Max Caspar

Johannes Kepler


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jesuitas. El intercambio epistolar entre él y Kepler dio comienzo justo en la época en que el duque Guillermo el Piadoso trasfirió el poder a su hijo Maximiliano, primo del archiduque Fernando. Mientras cursaban sus estudios en Ingolstadt, estos dos jóvenes habían estado bajo la tutela de Johann Baptist Fickler, el cual mantenía mucha amistad con los jesuitas y también procedía de Weil der Stadt, de una familia vinculada a la de Kepler por maridaje. Como este residía ahora en Munich, Kepler no descuidó presentarle sus respetos [100] a través de Herwart en la primera misiva que le envió, y en la que naturalmente también hizo lo propio con este último y con los jesuitas. Fickler tampoco dejó de agradecerle al punto los saludos enviados [101]. Herwart envió las cartas destinadas a Kepler a través del agente bávaro en la corte imperial de Praga, el cual las remitía a su vez al secretario de Fernando, el padre capuchino Peter Casal, y propuso a su interlocutor que siguiera la misma vía, pero a la inversa [102], para enviarle las suyas. Todas estas circunstancias favorecieron que Kepler destacara dentro del conjunto de sus compañeros de trabajo, y es comprensible que recibiera una consideración especial por parte del partido católico dirigente y que lo trataran de manera distinta al resto de profesores, los cuales carecían de aquellos contactos influyentes. Hay que subrayar también que un hermano del padre de Kepler se había vuelto católico y pertenecía a la orden de los jesuitas, aunque se sabe muy poco de él.

      Aparte de estas circunstancias externas favorables, a Kepler también le sirvió de recomendación su actitud personal. En lo más profundo de su ser era de naturaleza conciliadora. No es que evitara las discusiones y diera la razón a cualquiera con toda condescendencia. Al contrario. Le gustaban los debates y defendía sus ideas con entusiasmo. Solo que, a su entender, los medios utilizados debían ser acordes con el asunto a tratar. Lo sagrado de la religión debía abordarse, tratarse y defenderse por medios sagrados. En esta materia, el tema más serio de la conciencia, ni la presión externa, ni un acto de autoridad impuesto desde arriba debían condicionar una decisión. Del mismo modo, le parecía absolutamente indigno y ofensivo que cuando alguien defendía su convicción religiosa, se explayara difamando y ultrajando cualquier otra. Él pensaba, conversaba y actuaba según la máxima: sancta sancte.13 Por tanto, no eran las dificultades ni las desventajas externas lo que más lo atormentaba de los incidentes que presenciaba, sino más bien el profundo pesar en que se sumía su corazón a la vista de la opresión, la intolerancia, el odio, los insultos constantes. Él rogaba: «Señor, protege el espíritu inocente del joven príncipe de sus perniciosos consejeros» [103]. En una carta que envió a Tubinga veinte años más tarde, aún responsabiliza al comportamiento de los predicadores del seminario del violento ataque que acometió el bando católico contra sus correligionarios: «El comienzo de toda la desgracia en Estiria surgió sin duda cuando Fischer y Kelling pronunciaron exquisitos discursos tendenciosos y ofensivos desde el púlpito» [104]. Fue algo más que una mera falta de delicadeza que el fanático Balthasar Fischer, en su batalla contra el culto mariano, se mofara desde el púlpito de la bella representación de la Virgen del Manto Protector, desplegando su sotana y preguntando, según dice Kepler en el mismo lugar, si sería decente que las mujeres se deslizaran bajo sus faldas, y concluyendo a continuación que más impropio sería aún que se pintaran monjes bajo el manto de María [105]. En un escrito que Kepler dirigió diez años después de los acontecimientos al margrave Georg Friedrich von Baden, se aprecia una crítica semejante contra los predicadores de su propio bando: «Algunos de los profesores elegidos confunden el ejercicio de enseñar con el de gobernar, quieren llegar a arzobispos y poseen una furia inoportuna con la que lo derrumban todo; se obstinan en conseguir la protección y el poder de sus electores, y la mayor parte de las veces los conducen hacia peligrosos precipicios. Esto es lo que ha traído desde hace tiempo la ruina a Estiria. A menudo nos habrían podido enviar a Estiria gente en verdad más discreta y ejemplar, o en las universidades se habría podido enseñar a los estudiantes el modo y la vía para moverse en lugares tan peligrosos sin dañar la conciencia, y para mostrar la necesaria sabiduría de la serpiente, de modo que los dirigentes de una fe diferente no se alarmen» [106]. Está claro el reproche hacia sus antiguos profesores de Tubinga, desde donde aún retumbaban en sus oídos apelativos como «feroz hombre-lobo, anticristo, puta babilónica» con que solían referirse por allí al papa, del mismo modo que Mästlin ve ahora la obra del demonio en las actuaciones de Fernando. «Ya vemos», escribe Mästlin en respuesta a las noticias de Kepler, «con qué cólera furibunda aguijonea el diablo a los enemigos de la Iglesia de Dios, como si pretendiera devorarlos por completo» [107]. Cómo contrasta con esto el talante de su antiguo alumno, el cual comenta de sí mismo en anotaciones puramente privadas de aquellos días: «Yo soy justo y ecuánime con los seguidores del papa, y aconsejo la misma equidad a todos» [108]. No obstante, se equivocó si llegó a creer, como casi afirman las declaraciones citadas, que en Graz habrían dejado tranquilos a los seguidores de la Confesión de Augsburgo solo con que se hubieran contenido en sus provocaciones. Desde su posición de poder, Fernando habría encontrado igualmente algún camino para llevar a cabo su plan de reinstaurar la religión católica en Estiria. Tuvo que desencadenarse en tierras alemanas una guerra de treinta años, con todos sus horrores y devastaciones atroces, para que aflorara la evidencia de que no se puede ni debe someter la libertad de conciencia a base de coacciones e imposiciones externas. No hay duda de que tal evidencia aún no se ha impuesto del todo en nuestros días.14

      La actitud conciliadora que Kepler manifestó en un ambiente revuelto como aquel no se debe tan solo a su carácter o a la nobleza de pensamiento con que contemplaba las convicciones de sus oponentes y otorgaba a los demás la misma libertad que él mismo reivindicaba para sí. Más bien guarda relación con su postura ante los dogmas por los que discutían los católicos, los luteranos y los calvinistas. No es que él considerara que el dogma carecía de importancia y que daba igual lo que creyera cada individuo siempre y cuando se viviera con corrección. Hay quien ha atribuido a Kepler esta disposición, pero sin ningún acierto. Esa opinión superficial, absolutamente ignorante de la relación que existe entre fe y vida, es producto de un tiempo posterior que se desligó por completo del cristianismo. Kepler estaba convencido de que solo hay una verdad, y consideraba un deber indagar en ella con todas las fuerzas del espíritu. Como ya hemos apuntado, durante sus dudas religiosas tempranas ya había llegado a una interpretación propia de las doctrinas de la ubicuidad y de la eucaristía que se desviaba de las enseñanzas de la confesión augsburguesa en la que había sido educado. En la interpretación de la primera se inclinaba hacia la concepción católica, en la de la última, hacia la calvinista. Hasta entonces se había guardado para sí sus ideas divergentes, pero ahora se sintió impelido a dejar las reservas a un lado. Parece lógico pensar que algunos de los predicadores y profesores víctimas del destierro no vieron con buenos ojos que su compañero y hermano confesional se separara de ellos y consiguiera en exclusiva permiso para regresar a Graz mientras ellos debían padecer en sus propias carnes el infortunio del exilio. ¿No debieron de pensar que había comprado aquel privilegio mediante concesiones al bando católico? Esta opinión aparece sugerida en una confesión posterior de Kepler según la cual, en aquel entonces, se sintió impelido a «descargar su conciencia», y empezó a exponer sus dudas con toda modestia ante los siervos eclesiásticos desterrados. Uno solo alivia su conciencia cuando pesa algo sobre ella. Lo que oprimía a Kepler era saber que no podía converger en todo con sus correligionarios, ni en la actitud ni en el dogma. Eso fue lo que les confesó. Sí, había hecho concesiones tanto a católicos como a calvinistas. Lo exigía su conciencia, no podía hacer otra cosa. Debía seguir su propio camino, el camino que le trazaba su conciencia, gustara o no a los demás. Si con ello conseguía algún favor de la tendencia dominante, bien. «No quería aventurar mi futuro por culpa de ese artículo (el de la ubicuidad) en el que no se hacía justicia a los papistas» [109]. Así se dirigió a uno de los bandos. En cambio, los católicos se equivocaban si creían que era de los suyos. No. Su desasosiego interior lo animó a expresarse con claridad ante Herwart von Hohenburg, adepto destacado del catolicismo: «Soy cristiano. He aceptado la confesión augsburguesa a partir de las enseñanzas de mis padres, a través de indagaciones constantes en sus fundamentos y de pruebas diarias, y me mantengo firme en ella. No he aprendido a ser hipócrita. Soy serio con la religión, no juego con ella. Por eso me tomo igualmente en serio su práctica y la recepción de los sacramentos» [110]. Así pues, el