debo de ser el último de la fila. Y a mi derecha tampoco, no se ven ni los hoyos. Tal vez los han vuelto a tapar. ¿Se habrán ido? Se han olvidado de mí, puede que no me hayan visto. Seguramente estaba un poco alejado del resto, tal vez me hayan llamado mientras dormía como un tronco.
Sí, ahora los veo, tal vez se hayan adelantado para el ataque. Claro, eso es, por allí hay sombras, veo el destello de las bayonetas –las bayonetas que brillan son una imprudencia–. Deben de desfilar uno detrás de otro y cada vez que pasan por un sitio concreto, probablemente una curva, la bayoneta lanza un destello. Deben de estar entrando en un bosque y, al girar por ese mismo sitio, las bayonetas brillan una tras otra y luego se apagan.
No, no son de los nuestros, son los de enfrente, que nos atacan. Se dispersan por la llanura, con la cabeza gacha, encorvados, como ovillos de humo. Siguen marchando. Sus bayonetas brillan a intervalos regulares como los latidos del corazón, y los ovillos de humo ruedan por todos lados como las olas del mar. Algunos, los fusileros, ya están bien avanzados. Ya los distingo reptando como sapos y reteniendo el aliento, que a pesar de todo, me llega al oído. Dios mío, pero si estoy solo. Deben de haberse replegado, no podíamos hacer frente, son demasiados. Está claro, quieren capturarnos vivos. Voy a disparar, así doy la alerta… eso si no estoy solo. En todo caso, el disparo sembrará el caos en el campo enemigo y así podré huir. En el camión habíamos cargado cinco balas en el fusil, pero voy a comprobar que efectivamente el fusil esté bien cargado. Puedo hacer cinco disparos y luego salir corriendo. Pero si manipulo la culata haré ruido. Y ¿luego qué? ¿Disparo aquí cerca?, solo hay uno o dos fusileros.
A lo lejos van en grupos compactos y allí arriba las bayonetas siguen desfilando. Estoy seguro de que al menos hay un fusilero delante de mí, sigue reptando y a veces se para, oigo su respiración. Estira los brazos y luego las rodillas, oigo la hierba aplastada. Dios mío, me ha visto, me acecha, se ha parado como un sapo inmóvil. En un momento me saltará encima y tendré la desventaja de estar debajo de él. Si tuviese la bayoneta calada en el fusil, podría recibirle. Sigue arrastrándose. Pero no, no es él. Ha debido de hacer alguna señal a alguien para que se una a él. Me han rodeado, estoy perdido… Oigo murmurar detrás de mí, hacia la derecha. Han debido de descubrir los otros agujeros.
Toco el gatillo de mi fusil. Está frío pero se adapta bien a la curva de mi dedo. Agarro con fuerza la culata, el gatillo cede y retrocede hasta el primer tope. Lo fuerzo y esta vez llega al segundo tope, se resiste. Si lo forzase un poco más acabaría por disparar. Aprieto, fuerzo un poco más… y no pasa nada. El gatillo ya no retrocede más, ha llegado al final de su recorrido. Claro, había desarmado el percutor en el camión, por seguridad. ¿Qué debo hacer? No tengo tiempo de armar. Oigo el roce de los pasos contra la hierba detrás de mí. Si me doy la vuelta, perderé de vista al de delante que me acecha. ¿Qué debo hacer? De un momento al otro…
–¡Estás dormido, camarada! ¡No hay que dormirse!
La voz es sosegada, el timbre conocido. ¿Es posible? No estoy solo, es Christov, los ha visto y ha venido hasta mí. Me giro lentamente para hacerle una señal. Detrás de mí veo a Christov de pie, impasible sobre sus cortas piernas. La silueta gruesa me mira sin llegar a entenderme.
–¿No lo ves?
–¿El qué? ¿Has visto algo?
–Aquí, delante de mí…
–¿Qué has visto?
–Hay alguien ahí enfrente.
–¿De veras? ¿Dónde?
–Por ahí cerca, y allá a lo lejos, ¿no ves las bayonetas? Voy a disparar para ver.
–¡Ni hablar! Pero ¿qué vas a hacer?
Por primera vez levanta la voz. ¡Está loco! Lo van a oír desde todos lados.
Enseguida se calma.
–Ven, anda, levántate. ¿No tienes ganas de mear? Ven conmigo… Después de tanto tiempo haciéndome el muerto, mis movimientos son pesados. Intento llevar la rodilla hacia el vientre. ¡Qué difícil! Cuando por fin consigo ponerme en pie, sentir la cercanía del jefe me tranquiliza. A la izquierda y la derecha veo manchas oscuras: son los camaradas. Delante nuestro, la nada. El líquido golpea la tierra y se convierte en espuma haciendo un ruido agradable. Me relajo aliviado. La sensación de bienestar me invade…
–Y bien, ¿qué ha pasado entonces?
–Bueno, es verdad que ahí delante no había nadie, pero allí a lo lejos sí, estoy seguro de haber visto el destello de las bayonetas.
–Es la luna, tarugo. Venga, vete a tu sitio y estate atento. Y sobre todo, ni se te ocurra disparar sin estar seguro de haber visto a alguien.
Estar seguro de ver a alguien, pero ¿qué más quiere?
–¿No van a reemplazarnos pronto?
–Sí, eso espero… Ya veremos.
Y seguimos en las mismas. Entonces me relajo, bajo la guardia de nuevo y el sueño vuelve a visitarme. ¡Con lo bien que estábamos en el campamento a orillas del Marne! Por las mañanas, nos despertaba el canto de los pájaros y acto seguido, recién levantados, nos sumergíamos en el agua tibia.5 Al final del verano una bruma blanca flotaba sobre la hierba, pero los primeros rayos de sol la disipaban. Esa niebla, con un aire melancólico, se iba con pesar para volver con más persistencia a la mañana siguiente. Al cerrar los ojos vuelvo a verla vagar perezosamente colándose en cada hueco. Al abrir los ojos sigo viéndola. La veo tan nítidamente que me da escalofríos.
Tengo frío, las cartucheras se me clavan en las costillas. No tenía que haber cargado tanto la cartuchera que llevo a la espalda, ¡cómo me pesa en los riñones! El impermeable que me protege del frío me procura una tibieza húmeda que se me adhiere a la espalda. ¡Qué frío tengo en los pies! Es cierto que hay niebla blanca a ras de suelo. Es como si pudiese cogerla con las manos. Una mata de hierba teñida de blanco, brrrr… Está tan fría como la nieve. Es que es nieve. Se podrían hacer bolas de nieve, y si fuese recogiendo de todos los lados incluso podría hacer un muñeco. Todo está blanco… Pero esto no es nieve, esto es… ¿Cómo se llama? Es rocío helado. Escarcha. Ya es de día. Toda esta capa blanca parece fluir desde el horizonte, como si manase del cielo lejano.
Nace el día. Por fin se ha acabado esta noche de pesadilla. Menos mal. Ahora lo veré todo más claro. Ahí vienen algunos, ya era hora. ¿Es el relevo? Mejor aún, es el tentempié: café caliente, pan y jamón. De pie allí en medio, con nuestro café, somos los más felices del mundo.
Qué placer, el café caliente. Nos calentamos las manos, las mejillas, la nariz. Correr un poco, moverse, evacuar, vivir. Pero persiste la palidez en nuestras caras, solo brillan los ojos, los ojos con los párpados hinchados, los ojos legañosos. El frío intenso nos irrita la nariz pero pronto subirá la temperatura. El astro rey se levanta; percibimos su corona de oro. Viene a sembrar vida, a espantar a los vampiros, las pesadillas y los sapos de la noche.
–Recoged los bártulos y en marcha.
Sí, en marcha. Los camiones nos esperan en la carretera. Venga, todos arriba y en marcha. El aire es puro, la carretera ancha. Por desgracia el cielo está claro; esperemos que la aviación… Qué imprudencia viajar de día, sobre todo en una zona tan desierta. No hay más que piedras, colinas peladas, y ni un árbol.
Anda, una casa. Y otra. Sin duda nos acercamos a un pueblo. Ojalá haya chicas guapas… Los camiones tuercen delante de la iglesia y se detienen. El Ayuntamiento no debe de estar lejos. Los jefes salen a hacer averiguaciones. Los soldados, como todos los soldados del mundo, inspeccionan con la mirada las calles tortuosas y desiertas.
Llegada de las unidades de la XII BI a Chinchón. Noviembre de 1936.
Algunas mujeres van a buscar agua. No están mal, no están nada mal. Jóvenes, bien hechas, más bien delgadas, ágiles.