Max Caspar

Johannes Kepler


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tomó vacaciones y viajó a su patria suaba [35]. Sus dos abuelos estaban muy mayores y enfermos y deseaban volver a ver al nieto que tanto los enorgullecía. El abuelo por parte paterna falleció justo en aquellos días, y al otro también se le avecinaba el fin. La estancia en la patria brindó al joven científico la anhelada oportunidad de conversar en persona con Mästlin acerca de la conclusión e impresión del libro en el que pretendía comunicar su descubrimiento. Quería agilizar al máximo las cosas, aunque veía claramente que se trataba «de palomas aún no crecidas y de medios vuelos» [36]. La obra que quería publicar lo ayudaría a mejorar y consolidar su puesto en Graz al cual, como ya se ha comentado, había querido renunciar un año antes debido a discrepancias profesionales. Pero entretanto su corazón se había iluminado en Graz. Según refiere él mismo con cierto misterio, ya durante el diciembre anterior (también memorizó esta fecha) «Vulcano había deparado el primer encuentro con la Venus a la que debía unirse» [37].

      Durante su visita a la patria aún se dedicó a otro cometido. Se le había ocurrido construir una maqueta artística que ilustrara su visión de la estructura del mundo. «Un deseo pueril o fatal de agradar a los príncipes» lo llevó [38] a Stuttgart, a la corte del duque de Württemberg. Kepler, que en otro tiempo había sido su becario, quería convencerlo del proyecto y ofrecerle la miniatura para enriquecer su sala de arte. El duque se mostró interesado tras solicitar a Mästlin una opinión que resultó ser muy favorable. Los trámites y los intentos se prolongaron durante varios años. Primero se pensó en dar a la maqueta la forma de un bonito copón. Con el tiempo lo reemplazó un planetario ingenioso para el que Kepler dibujó propuestas detalladas. Pero, al final, el proyecto no se llevó a cabo debido a la ineptitud enojosa de los artesanos a los que se les había encomendado y a las dificultades inherentes al plan.

      La mayor parte del tiempo que pasó en Württemberg Kepler se detuvo en la ciudad de Stuttgart donde, a petición suya, consiguió un lugar en la llamada Trippeltisch del palacio ducal, mesa a la que se sentaban los funcionarios ducales medios y bajos. En Tubinga fue un invitado respetado; el eco de su descubrimiento se había propagado y le había dado reputación. El conocido helenista Crusius, que acostumbraba a anotar en un diario todos los sucesos nimios que acontecían cada día en su existencia en Tubinga (incluso el orden en que se sentaban los huéspedes que invitaba), prescindió de su estilo objetivo al apuntar la participación de Kepler en una comida con la expresión: Pulcher iuvenis [39].3

      Kepler regresó a Graz en agosto. Le habían concedido dos meses de vacaciones, pero estuvo ausente cerca de siete. Aun así, sus superiores mostraron tal magnanimidad, por consideración al duque, que pasaron por alto su extralimitación [40]. Además, Kepler ya tenía redactada una dedicatoria dirigida a los mandatarios de Estiria para la obra inminente y de gran trascendencia, según el ilustre colegio de profesores de Tubinga.

      Una vez que el claustro universitario dio su consentimiento, comenzó la impresión en Tubinga a cargo de Gruppenbach. Como es natural, el claustro se aseguró previamente de que el libro contaba con la aprobación de su miembro experto en la materia, Mästlin. Lo que Kepler había elaborado, explicó este, era extremadamente ingenioso, muy digno de publicarse y completamente nuevo. A nadie se le había ocurrido jamás deducir el número, la disposición, el tamaño y el movimiento de las órbitas de los planetas a priori, o lo que es lo mismo, inferirlos directamente de la secreta voluntad del Dios creador. Ya no sería preciso deducir las dimensiones de las órbitas a posteriori, es decir, a partir de las observaciones. Como esas medidas se conocerían a priori, cabría la posibilidad de calcular el movimiento de los planetas con mucha más precisión que hasta entonces. Lo que Mästlin tenía que objetar era la exposición poco clara y a veces confusa. Kepler había escrito su libro como si todos los que fueran a leerlo conocieran las explicaciones técnicas de Copérnico y como si estuvieran totalmente familiarizados con las matemáticas, pensando que todos eran como él [41]. Esta crítica animó a Kepler a hacer mejoras aquí y allá. Retocó y completó el texto en distintas partes. Pero, con toda seguridad, Mästlin se encargó del trabajo principal, supervisar la impresión, porque él estaba más cerca. Dedicó mucho tiempo y esfuerzo a esa tarea. Buena parte del material que entregó el neófito para su primera obra no estaba listo para el tiraje. Día tras día, escribe Mästlin, iba a la imprenta [42], a menudo incluso dos o tres veces en la misma jornada, para dar instrucciones al impresor personalmente. No descuidó recriminar al antiguo alumno su contribución para la conclusión del libro. Kepler acusa recibo con calurosas palabras de agradecimiento. No obstante, exagera cuando escribe al viejo profesor: «Tengo pocos motivos para denominarla mi obra. En la aparición de este trabajo yo he representado a Sémele, vos a Júpiter. O, si preferís comparar la obra con Minerva en lugar de con Baco, entonces cual Júpiter la he portado dentro de mi cabeza. Pero si vos no hubierais ejercido de comadrona como Vulcano con el hacha, yo jamás la habría alumbrado» [43].4 Y cuando Mästlin le comunica, además, que por cuidar de la impresión había tenido que posponer una valoración del calendario gregoriano que le habían encomendado, y que aquello le valió una amonestación del claustro [44], Kepler lo consuela diciéndole que su colaboración en esa obra le procurará fama imperecedera.

      En la primavera de 1597 Kepler recibió los primeros ejemplares de su libro terminado. Se tituló: Prodromus Dissertationum Cosmographicarum continens Mysterium Cosmographicum de admirabili Proportione Orbium Coelestium deque Causis Coelorum numeri, magnitudinis, motuumque periodicorum genuinis et propriis, demonstratum per quinque regularia corpora Geometrica.5 Que abreviado se traduce en Mysterium Cosmographicum o Misterio del universo. La pequeña obra, hoy rarísima y de gran valor, costaba entonces diez kréutzer [45]. El autor estaba obligado a comprar doscientos ejemplares al editor, para lo cual tuvo de pagar trescientos florines. Como muestra de su gratitud cedió cincuenta ejemplares a Mästlin, que este distribuiría por Tubinga; y, además, regaló al maestro un cuenco dorado de plata que había adquirido elaborando cartas natales. De acuerdo con la costumbre de la época, Kepler esperaba el «reconocimiento» oportuno por parte de los mandatarios regionales de Estiria, a quienes iba dedicada la obra; sin embargo, tuvo que aguardar hasta el año 1600 para recibirlo y al final le entregaron 250 florines que precisamente dedicó a costear su partida involuntaria de Graz.

      La manera de pensar propia de Kepler y modelada después por distintas influencias, queda patente en la sistemática exposición que hace de su hallazgo. Trata los sólidos regulares según sus categorías y clases; estos son para él no solo figuras con un número determinado de caras, de aristas y de vértices, sino claros portadores de las proporciones que han existido en el ser divino desde los orígenes. Kepler pone de manifiesto el gran parecido que hay entre las distancias de los planetas al Sol que él da a priori, y las que se derivan de la observación. Indaga en los motivos que impiden que la coincidencia sea absoluta. Sabe salvar todos los escollos. Siempre reaparece la pregunta «¿por qué?». ¿Por qué la Tierra se halla entre Venus y Marte? ¿Por qué en su ordenación el cubo ocupa el primer lugar empezando de fuera hacia adentro, entre Saturno y Júpiter, por qué el tetraedro se encuentra en la segunda posición, etcétera? ¿Por qué hay que atribuir el cubo a Saturno? ¿Por qué la Tierra posee una Luna? ¿Por qué las excentricidades de las órbitas tienen justo esos valores? Lo que le permite responder esas y otras cuestiones semejantes es la concepción estética del mundo, que encuentra el principio de lo bello sobre todo en la simetría; la concepción teológica, que parte de que «el ser humano es el objeto del mundo y de toda la creación» [46]; la concepción mística, que lo convence de que «la mayoría de las causas de las cosas que existen en el mundo pueden inferirse a partir del amor de Dios hacia los hombres» [47]; la concepción metafísica, según la cual «las matemáticas constituyen el origen de la naturaleza porque desde el principio de los tiempos Dios porta en sí mismo, en la abstracción más simple y divina, las matemáticas, que sirven de modelo a las cantidades materiales previstas» [48]; pero también la concepción física, que parte del principio de que «toda especulación filosófica debe tomar como punto de partida la experiencia de los sentidos» [49]. Principios teológicos y físicos, inducción y deducción, la veneración incondicional de los hechos y una fuerte tendencia al conocimiento apriorístico, especulaciones teológicas y matemáticas, concepciones platónicas y aristotélicas, todo ello se entrecruza y enmaraña en su mente. Su actitud religiosa fundamental queda