César Covo Lilo

¡Es la guerra, camarada!


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responsables circulan, se chocan, se cruzan, se adelantan a toda velocidad. Parece ser que uno tiene más prisa que el resto. Los otros, sus subordinados, intentan abordarle, pero es imposible, va con prisa, se aparta del asedio, se apresura. Quién sabe, tal vez haya un incendio en su casa. Entonces uno de los subresponsables consigue arrinconarlo y, bien juntitos uno contra el otro, intercambian secretos altamente importantes. El primero se aleja pero el segundo le vuelve a alcanzar, tiene prisa, pero no tiene escapatoria, el segundo insiste, intercambian conciliábulos terribles a juzgar por las miradas furibundas que lanzan en todas direcciones.

      Finalmente, el subresponsable, lentamente y con aire de solemnidad, se sube a una mesa, y con los brazos en cruz, en medio de un silencio religioso, predica (la escena me recuerda a una similar, al borde del lago Tiberíades, hace dos mil años):

      –Camaradas, es la guerra, debéis entender que hacemos todo lo posible pero…

      Después de larguísimas explicaciones, concluye:

      –No queda nada de comer.

      Y las puertas del templo vuelven a abrirse. Al ver la cara de los que salen, los que entran se dan por enterados, y en un silencio impregnado de serenidad, dos columnas de hombres se cruzan con dignidad. Los que salen están decepcionados, los otros entran aunque solo sea para echar un vistazo, nunca se sabe, pero se confirman sus sospechas, no era una equivocación. Fuera nos partimos de risa: «A ver, el subresponsable del responsable de la subsección de la sección balcánica, ¿es así como cuidas de tus hombres?».

      El susodicho se defiende de los reproches, se escabulle, atraviesa la calle, se mete en una especie de colmado, con la mirada pasa revista a toda la tienda, ve unos salchichones colgados del techo.

      –¿Qué desea usted? –pregunta la vendedora.

      Con los carrillos llenos, nos dirigimos hacia la gran plaza situada a la salida de la ciudad. Todos vamos comiendo, a excepción de Kurt, que «sin salchichón y sin reproche» dirige a sus hombres a la vez que reprende al subresponsable:

      –Pero tú que eres el responsable, en vez de dar ejemplo, en vez de instruir a los demás, te largas del cuartel a comprar, sin órdenes de ningún tipo.

      Estamos en la gran plaza, es casi tan grande como los campos de maniobras de Lunéville. Allí estamos todos organizados formando cuadros, como es debido. Están los alemanes del batallón Thaelmann, los italianos «garibaldini», los franco-belgas y los polacos, naturalmente, junto a los balcánicos. Estamos todos, perfectamente alineados. Él también está allí, justo en el medio, como es debido. Grande, seco, vestido de azul oscuro, el bajo de los pantalones bombachos ajustado a sus borceguís bien encerados, una chaqueta corta ajustada ceñida por un talabarte sin arma. Tiene la expresión seria, pálido, una nariz larga aguileña calzada por unas gafas redondas, una mirada de águila… o casi.

      La orden resuena a la redonda: «¡Atención! ¡Firmes!».

      Y el universo se paraliza mientras el gran jefe grita: «¡Los comandantes de grupo, preséntense aquí!». Con serenidad, los comandantes se precipitan desde todos los horizontes y se colocan firmes a su alrededor a una distancia oportuna.

      En las filas se oyen diferentes lenguas:

      –Pero ¿qué dice? ¿De qué está hablando?

      El momento es solemne y, desde luego, poco propicio para dar explicaciones. El gran jefe ha dicho alguna cosa que no hemos entendido, y los interesados, como flechas, deshacen el camino, como si un director de cine hubiese anunciado que la toma ha salido mal, y hay que volver a empezar. Y vuelve a empezar.

      –¡Los comandantes de grupo, preséntense aquí!

      Y las flechas se lanzan de nuevo hacia el sol… y vuelven bruscamente.

      Pero esta vez, es el sol en persona el que se desplaza, a grandes zancadas se dirige hacia nosotros, se acerca, está allí, nos deslumbra. Lanza sus rayos por encima de nuestras cabecitas:

      –¿Qué tenemos por aquí?

      Kurt, compungido, farfulla:

      –Yugoslavos, búlgaros, turcos, griegos, armenios…

      –Bueno, está bien. ¿Quién ha sido oficial en su país?

      –Teníamos uno, pero lo han destinado como motorista.

      –Claro, los responsables se mantienen en la dirección política. Bueno, ¿y los suboficiales?

      Le responde un clamor de incomprensión. Hay que traducir. Algunos valientes salen de la fila y se sitúan, inmóviles, a los seis pasos reglamentarios del jefe.

      –Bueno, a ver, que salgan también los cabos, y los soldados rasos. ¿Y los demás? ¿No habéis servido nunca en el ejército? ¡Madre mía!

      Eso quiere decir que somos parte integrante de este ejército. Hasta la fecha, los diversos grupos combatían de forma dispersa, cada uno a su manera, según las directrices de sus sindicatos o partidos respectivos, lo cual creaba muchas confusiones, malentendidos e incluso rivalidades. Además, gran parte del antiguo ejército español escogió o se encontró en el bando contrario. Para luchar contra un ejército regular, nosotros también debemos contar con un ejército estructurado, disciplinado, unificado.

      Esta creencia nos la machacan muy a menudo, tal vez demasiadas veces; y es que a la larga nos fastidia saber que somos un ejército como los demás, cuando nosotros nos consideramos combatientes revolucionarios.

      Algo en nuestro interior nos dice que efectivamente el ejército tiene sus exigencias y que… «¡Es la guerra, camaradas!» es una realidad que hay que tomarse en serio. Sí, pero ¿qué ejército? ¿Y qué guerra?

      Volvemos a estar de nuevo en el patio del cuartel de Albacete. ¡Qué fastidio, la palabra cuartel resuena constantemente en nuestros oídos! Allí estamos, en el cuartel, divididos en unidades estructuradas: batallones, compañías, secciones, escuadras. Con cabos, sargentos, tenientes, capitanes, etc.

      Así pues, somos soldados, y el soldado es en gran parte el uniforme. Los jefes de sección con dos hombres van a recoger los uniformes nuevos y la impedimenta. Vestidos con uniformes nuevos, con cartucheras pero sin cartuchos, morral y manta. En un rincón del patio, hay una pila de cajas de madera, cajas más bien largas, como ataúdes.

      Pasamos en fila india por delante de las cajas que los funcionarios van destripando y, poco a poco, a medida que las vacían, nos hacen un regalo deslumbrante, un fusil nuevo o casi nuevo, de los que disparaban los soldados ingleses durante la Primera Guerra Mundial, que por aquel entonces se consideraba como la guerra que pondría fin a todas