César Covo Lilo

¡Es la guerra, camarada!


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      El responsable de todos ellos nació en Bulgaria, en el seno de una familia de judíos sefardíes, es decir, de judíos perseguidos y expulsados de España durante el reinado de Isabel la muy Católica. Después de haber atravesado los Pirineos, seguir las costas del norte del Mediterráneo, a merced de la tolerancia o de las persecuciones, y sin dejar de hablar español en casa, aquellos judíos se asentaron finalmente en la península balcánica, entonces ocupada por el Imperio otomano. Dado que algunos de ellos adquirieron la nacionalidad del país que habían atravesado, conservaron celosamente dicha nacionalidad, esperando utilizarla en caso de necesidad futura. De esta manera, la familia en cuestión se trasmitía de generación en generación, como un legado, un pergamino que atestiguaba su nacionalidad francesa. Al ser escolarizadas, las niñas no suponían ningún problema, pues bastaba la escuela local –que era búlgara–, mientras que el varón debía estudiar en la escuela francesa. Y dado que en el país la escuela francesa resultaba ser la escuela católica de los hermanos de San Juan Bautista de La Salle, el varón no tenía más salida que acudir a una escuela cristiana. Para ponerle remedio, su madre, que era hija de un rabino, se encargó de inculcarle la verdadera, la única religión que cuenta, la de Abraham, Isaac y Jacob.

      Así fue como, desde su más tierna infancia, se encontró en una encrucijada de nacionalidades y religiones que proclamaban un único Dios, pues eran monoteístas. En casa, el único Dios verdadero era Adonai; en la escuela, el Cristo católico; con los amigos, el Cristo ortodoxo. Entre ciertos amigos, ante todo y sobre todo, se creía en Alá.

      En conclusión, como las religiones antiguas resultaban irreconciliables, la única solución aceptable y satisfactoria parecía ser la que clama el advenimiento de un hombre nuevo en un mundo de justicia. Un mundo en el que ya no seríamos judíos, cristianos, musulmanes o budistas, sino ciudadanos del mundo de pleno derecho, con oportunidades iguales.

      El tren, sin contemplaciones, sigue avanzando, alejándose de París y acercándose a los Pirineos. Con la noche llega la calma, se calman los ardores y se sacia la curiosidad. Estando por fin todos sentados, hay quien juega a las cartas y quien charla sobre cuestiones filosóficas o morales. No, eso no nos divierte en absoluto. Las historias para no dormir, o mejor aún, los chistes de guardias, eso gusta más y anima el ambiente… ambiente de guerreros. Aunque enseguida nos cansamos y volvemos a las conversaciones.

      –El caso es que yo te quería decir algo y se me ha olvidado… Ah, sí, ya lo recuerdo, ¿eres tú el de las dos botellas de coñac?

      –Sí, pero si cogemos el barco, nos vendrán muy bien…

      –Sí, eso es cierto, pero déjame que te diga que yo ya estoy mareado… y además, el aguardiente se puede comprar en todas partes.

      –Hombre, sí, en todas partes, pero ya has visto al «ayudante», que quiere que todo vaya a paso firme, de principio a fin. Del metro al tren, del tren al barco…

      –¿Y qué barco? No te vayas a creer que será un trasatlántico.

      –Sí, eso me pregunto, ¿qué barco? Porque seguro que seremos un montón y no será posible hacerse los indiferentes, los inocentes que se van a dar un paseo en barco.

      –Por cierto, no sabemos si iremos en barco…

      –Exacto, pero además hay otra cuestión, entre nosotros el vino está mal visto, así que no te cuento el alcohol…

      –Ah, pero es lo mismo, es contra el mareo, y como a Ángel le duele el estómago, hemos decidido abrir una.

      –Vale, vale, pero con una botella no habrá para todos, somos un condenado ejército.

      –No hace falta gritarlo a los cuatro vientos; esta es la zona de influencia búlgara, hemos hecho bien en sentarnos juntos.

      –Me estáis empezando a fastidiar, hemos dicho que era para el barco. Dejadme en paz de una vez.

      –¡Ya está! El subresponsable del subgrupo del grupo balcánico haciéndose de rogar. ¿Por lo menos será de cuatro estrellas?

      –No sé cuántas estrellas tiene, y si son cinco, ¿qué más da?

      –Nada, es por saber, déjame ver…

      –Sí, eso, verlo y mirarlo…

      –¡Oh! Pues quédate tu botella… ¿Alguien tiene agua, por lo menos? Ah, vaya, si es de cuatro estrellas ha tenido que ser caro… Mira, bonita etiqueta.

      Acabamos pasándonos la botella de mano en mano, para admirar las estrellas, la etiqueta, acariciar el tapón plateado.

      –El condenado corcho está flojo, mira, ya se ha roto. Vaya caraduras, le pusieron un tapón estropeado, está casi podrido. Ah, sí, no hay que dejarlo así, si no se va a estropear…

      –¡Pues por muy malo que sea el corcho, necesitamos un abrebotellas para sacarlo! ¿Alguien tiene un sacacorchos? Pues nada, mala suerte, si no hay sacacorchos aquí no se bebe.

      –Que sí, alguien tendrá uno, en los demás compartimentos. Espera, voy a preguntar. Pero no puedo pedirles un sacacorchos, ¿qué van a pensar de mí?

      –¿Qué quieres que piensen? Nada, además han visto que llevas material sanitario en tu maletín, así que di que tienes que abrir un medicamento para un enfermo, pensarán que eres médico.

      –Escucha, tú eres el responsable, tendrán que creerte, no podrán decir que no es verdad, no se atreverán.

      –Tiene razón. El responsable se encarga de las misiones delicadas, nosotros de las faenas, los trabajos pesados; yo, por ejemplo, voy a encargarme de sacar el corcho. Y no hagas historias, votamos a mano alzada, por mayoría, sin historias, hay que acatar lo que diga la mayoría, ¡disciplina, camarada!

      –De acuerdo, pero con una condición. Me llevaré la botella, la abriré allí y le echaré un poco al que me preste su sacacorchos y al de al lado. Así estarán implicados, y no podrán delatarnos.

      Algunos instantes después, el responsable volvió con la botella abierta… y casi vacía.

      –Qué queréis que os diga… eran muchos, es lo único que podía hacer.

      –No digas nada, eres un tío legal, y por eso te has tomado la molestia. No merecía la pena, teníamos que haberla dejado donde estaba, por lo menos habríamos tenido la esperanza de degustarla un día. Bueno, pues abramos la otra.

      –¡Ah, no, yo paso! Ahora le toca a otro, el que quiera beber que la abra.

      –Entendido, dame la pócima, yo me sacrificaré por la causa, la causa común.

      Ángel toma la botella y de un golpe seco en el canto de la mesa, rompe el cuello de la botella salpicando a su alrededor y salvando casi todo el contenido.

      –Así no habrá más historias. Es lo mismo, teníamos que haber empezado por aquí.

      Cambiamos de tren. En nuestro compartimento hay otros pasajeros, y un cura. Aquello no impide que, estando por fin relajados, nos dejemos llevar por nuestras chácharas. Pronto las charlas cesan, alguien susurra una melodía de nuestra tierra, otro se une, y luego otros, la canción se propaga, se amplifica, y al final, por contagio, se produce una explosión improvisada de cantos folclóricos, para sorpresa de los «extranjeros», los cuales se sorprenden y luego se rinden al entusiasmo y la espontaneidad. Pensábamos haber ocultado a la asistencia la finalidad de nuestro viaje. El cura, perspicaz y sonriente, explica a sus vecinos perplejos:

      –Son partidarios de los republicanos españoles a los que van a prestar su ayuda.

      Kurt se precipita, como loco, pero ante la evidencia, impotente, se da por vencido.

      El tren atraviesa los campos por la noche. Algunos consiguen adormilarse pero enseguida la claridad se cuela por las ventanas: se hace de día y la intranquilidad se apodera de nosotros de nuevo. Conocemos bien las instrucciones, mil veces nos las han repetido: mantener la calma, la seriedad, no hacer ruido, no llamar la atención. Pero al acercarnos a los Pirineos ya