César Covo Lilo

¡Es la guerra, camarada!


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la noche allí. Para más seguridad se enviará a la colina que circunda la carretera, frente al cerro amenazador, una compañía que tome las medidas necesarias para atajar cualquier contingencia. Los centinelas patrullan de un lado a otro de la carretera, hasta la famosa curva, con la consigna de disparar a todo aquel que no responda a la primera advertencia.

      En la retaguardia, los hombres tumbados, más bien estirados, con los pies en la cuneta, un codo sobre la grava y la culata entre las piernas, luchan contra el frío de esa noche de noviembre, juntándose lo más posible unos a otros y cubriéndose con todas sus mantas. Pero como la noche es larga y la angustia inmensa, decidimos finalmente enviar una escuadra. Así que la primera escuadra de la primera sección de la primera compañía subirá la pendiente de enfrente y hará averiguaciones sobre el destacamento que está acampado, puesto que la primera patrulla no ha encontrado ningún centinela.

      La escuadra en cuestión se pone en marcha bajo la dirección de un jefe de sección, pero de repente el cabo recuerda que los zapatos le hacen daño, y que esto le impediría correr en caso de necesidad. De hecho, él es uno de los dos hombres que faltaban cuando se dio la voz de alarma en el momento de pánico. Creyó que sería útil proteger la retaguardia del convoy. El cabo de segunda ocupa su lugar y nos ponemos a subir la cuesta. El resto de la compañía avanza, cubriendo a la misma altura, por la carretera.

      Un pálido resplandor se refleja sobre el polvo del camino; es suficiente para guiar los pasos de los caminantes, pero en lo alto las tinieblas enturbian el paisaje. Avanzamos a tientas, tropezándonos en el más mínimo relieve del terreno, arañándonos en cada matorral. Por suerte no perdemos la dirección: el grupo avanza en silencio, consciente de que cada paso le lleva hacia lo desconocido. El teniente se devana los sesos pensando en las decisiones que tomará ante una u otra situación, pero no consigue despejar la incógnita: ¿En qué situación nos encontraremos?

      Tras subir y subir durante largo rato, pasa un periodo de tiempo inconmensurable. El destacamento llega a una meseta ligeramente iluminada. A lo lejos se vislumbra un bulto compacto. ¿Un bosque? ¿Unos matorrales? ¿Hombres? Más allá, el vacío. No nos queda otra elección, vamos directos hacia esa dirección. A medida que nos acercamos, vamos descubriendo que se trata de personas, pronto oímos el eco de sus voces. Un zumbido de abejas que deja escapar algunas voces, en grupos o aisladas. Aprovechando que somos un grupito pequeño, conseguimos acercarnos sin levantar la liebre, nos acercamos aún más sin peligro inminente, sabiendo que cada paso nos aleja de los nuestros. Pasará lo tenga que pasar, pronto lo sabremos.

      El bosquecillo se convierte en un bosque de matorrales, matorrales que esconden innumerables cabezas, de las que sobresalen los cañones de los fusiles. Sin duda son hombres, muchos hombres, hombres armados. Acercándonos más, distinguimos formas sueltas que, apartadas del grupo, orinan de pie. Se oyen algunas exhortaciones, órdenes, ahogadas en un guirigay que demuestra la poca disciplina y espíritu militar. Rápidamente aquel bulto oscuro se apretuja, se encoge y se llena de puntos claros por arriba. No hay duda, nos han visto, nos hacen frente, las voces se vuelven más estridentes, más nerviosas. No hay otra salida, hay que ir de frente, sin equívoco.

      Es un solo grupo formado por miles de hombres, de indumentaria desaliñada, sin ninguna instrucción militar y claramente sin ninguna disciplina. He ahí el mayor infortunio que le podría sobrevenir al enemigo que surge de la nada. ¿Quién de entre ellos podrá y querrá parlamentar? Y sobre todo, decidir. ¿Quién podrá hacerse entender, hacer que le obedezcan? ¿Quién podrá gobernar a esa muchedumbre variopinta de hombres armados y abandonados a su suerte como salvajes? Suponiendo que sean de los nuestros, cómo estar seguros, cómo averiguarlo y convencerles de ello. Confianza y lealtad… Por desgracia, no son términos que suelan abundar por aquí.

      Un pájaro, sobrevolando desde las alturas, los habría percibido como un puñado de gusanos desplazándose sin orden ni concierto en un espacio limitado. Ese es el aspecto que debe de tener este ejército desvaído. Constantemente en movimiento pero sin llegar a desplazarse nunca.

      –¿Quién va?

      Un vago ruido, como el murmullo de un monstruo, nos responde. El escuadrón boquiabierto espera a pocos metros de la multitud inquieta, agitada y vocinglera, como moldeada por unas manos gigantes invisibles. Imposible sacar algo en claro, hay que acercarse más. Ahí están como estrellas fugaces, como cometas, como astros vagabundos. Calzados con alpargatas, vestidos con harapos, acicalados sin ningún tipo de esmero, con la escudilla colgando del cinturón, una manta al hombro, con la cabeza cubierta con alguna prenda y bajo el tocado, la tez negra como el betún, los dientes como una fila de teclas de piano y en vez de ojos dos brasas encendidas. El fusil al hombro, en bandolera o empuñado, el cañón al aire o en tierra, o incluso en horizontal. Dan la impresión de ser marroquíes, pero hablan español, así que podemos intentar conversar. Pero cómo hacernos entender; a la que avanzamos, se forma un vacío constante delante de nosotros. La muchedumbre errática nos rehúye. Nos adentramos en su territorio como si fuese manteca, manteca negra.

      Parecen atónitos y asustados de ver acercarse un puñado de hombres, venidos de quién sabe dónde, amigos o enemigos. La escuadrilla, contando con sus camaradas que se desplazan en camiones por la carretera, se acerca tranquilamente sin correr, ni gesticular ni gritar, pronunciando a duras penas algunas palabras de resonancia española. Nos rodean por completo, no vemos más que sus rostros sombríos y el cielo. Se interpelan entre ellos, dándose empujones unos a otros consiguen empujar hacia delante a alguien que acepte parlamentar:

      –¿Quiénes sois?

      –Y vosotros, ¿quiénes sois?

      –¿Sois republicanos?

      –¿Y vosotros? –con picardía–, ¿sois de Madrid?

      –¿Y vosotros?

      Podríamos continuar un buen rato con esta cantinela, pero los más débiles siempre acaban siendo vencidos. Cuando uno se mete en la boca del lobo más vale ir a por todas. Más vale una catástrofe con fin que una polémica interminable.

      –Somos internacionales que venimos a ayudaros, venimos de Albacete por Chinchón. Somos republicanos antifascistas.

      La suerte está echada, no va más. Los segundos parecen horas y ellos siguen sin soltar una palabra. ¿Qué más quieren? No es que guarden silencio, pues el murmullo continúa, pero no pillamos nada de su jerga entrecortada intencionadamente. De repente surge una voz autoritaria:

      –¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? ¿A dónde vais?

      La agitación de la multitud, que se va apartando, deja paso a un hombre de voz austera, con un habla cortante. Cuando toma la palabra, los demás milagrosamente se callan; se percibe que la individualidad de cada uno se repliega, empequeñece, una sensación de alivio envuelve a nuestros anfitriones. Ahora, que se las apañen –parecen decirse a sí mismos–; pues que así sea, arreglémonoslas.

      Menos mal… Son de los nuestros. En cuanto a la confianza, eso siempre tiene arreglo, a menos que se enfaden. Nunca se sabe con este maldito ejército. Aunque este hombre parece equilibrado y enérgico. A menos que estén disimulando.

      –Y nosotros, ¿cómo sabremos quiénes sois?

      Un hombre se acerca a nuestro interlocutor y le dice algo; aunque lo