguiente idea: «Si para el tamaño y las proporciones de las seis órbitas celestes asumidas por Copérnico fuera posible encontrar cinco figuras de entre la infinidad existente de ellas que destacaran por contar con unas propiedades especiales, entonces todo marcharía según lo deseado» [30]. Y, ¿no nos enseña la geometría de Euclides que hay exactamente cinco y solo cinco sólidos regulares, a saber, el tetraedro, el cubo o hexaedro, el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro? ¿Acaso no se pueden intercalar esos sólidos regulares entre las esferas planetarias de tal modo que siempre que la esfera de un planeta esté circunscrita por uno de los sólidos regulares, este se halle inscrito a su vez dentro de la esfera del siguiente planeta? Al punto anotó la frase: «La Tierra es la medida para el resto de las órbitas; a ella la circunscribe un dodecaedro; la esfera que lo comprenda será la de Marte. La órbita de Marte está circunscrita por un tetraedro; la esfera que lo comprenda será la de Júpiter. La órbita de Júpiter está circunscrita por un cubo; la esfera que lo comprenda será la de Saturno. Ahora ubica un icosaedro dentro de la órbita de la Tierra; la esfera inscrita a él será la de Venus. Sitúa un octaedro dentro de la órbita de Venus; la esfera inscrita a él será la de Mercurio. He aquí la causa del número de los planetas» [31].
Para el investigador entusiasta fue como si un oráculo le hubiera dictado desde el mismísimo cielo [32], según reconocería más tarde. Tras esta visión comparó las relaciones numéricas que procuraban los sólidos regulares con las que Copérnico había dado para la distancia de los planetas con respecto al Sol, y encontró cierta coincidencia, aunque no absoluta. Su emoción fue extrema. Creyó haber levantado el velo que ocultaba la majestuosidad de Dios y haber vislumbrado parte de su magnificencia infinita. La experiencia le desencadenó un torrente de lágrimas. Se maravilló de ser justo él, un pecador, quien recibió tal revelación, máxime cuando en realidad no había pretendido actuar como astrónomo en este asunto, sino que había emprendido todo aquello como entretenimiento intelectual. «Jamás podré traducir a palabras el deleite que sentí a raíz de mi descubrimiento. Ya no me pesaba el tiempo perdido, ya no sentía ningún hastío hacia el trabajo, no vacilaba ante los cálculos por difíciles que fueran. Pasé días y noches resolviendo números hasta ver si la sentencia expresada en palabras coincidía con las órbitas de Copérnico o si los vientos se llevarían consigo mi regocijo. Por si se daba el caso de que, como yo creía, hubiera concebido el asunto con acierto, hice el voto a Dios, al todopoderoso de bondad infinita, de publicar este ejemplo admirable de su sabiduría en la primera ocasión que surgiera para comunicárselo a los hombres. Aunque estas investigaciones mías no han terminado en modo alguno y aunque de mis ideas fundamentales se desprenden algunas consecuencias cuyo descubrimiento podría reservarme, es deber de quienes disfruten del ingenio para ello, que realicen junto a mí, y cuanto antes, el mayor número de descubrimientos posible para glorificar el nombre de Dios y entonar al unísono alabanzas y loores al Creador, sabio de sabios» [33].
El desarrollo de su invención, su argumentación sistemática y los cálculos que tuvo que ejecutar para demostrarla con mayor precisión, conllevaron un esfuerzo agotador durante las semanas y los meses siguientes. En los estudios que había realizado hasta entonces había prestado mayor atención a las líneas generales que a las ideas de base. En cambio, ahora que había que efectuar un trabajo científico detallado, se vio obligado, como él mismo admite, a aprender mucho más para rellenar las lagunas de su formación astronómica y matemática previa. Así que, como suele ocurrir, a las horas de ardiente entusiasmo les siguieron semanas de sacrificado trabajo y dudas incisivas. Van cartas camino de Tubinga dirigidas a Mästlin, su antiguo profesor, solicitando consejo y ayuda [34]. Este se interesó vivamente por el descubrimiento de su prometedor discípulo y le concedió todo su