a gran velocidad, sin trabas, ligero, libre; sí, esa es la palabra: libre.
Hace ya rato que Kurt, en voz baja, ha dado sus instrucciones:
–Al bajar del tren, nos separamos en grupos pequeños, dando la impresión de que no nos conocemos, hablamos en voz baja, o mejor aún, nos callamos.
Una vez más la misma canción: no hay que llamar la atención, sed discretos, pasad desapercibidos, especialmente allí, en Perpiñán. Al pie de los Pirineos, tan cerca de la frontera.
Por fin llega la hora. En el andén, todos fingimos indiferencia y despreocupación, mientras avanzamos, con los ojos puestos en el gran Kurt. Menos mal que es alto y se le ve de lejos. Está hablando con alguien que nos estaba esperando, informado de nuestra llegada. Enseguida nos pasamos la consigna:
–Seguirse sin perderse de vista y sin formar tampoco grupos.
La columna se estira por las calles de la ciudad. Al doblar la esquina de un callejón, Kurt y el guía entran en una puerta cochera. ¡Uf! Por fin vamos a poder relajarnos. Dentro, en un gran patio, nos explican: no será posible pasar la frontera hoy; según parece habrá que hacerlo por la noche. Mientras tanto, habrá que descansar y prepararse, el paso será difícil y tal vez a pie.
Por lo menos podemos salir, pasear en grupos pequeños… (etcétera), pero no hay que alejarse. Después de haber recorrido mil kilómetros metidos en el compartimento de un tren, no tenemos ganas de descansar. Como es natural, algunos no conocen la región o la conocen un poco, no quieren exhibirse, pero a los parisinos no habrá forma de encerrarlos en el corral. Además, la ocasión de visitar Perpiñán no se presenta a menudo. A lo mejor es una ciudad bonita, con chicas de buen ver. Eso, eso, no nos alejaremos, nos quedamos cerca, dando una vuelta por el barrio. El paseo por las calles de Perpiñán, con los brazos sueltos como los marineros de Tulón,1 es bien recibido.
¡Vaya! Ese restaurante tiene muy buena pinta. En el tren solo hemos comido bocadillos, y en la granja, con un poco de suerte, encontraremos ratas. Estamos mejor aquí. Además, cuando crucemos al otro lado, habrá menos ocasiones como esta.
–¡Buen provecho, caballeros! –nos dice el dueño al servirnos en la terraza de su establecimiento.
El pobre no sabe nada. Él no ve lo mismo que nosotros. A lo lejos, el valiente Ilia nos mira con ojos desorbitados y se acerca tan rápido como su tosco cuerpo le permitía, mientras intenta disimular haciendo que pasea.
–¡Rápido! ¡Contraorden! Nos vamos inmediatamente. Reuníos en la casa que ya conocéis.
Efectivamente, delante de la puerta cochera de la casa en cuestión esperan dos autocares, ocultando todo lo posible el interior del porche y del patio. Reina la agitación, nos vuelven a poner en grupos, nos cuentan para que los autocares no vayan demasiado cargados, para que parezcamos turistas… ¡Seguro…! La primera tanda sube al autocar. Los asientos son mejores que los del tren; se va mejor en todos los aspectos; se puede mirar por la ventanilla y parece verdaderamente un paseo.
Qué bonitos son los Pirineos. Nos recuerda al monte Vitocha al pie del cual se encuentra Sofía, nuestra ciudad natal. Pero en Sofía no había autocares ni carreteras. Por la mañana temprano tomábamos el tranvía hasta Boyana o Dragalevtzi, y desde allí, por caminos de cabras, escalábamos la cima hasta el refugio Aleko. Y al llegar arriba, qué espléndidas vistas de Sofía. Qué ganas de saltar con los pies juntos y aterrizar sobre las cúpulas doradas de la catedral Alexandre Nevsky. Por la noche, imposible encontrar sitio en el refugio, más aún los domingos, así que dormíamos al fresco, muy pegados unos contra otros. Al principio las luces de la ciudad nos fascinaban: los faroles bien alineados en cada calle parecían un plano, un mapa geográfico luminoso. Entonces, calle por calle, barrio por barrio, las luces desaparecían. Intentábamos adivinar los distintos barrios hasta que casi todas las luces se apagaban. Ante nuestros ojos solo quedaba una amplia cortina de niebla semejante a unas olas gigantescas y desmesuradas. Entonces nuestros jóvenes pulmones adolescentes, rebosantes de aire fresco de la noche, se embriagaban de pureza. Y diminutos bajo la inmensidad de la bóveda brillante nos sumíamos en la nada.
Aquí, en pleno día, hace un sol resplandeciente. La montaña parece domesticada, atada por una carretera lisa y nítida, que juega a esconderse en el recodo de cada colina. Pero después de cada giro la carretera reaparece, jugando después de una travesura. Y se estira hacia lo lejos, hasta la siguiente curva.
Al doblar una colina, algo insólito interrumpe el juego. Algo descabellado. En plena naturaleza atormentada y salvaje, donde la carretera es de por sí indeseable, hay algo aún más retorcido. En plena montaña, atravesando la carretera, aparece un poste abigarrado, flanqueado por una cabaña tan abigarrada como el primero. Entre ambos, un hombre con un buen barrigón, con la guerrera abotonada hasta el cuello, y en lo alto de la cabeza, un quepí.2 Verdaderamente es el colmo de lo grotesco. Peor aún, qué contrariedad. El autocar se detiene dócilmente ante el esmirriado obstáculo.
Nuestro guía se gira hacia los pasajeros del autocar y pregunta:
–Entendéis el francés, ¿verdad?
Un entusiasta: «¡Sí! ¡Sí!» –le responde.
–Bien –continúa con una mezcla de severidad e ingenuidad–. Cuando vuelva, si os digo algo, haced como si no entendierais. ¿De acuerdo? Que nadie meta la pata. ¿Entendido? Bien.
Se baja y se pone a charlar alegremente con el de la panza. Pronto regresa enfadado, fuera de sí, seguido de cerca por el gordinflón, que hace gestos con los brazos y no quiere saber nada más. Es la negación personificada. Entonces el guía, furioso, abre la puerta del autocar y con un tono seco nos grita:
–Dadme una maleta, la que sea… ¡Venga, dadme una maleta, cualquiera, da lo mismo!
Aunque estamos avisados, el asombro nos deja helados en nuestros asientos. Basta muy poco para meter la pata debido a la naturalidad con la que finge el guía. Pero disciplina, camaradas, ¿verdad? Nos hemos formado en la mejor escuela. Pese a que cada cual se inclina hacia su maleta, interrogando al otro con la mirada. Y es que la repentina improvisación nos sorprende a todos, pero exceptuando algún «Eh…» acallado el plan funciona y no hace aguas. Lo de no hacer aguas es una forma de hablar, porque nuestras camisas estaban empapadas.
–¡Lo ve usted! –exclama el guía triunfante dirigiéndose al guardia–. Nadie habla francés. No son de aquí, son españoles que vuelven a su casa.
Al final, la ira del gordo, fingida o no, se calma, y nuestro guía le lleva otra vez hasta la garita, donde se ponen a tramar algo misteriosamente. Enseguida vuelve relajado, se pone al volante tranquilamente y suelta: «¡En marcha!».
Se abre la barrera y el autocar entra en el «No man’s land». En ese momento, el guía, medio girado hacia sus protegidos, les ordena callar en voz baja, con un largo «Shhhhhh».
El silencio colectivo le responde: mensaje recibido. Pero el corazón nos late como si fuera a estallar. ¿Será verdad? ¿Es real lo que está pasando? Es tan increíble, totalmente inesperado. En lugar de escalar picos vertiginosos, o bien de ser azotados por las aguas embravecidas en una barca de pesca decrépita, cruzamos la frontera cual turistas, bien sentaditos en nuestros mullidos asientos. No nos lo podemos creer.
A pesar de lo cómodos que son los asientos, estamos con el alma en vilo, sintiendo la tensión en la nuca y sin atrevernos a mirar atrás, por si aquel hombre cambiaba de idea. El «Shhhhh» del guía nos mortifica, ¿y ahora qué pasa?
La carretera, ajena a nuestros tormentos, se estira de nuevo a través de la montaña. Poco después la maldita barrera desaparece, al tiempo que a lo lejos, ante nosotros, se divisa otra. Pero esta no nos asusta, todo lo contrario. Entre la asistencia se propaga el bullicio.
El guía, como siempre impasible, nos vuelve a echar un jarro de agua fría:
–¡Silencio!