Sandra Arenas

Ecumenismo


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      El historiador puede y, más bien, debe centrarse en estudiar contenidos y continentes de este proceso, el cual sería algo simplista definir solo como “complejo”. Creo que al sumar el significado de todos los elementos que lo componen, posibilita definirlo de acuerdo a lo que ha sido y a lo que es, a saber, un “deseo”: un deseo cristiano de unidad que el historiador lee en la sucesión de eventos, plenamente consciente de no poder ir más allá de los límites de conocimiento intrínsecos de su método científico. Y consciente de que esos límites están muy alejados de las banalizaciones extrínsecas que no comprenden que la motivación de la fe no es menos “real” que los postulados ideológicos o políticos que se invocan para explicar dinamismos internos a las comunidades religiosas.

      ¿Requisitos previos?

      Considerar como proceso histórico este “deseo” quiere decir postular que exista hic et nunc una disponibilidad de capital humano científico y una accesibilidad de las fuentes adecuadas para tal ambición, y que es posible distanciarse de tres tendencias manifiestas en la historiografía reciente.

      La primera de ellas es la de quienes pensaban que la existencia del movimiento ecuménico justificase una historia universal del cristianismo sub specie unitatis, y que ahí, en una historia ecuménica de la iglesia, se resolviese el movimiento que después de haber reconciliado a, al menos, algunas de las doctrinas en el diálogo teológico, podía reconciliar las memorias en una historia que enfriaba la narrativa del conflicto hasta convertirla en una narrativa de una diversidad reconciliada.

      La segunda es aquella que consideraba que la crisis, el callejón sin salida o la derrota de la espera ecuménica hacía posible reconstruir la biografía del estimado extinto. No obstante, como bien sabe quien practica el oficio de historiador, no sirve y no es suficiente estar muerto para ser merecedor de una biografía: es necesaria la idea de que el objeto de la investigación tenga un significado y que esta hipótesis pruebe, no solo a los ojos del autor, su valor como categoría heurística. Y definir aquel hecho, un “deseo”, un deseo cristiano de unidad, es una hipótesis heurística.

      Existía además una tercera tendencia que motivó la escritura histórica del ecumenismo: se trataba de la clara oposición a la convicción de que a quienes venzan la batalla por la unidad les correspondería el derecho/deber de narrar el éxito de un esfuerzo colectivo; se presentaba entonces como el fruto de una genealogía: pioneros, profetas, precursores, reticentes, habían puesto fin, gracias a la tecnicidad de negociación y diálogo teológico-diplomático, a una unidad como concordia confessionis theologorum. A menudo se trataba de un deseo soñado, que sin embargo se basaba en una constatación empírica probada en los gestos de los encuentros y de los diálogos.

      Comparación de narrativas

      No soy tan ingenuo como para pensar que sea posible establecer una analogía entre el tiempo de la búsqueda moderna de la unidad y la cuestión de la unidad de la iglesia del Nuevo Testamento. No obstante, observo que en el progreso de esta búsqueda contemporánea queda patente, a través de un trabajo exegético antes inaccesible, que la cuestión se refleja en el canon y en la formación del canon neotestamentario. Son los cristianos que viven en el nivel de aquella que el mito denominará iglesia primitiva los que deben afrontar tensiones internas que derivan directamente del “grupo de Jesús”: y que la literatura neotestamentaria registra puntualmente, a partir de la tensión entre la iglesia de Santiago, la iglesia de Pedro, la iglesia de Bernabé y la iglesia de Pablo. Son ellos —los cristianos del siglo en el que el Nuevo Testamento se consolida y se convierte en canon— los que aplican al problema tan diverso de unidad de la iglesia (donde el significado de unidad y el de iglesia son diferentes) tres modelos narrativos que los cristianos de los siglos XIX-XX aplicarán para su problema y para su deseo.

      La narrativa del retorno

      La primera narrativa que el movimiento ecuménico encuentra en el NT y se aplica a sí mismo es la del retorno: no tanto del regreso del uniatismo latino que busca durante muchas décadas una retroversión de la historia hasta el punto imaginario de una era de cristiandad en la que todos estaban sujetos al sucesor de Pedro, sino de aquel retorno a un momento de los tiempos de Jesús en el que la iglesia habría experimentado una unidad que hay que recuperar.

      Este tipo de narrativa se nutre de la investigación exegética que solo con mucha lentitud descubre las consecuencias del hecho de que la predicación de Jesús no posee instancias eclesiológicas, sino escatológicas. La exégesis de Jn 17,21 descubre que el amor fraternal no es un principio ético para un tiempo horizontal, sino el signo de la “presencia” sobre el cual la iglesia primitiva construye una instancia de unidad.

      El problema histórico consiste en captar la fuerza que ha generado esta esperanza de poder regresar a una unidad.

      La narrativa del sufrimiento

      La excomunión es el incubador del primer gran ecumenismo; el ecumenismo de la violencia. Más allá de las diferencias confesionales, todas las iglesias tienen la necesidad de expulsar al hereje de la cristiandad y aspiran a alcanzar una paz que marque el umbral de unidad considerado vital. Narrada según la imagen del martirio o los rasgos heroicos de David y Goliat (o de san Jorge y el dragón), la violencia cristiana se convierte de este modo en la epifanía de un escándalo de la división, o en un sufrimiento que la historiografía se encarga de caracterizar de un modo o de otro. Después de que el siglo XVII mostrase que para poner fin a la violencia es necesario dejar a Dios fuera del contrato político, la relectura de las guerras religiosas como drama, y ya no como epopeya, abre las puertas a un replanteamiento profundo de la historia de las divisiones: a través de la crítica iluminista al fanatismo esta relectura considera un error la división que busca remedio, una herida que necesita cura.

      La narrativa de la urgencia

      El deseo de unidad se alimenta también de otra fuente: el sentido de una urgencia a la que considera ineludible. Quien en el siglo XX relee la fórmula ἵνα ὁ κόσμος de Jn 17,21 percibe no solo y no tanto la dimensión escatológica o icónica de la presumible unidad del texto, sino la finalización empírica (ἵνα) de esa unidad. De modo que, si la conversión del cosmos a la fe cristiana tarda, no es por una voluntad divina, sino por una deficiencia del testimonio que señalará de forma flagrante el movimiento ecuménico desde su comienzo formal convencionalmente establecido en la Conferencia de Edimburgo en 1910. El deseo de unidad que el movimiento siente se afirma al destino de esta hipótesis primigenia, que ve la unidad como un retorno y como un remedio, pero también como el instrumento necesario para la eficacia misionera, de la cual la historia parece estar llena. Basta leer las grandes obras de apologética histórica o de controversia.

      La experiencia del imperialismo colonial del siglo XIX plantea no casualmente, en el Reino Unido y en el ámbito anglicano, el problema de cómo manipular la evangelización presentando ante todos una iglesia que reconcilie a los propios antagonismos confesionales, reconociendo, según un modelo kantiano de paz, como primarias las cosas que unen por encima de aquellas que dividen a los fieles que confiesan a Jesús Nuestro Señor: profesan el símbolo, practican el culto de la cena del Señor y leen la Biblia según el canon.

      Objetivo y medio visible

      El movimiento ecuménico del siglo XX perseguía un objetivo preciso: alcanzar la unidad visible. Pero ¿qué significa visible? es uno de los grandes elementos de análisis en la semántica del léxico ecuménico que es necesario estudiar. Desde el momento en que se afirma su existencia, la unidad visible parece ser un objetivo compartido del movimiento ecuménico, pero no resulta tan evidente cuál es el contrario de visible. Es visible la condivisión de la mesa eucarística. Este es el tipo de visibilidad del uniatismo latino que, al desvincular espiritualidad y confesión, considera que la sujeción al romano pontífice justifica una communicatio de iglesias que pasan de una comunión a otra desplazando los confines de la división sin tocarla. De este tipo es la unidad visible entre las iglesias de la comunión anglicana y la intercommunion: una expresión que se recupera en 1930 en el acuerdo de Bonn o que se transforma en el diálogo entre Roma y Constantinopla de 1966-1970, el que lleva al patriarca y al papa al borde de una hospitalidad eucarística que con certeza habría cambiado el curso del ecumenismo cristiano y que en los