Max Caspar

Johannes Kepler


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También tuvo que satisfacer esta demanda. La mayoría de estos estudios dispensó a Kepler más trabajo que divertimento, y a veces hasta le hicieron perder la paciencia, si bien con ellos también sacó algún provecho para sí. Le sirvieron para familiarizarse con la literatura de los clásicos, para ejercitarse en ciertos cálculos astronómicos y para iniciarse en las confusas relaciones del calendario romano, todo lo cual le resultó muy útil para sus estudios posteriores.

      El intercambio epistolar que mantuvo con el canciller de Baviera le procuró otra ventaja que no debe pasarse por alto. Dada su posición, Herwart se carteaba con muchos hombres de ciencia y tenía numerosos contactos incluso dentro de la corte imperial. Al mencionar por doquier el nombre del joven matemático territorial de Estiria con palabras de recomendación y de elogio, contribuyó a hacerlo conocido en círculos más amplios y a allanarle el camino para salir de la angostura de su entorno en Graz y acceder a un mundo más vasto. Por otra parte, sería erróneo pensar que el intercambio epistolar con Herwart se limitó tan solo a las indagaciones cronológicas mencionadas. A Herwart le complacía mucho estar al tanto del resto de tareas científicas de su protegido, y mostró un interés muy activo por ellas. Además, este hombre de mundo tampoco dejó de ofrecerle jamás su consejo ante las dificultades externas. Era un pensador cabal que también se mostró contrario a la astrología. Planteando un interrogante crítico conseguía que Kepler volviera a poner los pies en el suelo y lo obligaba a replantearse con objetividad sus ideas, porque las alas de su especulación lo arrastraban con demasiada facilidad a las alturas.

      A pesar de todo lo que se ha comentado hasta ahora, aún no está completa la relación de las cuestiones que Kepler abordó en sus estudios. Así, en sus cartas se le oye discutir mucho sobre la declinación magnética [140] y sobre métodos de ensayo que utilizó para investigar los fenómenos del magnetismo. La oblicuidad de la eclíptica y su variación aparente con el paso del tiempo le inspiraron, a falta de datos precisos, reflexiones «filosóficas» [141]. La observación de los holandeses durante sus célebres viajes a tierras boreales (1594-1596) en los que vieron salir el Sol varias jornadas antes de lo que indicaban sus cálculos, le planteó un enigma [142] que quiso resolver. Y, por último, inició las anotaciones meteorológicas que fue tomando día tras día a lo largo de un par de décadas y que debían ayudarlo a esclarecer la influencia de los astros en el clima.

      Todos los estudios mencionados hasta ahora se efectuaron a la vez, a pesar de apuntar a direcciones tan diferentes. De hecho, constituyeron bloques aislados para obras posteriores, sin que por el momento dieran lugar a ninguna creación. Sin embargo, en el verano de 1599, cuando dio sepultura a su hijita y las nubes del cielo de Graz se cernían cada vez más amenazantes, sus esfuerzos se concentraron en una sola idea que luego pudo emplear como base rigurosa para una de sus obras principales. Se trataba de la armonía y de la obra cuyas partes esenciales esbozó y que no aparecería madurada hasta pasadas dos décadas; era su Harmonice Mundi, su Armonía del mundo [143]. En aquellos meses se fraguaron partes fundamentales de este libro, cuando no su redacción, sí al menos su disposición y contenido. Aunque en otro capítulo se ofrecerá un análisis más detallado de la conocidísima obra, en este punto debemos comentar algo acerca de aquellas ideas básicas, las preferidas por su espíritu, las que lo acompañaron a lo largo de toda la vida, las que lo consolaron, le dieron alas y lo maravillaron y, además, se nutrieron de sus otras indagaciones astronómicas fructíferas.

      En el célebre capítulo 10 del primer libro de Copérnico, donde este bosqueja a grandes rasgos su nueva concepción del mundo, Kepler había leído la siguiente frase: «En esta disposición encontramos una simetría admirable del universo y una armonía en la relación entre el movimiento y el tamaño de las órbitas, que no podemos encontrar en ninguna otra parte» [144]. ¿En qué consiste esa simetría, esa armonía del mundo visible? ¿Dónde encuentra sus bases más profundas? ¿Cómo logra reconocerla el ser humano? Dios no ha creado nada sin un plan y, en su sabiduría y bondad, confirió al mundo la máxima belleza. Este porta en su interior los rasgos del Creador todopoderoso y es copia suya. Pero Dios dotó al hombre de un alma racional, y con ello lo convirtió en su fiel reflejo. Kepler se sintió llamado y empujado por toda la disposición de su ánimo a apoyar aquella frase de Copérnico a través de la tríada que forman los conceptos de arquetipo, copia y reflejo, a desarrollar aquella sentencia en toda su amplitud y profundidad.

      Cuando se habla de armonía se piensa ante todo en la música. La sensación de eufonía que producen ciertos tonos, bien cuando se suceden unos a otros de acuerdo a determinados intervalos o bien cuando suenan al unísono, constituye una de las experiencias más inmediatas del alma humana. Como la música se basa en esas sensaciones primordiales, consigue expresar, mejor que todas las palabras, las emociones más íntimas y profundas del corazón humano. Absorta y extraviada, el alma se hunde en la esencia de su origen, conmovida y vencida por el poder de los tonos. En dichoso arrebato se eleva, llevada por sus alas, hasta las alturas más absolutas donde intuye su eterna morada. A través de los sentidos la música desvela un mundo sobrenatural en el que todo es como debe ser, en el que la voluntad y la ley concuerdan, y en el que la verdad se descubre con toda su belleza ante el espíritu perceptor. Desconocemos la procedencia de ese poder mágico, solo nos limitamos a experimentarlo. La música le ha sido concedida al hombre como un regalo del cielo. Cuando se indaga en las condiciones físicas que producen cada tono y acorde, se llega a algo muy distinto que no tiene nada que ver con el colorido sensitivo de la emotividad. De hecho, los hombres debieron de considerar una revelación la primera vez que descubrieron que dos cuerdas de la misma tensión y consistencia producen sonidos armónicos si sus longitudes son proporcionales a ciertos números enteros pequeños. De manera que la octava de un tono de partida se produce cuando esa proporción es de 2; la quinta, con una proporción de 2/3; la cuarta, con 3/4; la tercera mayor, con 4/5; la tercera menor, con 5/6; la sexta menor, con 5/8; la sexta mayor, con 3/5. ¿Acaso no se trata de una relación prodigiosa? ¿Qué tiene que ver la percepción espontánea de un acorde agradable con las proporciones numéricas? Y, ¿por qué no emiten sonidos armónicos otras proporciones numéricas, como por ejemplo 5/7? Es evidente que entre el reino de los tonos y el de los números, que para un espíritu inocente se encuentran muy alejados entre sí, se oculta una relación basada en la esencia del alma.

      Esta fue la materia en la que Kepler se zambulló. Los primeros en descubrirla fueron los griegos, quienes, siguiendo un rasgo característico de su labor intelectual, fundaron la ciencia de la armonía, la cual pasó a formar parte de las matemáticas y ocupó un lugar central en su sistema educativo. Aunque no sea con plena justicia, la tradición atribuye este mérito a la figura de Pitágoras. En el diálogo Timeo, Platón expuso su teoría de la armonía e intentó establecer una escala musical ideal mediante especulaciones fantásticas basadas en los cuatro primeros números. En ella solo aceptó como consonancias propias la octava, la quinta y la cuarta, y a partir de ellas trató de definir a priori las consonancias impropias de tonos enteros y de semitonos. Kepler recibió especial estímulo de Proclo, un autor neoplatónico al que ya en aquellos años estudiaba con entusiasmo. Sintió que le hablaba el alma cuando leyó en él: «Las matemáticas son las que mejor contribuyen a la observación de la naturaleza, en tanto que revelan la estructura bien ordenada de pensamientos a partir de la cual se creó el todo… y [las matemáticas] presentan los elementos primordiales simples en toda su estructura armónica y proporcionada con la que también fue creado el cielo en su totalidad tomando en sus partes individuales las mismas formas que aparecen en dicha estructura» [145]. La teoría antigua de la armonía fue trasmitida fundamentalmente por Boecio, el famoso hombre de Estado y filósofo en la corte del rey ostrogodo Teodorico. Durante la Edad Media su obra sobre la música tuvo una importancia para la enseñanza de la armonía casi comparable a la que adquirió el Almagesto de Tolomeo para la astronomía. Desde la época de Boecio, la armonía se enseñó en el cuadrivio junto a las materias de astronomía, geometría y aritmética.

      Aunque al determinar las proporciones armónicas los pitagóricos se habían abandonado a una mística de los números confusa y apenas inteligible, Kepler se decidió desde el principio a seguir un camino diferente, uno propio. «No pretendo demostrar nada a partir de la mística de los números, ni siquiera lo considero posible» [146]. Su