César Covo Lilo

¡Es la guerra, camarada!


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se precisa poco a poco, ya es obvio, el tren se mueve, avanza, las ruedas giran, las oímos golpear las crucetas de las vías de tanto en tanto, pluf… pluf… Aparentemente, las ruedas buscan su camino en el laberinto formado por los travesaños que se presenta ante el tren. No debe equivocarse, como creía nuestro amigo Ilia, ha de encontrar el camino, el recorrido adecuado.

      Ya es un hecho: nos vamos, nos hemos ido, hemos pasado página, hemos quemado las naves, roto los puentes, la suerte está echada, nada volverá a ser lo que era. Las ruedas giran, gira la rueda y girará siempre en el mismo sentido, en el sentido correcto. Nos vamos, iremos allí, a donde se decide el destino de la Humanidad. Vamos a participar en la metamorfosis, ya no con discursos y panfletos, sino como testigos activos. Vamos a contribuir al derrumbamiento de este mundo podrido y al nacimiento de un mundo justo y en paz. La justicia que nunca reinó aquí abajo será desde ahora la regla para todos, para todos los ilegales, para todos los expulsados, para todos los perseguidos, para todos los reprobados.

      El tren ha salido al fin de su caparazón, circula al aire libre con la soltura de una nube, acelera pero no es suficiente, no va lo bastante rápido. Deprisa, deprisa, nos están esperando, allí están solos, no pueden más, vamos a ayudarlos, a respaldarles, el mundo entero empujará la rueda para acelerar el movimiento de esta lucha final, que alumbrará la era de un hombre nuevo. Los explotados recibirán su recompensa, los proscritos volverán a ocupar su lugar, los perseguidos podrán dejar de preguntarse si peligra su vida.

      Por turnos, cada uno de nosotros va tambaleándose hasta el fondo del vagón y vuelve aliviado. Me toca a mí, y al regresar, me da la impresión de haber estropeado la tranquilidad; me miran de una manera extraña. Es evidente que al entrar he interrumpido la conversación, no es menos evidente que hablaban de mí aprovechando mi ausencia, qué raro… ¿Un motín?

      –No, responsable, ¡la revolución!

      Mi reacción no les sorprende, están dispuestos a poner las cartas sobre la mesa.

      –Ven, ven a sentarte con nosotros.

      Me hacen un sitio entre Ángel y Kolia, los más habladores.

      –Mira, aquí todos somos camaradas, no hay diferencias entre nosotros. Estallan las muestras de simpatía y amistad de unos a otros. Es evidente que nadie se atreve a ir al grano. Entonces, convencidos de que hay que decirse las cosas a la cara, dadas las circunstancias y acontecimientos que nos esperan, y pensando que «a este se le puede decir todo porque no es como los demás», se lanzan:

      –¿Sabes?, has hecho bien en venir con nosotros…

      Vaya, vaya, ¿cómo que he hecho bien en ir con ellos? Siendo el responsable, se supone que estoy yo al mando del grupo. De hecho, soy el único miembro del Partido, en activo y de cierto nivel, a quien el secretario le ha confiado el deber de acompañar a este primer grupo de voluntarios.

      –Algunos camaradas militan muy bien hasta que surge el peligro y se apartan. Pero no se debe generalizar; tú, por ejemplo, has venido. Aunque también es verdad que algunos camaradas judíos solo son revolucionarios de boquilla. Por eso nos alegramos de que estés aquí.

      Así que era eso… El condenado asunto de ser judío. En el grupo solo hay un judío y precisamente es él, el responsable. Y entonces, soy un buen comunista, pese a ser judío, y sin embargo, entre los ausentes abundan los que no son judíos.

      ¿Será posible? ¿Será verdad? Incluso en este viaje, camino de la «lucha final» entre camaradas, para dejarnos la vida en los campos de España, donde mis antepasados sufrieron la Inquisición y la intolerancia. ¿Qué hacer? Así funciona el mundo desde hace largo tiempo, se diría que desde siempre, aunque solo desde hace veinte siglos. ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo? Habría que cambiar. ¿Pero cambiar el qué? ¿A quién? ¿Deben cambiar los judíos o los demás? ¿Y cómo cambiarlo? Un cambio a mejor, por supuesto. ¿Pero quién? ¿Qué?

      –A pesar de la Inquisición, tú no dudas en ir, sin contemplaciones, mientras que los tuyos fueron torturados allí en otros tiempos. ¿Tal vez vas con intención de vengarte?

      –En primer lugar, yo voy como antifascista, que sería razón suficiente.

      En cuanto a la Inquisición, es verdad que aún queda cierto rencor, pero examinemos bien el problema de aquella época, ¿quiénes fueron los artífices de la Inquisición? Aquello no lo causó el pueblo español ni tampoco la burguesía. Por el contrario, se sabe que en aquella época el pueblo llano animó a los perseguidos a aceptar el bautizo, considerando que aquella solución era preferible al destierro y a la persecución. La burguesía y parte de la nobleza, acudiendo en auxilio de los perseguidos, en muchos casos, les prestaron sus apellidos españoles para salvarlos de la Inquisición. Hoy en día, un buen número de aquellos judíos sefardíes conserva los nombres y apellidos que los españoles ofrecieron a sus antepasados.

      El alto clero y la realeza, y parte de la nobleza, castigaron primero a los «infieles» musulmanes, para después, a falta de enemigos musulmanes, arremeter contra los «infieles» judíos. Pero cuando no hay ni musulmanes ni judíos no quedan más que los de siempre, los «enemigos» del interior, es decir, los hambrientos, los marginados. El día que estos últimos tomaron la descabellada decisión de declinar la «solicitud» de los primeros los poseedores recurrieron a la solución que habían aplicado siempre a los infieles de cualquier bando.

      Entre nosotros, llegados de distintos horizontes, hay un grupo de balcánicos emigrados en Occidente por distintas razones y reunidos ahora por casualidad. Se alegran de poder hablar por fin en búlgaro, serbio, turco, griego o armenio, sus idiomas natales. Además, conocen alguna palabra en turco, ya que en otros tiempos sus países formaban parte del Imperio otomano.

      Durante siglos, el ocupante intentó, por todos los medios a su alcance, dominar a aquellos pueblos, asimilarlos a la cultura y la lengua turcos, por las buenas o por las malas. Desde entonces, el vocabulario de aquellos pueblos abunda en vocablos turcos.

      Los únicos dos turcos que había en el grupo no solían mezclarse con los demás, a pesar de que todos les hicieran la pelota y se obstinasen en emplear en la conversación el escaso vocabulario turco que conocían.

      Ilia, el yugoslavo, zapatero de profesión, compatriota del responsable general, conocedor del francés y de Francia, por lo menos, según decía, vive en París desde hace algunos años, y acaba de ser designado ayudante de Kurt. Este último, con una libreta en la mano, anota los acontecimientos de la jornada, con una letra fina y apretada. Es un muchacho serio y reservado, al que le gusta el orden. Chapurrea algo de francés, algo de búlgaro, habla bien el alemán y demasiado bien el ruso, y soporta mal la dejadez de los latinos.

      También esta Pelosa, el buen forjador croata, de cara risueña, carácter abierto, botas de cuero, con pantalón bombacho que le cubre las botas, algo que revela su trayectoria… aunque es mejor callarse y no advertir esas cosas. Y también está un joven rubio, con botas del mismo cuero, pantalón de montar, chaqueta de paño bien ajustada a los pectorales y manga larga, cuello de camisa bien estirado, peinado hacia atrás, en definitiva, un pura sangre fabricado en Deutschland pero… que habla ruso, no sabemos cómo ni por qué habla ruso, pero mejor no saberlo, pues es un secreto de polichinela.

      Kurt, el que se toma las cosas en serio, es la discreción personificada. Su eterna libreta y el bolígrafo en la mano le otorgan un aspecto de intelectual que no hay que recordarle, para no sacarle de sus casillas.

      Entre los búlgaros, se encuentra Ángel, joven sin profesión. Después de sobrevivir con trabajillos y confeccionando zapatos trenzados, como la mayor parte de los inmigrantes balcánicos, terminó encontrando trabajo en una clínica médica, en la cual, con inteligencia y ambición, consiguió quedarse como enfermero. Kolia nació en Besarabia, provincia fronteriza bajo administración rumana desde que acabó la Primera Guerra Mundial. En Besarabia, donde la población de habla rusa espera su anexión a la Madre Patria. Él también ha sobrevivido gracias a la confección de zapatos trenzados y a diversos trabajos de poca monta, y se emparejó con una joven estudiante de Angers, quien para poder prescindir de los subsidios familiares acortó sus estudios y obtuvo un título de ayudante