César Covo Lilo

¡Es la guerra, camarada!


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traqueteo y el movimiento, hay que explicarles a los jóvenes inocentes cómo desmontar un fusil, limpiarles la grasa y cargarlos con cartuchos antes de enfrentarse al enemigo.

      Entre nosotros están Tonev y Christov, dos viejos veteranos que han luchado en otras guerras y que vienen de «allá arriba». También hay un fulano, un tipo curioso, que resulta un tanto sospechoso. Con los búlgaros habla y se hace pasar por búlgaro. Con los yugoslavos lo mismo. Hasta aquí nada extraño, puesto que a menudo los macedonios de la zona fronteriza suelen actuar así. Pero lo más sorprendente es que hace lo mismo con los turcos y los griegos. Habla con fluidez todas estas lenguas, y también español y francés. Cuenta que, como ha sido marinero toda su vida, ha tenido que alternar con marineros de diferentes orígenes. Parece lógico, pero es que este charlatán tiene una actitud extraña. De hecho, a partir de Chinchón, donde nos han dado las municiones, deduce que nos acercamos al frente. En el camión, se sitúa siempre en el mismo sitio, delante, justo detrás de la cabina del conductor, siempre de pie, y lo más desconcertante es que le ha cortado el ala a su sombrero de fieltro, de forma que solo lleva puesto el casquete, y alrededor lleva anudado un pañuelo blanco. Es curioso, no pasa desapercibido. Después de todo, quizá simplemente sea una persona original.

      En un alto, en un pueblucho, nos paramos a estirar un poco las piernas, y nos distraemos por el pueblo. En el bar de la esquina, Ángel entra en una trifulca con uno de los griegos. Se desencadena una pelea; tan pronto empieza, con una espontaneidad sorprendente, se forman dos grupos: en un lado Ángel y algunos yugoslavos, y en el otro los griegos, los turcos y, sobre todo, el más violento de todos, el hombre del sombrero sin ala y pañuelo blanco.

      A pesar de su edad, es el más vivaz, violento y agresivo. Salta de unos a otros injuriando a «los que han acaparado la dirección de la compañía»; incita constantemente al odio, al descontento de aquellos a los que califica como subalternos, hace que buena parte del efectivo le siga, aduciendo que no quieren seguir soportando la dictadura de los «jefecillos».

      Así estan las cosas hasta que llega Kurt. Kurt el discreto, Kurt el silencioso, Kurt con su eterna libreta y el bolígrafo en la mano, Kurt el invisible, el reservado. Kurt siempre está cuando se le necesita. Él lo ha visto todo desde el principio, ha oído todo, ha comprendido todo y ha anotado todo en su libreta; a diferencia del resto, a él no le sorprende. Sabe muy bien cómo poner las cosas en su sitio, empezando por el principio. Reúne a los comunistas yugoslavos y búlgaros para ponerlos al corriente. Cuenta con los miembros del Partido y en el peor de los casos con los simpatizantes. Le echa un rapapolvo a Ángel, que con el enfado pasado, avergonzado, se encorva al recibir el rapapolvo propinado por el comisario político.

      –No sé quién ha empezado ni quién tiene la culpa. Pero lo que sí sé es que un comunista le ha levantado la mano a un antifascista que ha venido aquí libremente para combatir con el pueblo español. Ahora bien, el comunista debe dar ejemplo, buen ejemplo, demostrando tanto su valentía como su camaradería, siempre y en todo lugar.

      Acto seguido, ante toda la compañía, y después de una breve alocución, le da la palabra a Ángel, mientras que el protagonista griego, con las piernas arqueadas, los puños cerrados en los bolsillos, apenas contiene el genio, preparado para la pelea como una fiera antes del ataque. Ángel habla:

      –Como comunista, considero que he reaccionado mal dejándome llevar por la ira, en perjuicio del buen nombre del partido al cual pertenezco. Espero que el Partido me perdone. Siento también haberle levantado la mano a mi camarada, le pido perdón, porque no estamos aquí para esto…

      El final de la frase se ahoga entre un guirigay provocado por las muestras de cordialidad de su antagonista, cuya cólera, contenida durante largo rato, se ha fundido súbitamente como un pedazo de hielo al sol, y, con gestos desordenados por la excitación, rodeado de sus partidarios, se precipita hacia Ángel exclamando: «¡No, no, por supuesto que estás perdonado, somos camaradas, ha sido también culpa mía!».

      Los dos adversarios se abrazan. Entre la concurrencia, las caras, tensas hasta hace un instante, se iluminan y se tornan felices, todos contentos se congratulan unos a otros. Todos, salvo uno, el viejo marinero charlatán que de repente ha perdido su seguridad; viéndose abandonado por aquellos a los que consideraba suyos, se ve obligado a mendigar la simpatía de todos. Esgrimiendo una vaga sonrisa, camina sin cesar ofreciendo cigarrillos a todos. Al verse finalmente desamparado, y para disimular su orgullo herido, coge una especie de escoba que estorbaba por allí y se pone a barrer con fervor y torpeza la tierra del local, que tampoco lo necesitaba.

      La alegría es generalizada. Todos están felices de constatar que comparten el mismo objetivo, que están aquí por el mismo motivo, que tienen un único enemigo: los otros, los de Franco. El incidente queda zanjado. Para todos, salvo Kurt. A él no le ha sorprendido la disputa. Tampoco la reconciliación. Sabe que todavía no se ha dicho la última palabra. Desde que estamos en España, le hemos ido dando a Kurt las cartas para nuestros allegados en Francia. Convinimos en que, en toda la guerra, la correspondencia debía pasar por la censura y pensábamos que no podría verificar todo el correo. Pero Kurt es ingenioso: ha localizado las cartas del famoso marinero. En el sobre la dirección estaba redactada con letra de primaria, casi de analfabeto, pero dentro el texto estaba escrito con una letra normal, aunque misteriosa. Va siendo hora de que el personaje se explique. Sin duda tendrá muchas cosas que contar. A pesar de sus visibles muestras de fidelidad, se lo llevan al puesto de mando para investigarle. Y como el batallón está a punto de partir, la compañía emprende la marcha sin esperar el desenlace.

      Capítulo 3

      CHINCHÓN

       Que empiece la fiesta.

      Los camiones bajan prudentemente las estrechas calles tortuosas y mal pavimentadas de la pequeña población situada en la ladera del cerro. Una vez en la plaza mayor, el convoy se abre paso con dificultad a través de las casitas que lo rodean, y llega hasta la carretera de montaña que se aleja del pueblo.

      En ese punto, a la salida del pueblo, aunque