los hombres se aborrecen a sí mismos (Job 42:6)! Por naturaleza el hombre piensa que le está haciendo un favor a Cristo al adherirse al Evangelio y al promover Su causa; ¡Que milagro de gracia ha sido hecho cuando descubre que es completamente indigno de Su santa presencia, y clama «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (Lucas 5:8)!
Por naturaleza el hombre está orgulloso de sus habilidades, logros; ¡Que milagro de gracia ha sido hecho cuando sinceramente reconoce, «estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo»! (Filipenses 3:8).
3. En la expulsión del diablo
«El mundo entero está bajo el maligno» (1 Juan 5:19), hechizado, encadenado, desvalido. A medida que revisamos las narraciones del Evangelio y leemos sobre diferentes casos de poseídos por demonios, nos vienen pensamientos de compasión por esas víctimas infelices, y cuando contemplamos al Salvador liberando a estas miserables criaturas, nos llenamos de admiración y alegría. Pero, ¿Se ha dado cuenta el lector que también nosotros estuvimos una vez en la misma situación? Antes de la conversión éramos esclavos de Satanás, el diablo ejercía su voluntad en nosotros (Efesios 2:2), al tiempo que estábamos «siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire». ¿Qué fuerza teníamos para liberarnos a nosotros mismos? Una menor a la que tenemos para detener la lluvia y el viento. La imagen de la incapacidad del hombre para librarse del poder de Satanás, es mostrada por Cristo en Lucas 11:21, «Cuando el hombre fuerte armado guarda su palacio, en paz está lo que posee». El «hombre fuerte» es Satanás; lo que «posee» son las almas cautivas.
Pero bendito sea Su nombre, «Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo» (1 Juan 3:8). Esto fue expresado por Cristo en la misma parábola: «Pero cuando viene otro más fuerte que él y le vence, le quita todas sus armas en que confiaba, y reparte el botín» (Lucas 11:22).
Cristo es más poderoso que Satanás, Él lo venció el día de Su poder (Salmos 110:3), y de esta manera libera a los cautivos (Isaías 61:1). Viene con Su Espíritu a «pregonar libertad a los cautivos» (Lucas 4:18), por lo tanto, se dice del Señor: «el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo» (Colosenses 1:13) arrancándonos y arrebatándonos del poder que nos tenía cautivos.
4. En producir arrepentimiento
El hombre sin Cristo no puede arrepentirse: «A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados» (Hechos 5:31). Cristo fue exaltado como «Príncipe,» de Su pueblo, es decir, aquellos que están en Su reino, y que están regidos por Sus reglas. Nada puede llevar a los hombres al arrepentimiento sino el poder regenerador de Cristo, el cual ejerce desde la diestra de Dios. El arrepentimiento es odiar el pecado, dolerse por él, es determinación por abandonarlo, y un serio y constante esfuerzo por hacerlo morir. Pero el pecado es tan querido y encantador para un hombre sin Cristo, que solo un poder infinito puede llevarlo al arrepentimiento. El pecado es más preciado para un hombre no regenerado, que cualquier cosa del cielo o la tierra. Para él es más preciado que la libertad, y se rinde por completo al pecado convirtiéndose en su siervo y su esclavo. Es más preciado que la salud, la fuerza, el tiempo y las riquezas, puesto que gasta todo esto en el pecado. Es más preciado que su propia alma.
El pecado es parte del ego del hombre. Así como «yo» es la letra central de «pecado», el pecado es el centro, el combustible, la esencia del ego. [Nota del Traductor: el pronombre «I» (yo) es la letra central en la palabra «sin» (pecado)]. Por eso Cristo dijo, «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame» (Mateo 16:24).
Los hombres son «amadores de los deleites» (2 Timoteo 3:2), que es lo mismo que decir que sus corazones están unidos al pecado. El hombre «bebe la iniquidad como agua» (Job 15:16); no puede vivir sin ella, está siempre sediento y debe satisfacerse. Ahora bien, el hombre que adora al pecado, ¿Qué podría cambiar su placer en dolor, su deleite en aborrecimiento? Solamente el poder del Todopoderoso.
Aquí debemos señalar la locura de aquellos que tienen esperanza en el engaño, de que se pueden arrepentir cuando estén listos para hacerlo. Pero el arrepentimiento genuino no está a la entera disposición de la criatura. Es un don de Dios: «si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad» (2 Timoteo 2:25).
Entonces, ¿qué locura mental es esa que persuade a las multitudes a dejar el esfuerzo para arrepentirse hasta el final cuando ya están en su lecho de muerte? ¿Ellos creen que cuando estén tan débiles que no puedan mover sus cuerpos, tendrán la fuerza para mover y apartar sus almas del pecado? Cuán grande alabanza entonces le debemos a Dios si Él nos ha llevado al arrepentimiento de la salvación.
5. En producir fe en Su pueblo
La fe en Cristo que salva no es un asunto tan sencillo como muchos vanamente creen. Muchísimos son los que suponen que es tan fácil creer en el Señor Jesús como creer en Julio Cesar o Napoleón, y lo más grave es que cientos de predicadores los inducen a esta mentira de que es igual de fácil creer en Él, así como creer en asuntos intelectuales, históricos y naturales. Yo podría creer en todos los héroes del pasado, pero tal creencia no cambiaría mi vida en lo absoluto. Yo podría tener una confianza inquebrantable en la historicidad de George Washington, pero ¿mi creencia haría disminuir mi amor por el mundo, provocando un odio por la carne? Una fe salvadora y sobrenatural en Cristo purifica la vida. ¿Es tal fe fácilmente alcanzada? No. El Señor dice: «¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?» (Juan 5:44).
Y de nuevo, leemos, «Por esto no podían creer» (Juan 12:39). La fe en Cristo es recibirle tal como Él es ofrecido y presentado a nosotros por Dios (Juan 1:12). Dios nos presenta a Cristo no solo como Sacerdote, sino también como Rey; no solo como Salvador, sino también como «Príncipe» (Hechos 5:31). Note que «Príncipe» precede a «Salvador,» así, tomando Su «yugo» sobre nosotros va antes de encontrar «descanso» para nuestras almas (Mateo 11:29). ¿Los hombres están dispuestos a ser gobernados por Cristo así como lo están a que Él los salve? ¿Oran ellos tan seriamente por santidad así como lo hacen por el perdón? ¿Están tan ansiosos de ser liberados del poder del pecado así como lo están del fuego del infierno? ¿Desean la santidad tanto como desean ir al cielo? ¿Ven tan terrible el dominio del pecado, así como ven lo terrible de su paga? ¿La inmundicia del pecado los aflige así como la culpabilidad y condenación? El hombre que haga divisiones y omisiones de lo que Dios nos ofrece en Cristo, no le ha «recibido» realmente.
La fe es un don de Dios (Efesios 2:8–9). Es implantado en el elegido por medio del «poder de Dios» (Colosenses 2:12). El pasar al pecador de la incredulidad a la fe salvífica en Cristo, es un milagro tan grande y maravilloso, como lo fue la resurrección de Cristo de entre los muertos (Efesios 1:19–20). Más que un concepto erróneo del camino de salvación de Dios, la incredulidad es una especie de odio contra Él. Así también la fe en Cristo está mucho más lejos que una aceptación mental de lo que se dice de Él en las Escrituras. Los demonios hacen eso (Santiago 2:19), más esto no los salva. La fe salvífica no es solo el corazón despojado de todo objeto de confianza que no sea Dios, sino también un corazón que detesta todo objeto que compite con Él para ganar los afectos. La fe salvífica es la que «obra por el amor» (Gálatas 5:6), un amor que es evidente al obedecer Sus mandamientos (Juan 14:23); pero por su misma naturaleza todos los hombres odian Sus mandamientos. Por esto, donde haya un corazón regenerado que sea devoto a Cristo, estimando al Señor por encima de sí mismo y del mundo, un milagro poderoso de gracia ha sido hecho en el alma.
6. En comunicar perdón
Cuando un alma ha sido grandemente herida por las «saetas del Todopoderoso» (Job 6:4), cuando la inefable luz del santo Dios ha brillado sobre un corazón oscuro, exponiendo su inmundicia y corrupción desmedida; cuando sus incontables iniquidades han sido colocadas frente a su rostro, hasta que el pecador se ha dado cuenta de que va directo al infierno, y se ve a sí mismo incluso como si estuviera parado en el borde del abismo; cuando es llevado