Carl Sauer, formado a la vera del geógrafo alemán Alfred Hettner, consideraba a la religión un factor influyente en las modalidades de ocupación y uso del espacio (Sauer, 1975). Esta mirada se integró a una larga tradición investigativa que situaba a la religión como un ámbito de reflexión intensamente abordado por las ciencias humanas y sociales norteamericanas y que, en el caso de la geografía, más que generar una subdisciplina formó parte de estudios descriptivos-distributivos y de otros de índole cultural. Estos últimos se sustentaban en los conceptos “área cultural” y “paisaje cultural”, propios de la escuela alemana de los siglos XIX y comienzos del XX, utilizados para estudiar las influencias (determinaciones) que factores como el suelo y el clima ejercían sobre todos los niveles de la vida social (Crang, 1998).
A partir de los trabajos de Sauer se constituyó una corriente de investigadores que se conoció como la “Escuela de Berkeley”, desde la que se gestó un tipo específico de geografía cultural muy enraizada con la geografía histórica y con la geografía regional que produjo dos tipos de estudios. Un primer grupo corresponde a estudios acerca del territorio de los aborígenes norteamericanos, que criticó la forma como se llevó a cabo la conquista de América en todos los aspectos, incluido el ámbito religioso, línea investigativa que evolucionó hacia estudios referidos a las expresiones territoriales de lo formal y lo simbólico, a la identificación, descripción y explicación de ciertos principios organizadores de lo religioso y de lo sagrado en el territorio, y a una geografía urbana influida por la teoría social. Un segundo grupo se dedicó a la descripción y análisis de las formas y relieves norteamericanos y latinoamericanos (Flores, 2007).
La geografía de las religiones en la actualidad
Líneas investigativas actuales asociadas a los estudios urbanos y culturales intentan comprender el rol de lo religioso y de lo sagrado en la generación de atribuciones simbólicas a los espacios y edificios, en la organización espacial, en el control territorial, en la construcción de alteridad y en la evolución de las formas, como se vivencia lo sacro en la ciudad (Racine & Walther, 2006). Otra línea estudia las representaciones espaciales del fenómeno religioso y cómo este se relaciona recíprocamente con las condiciones del grupo social y del medio en que habita. Este enfoque entraña una oportunidad, pero también una amenaza: incorpora temas a la geografía humana y a la nueva geografía cultural, sumando variables sociales a las espaciales con el fin de construir explicaciones y teorizaciones más completas, ya que el “interés de los geógrafos por los fenómenos religiosos tiende también a ensancharse a todas las manifestaciones sociales que pueden agruparse bajo las voces de ‘religión y espiritualidad’” (Racine & Walther, 2006, p. 483). Pero, al mismo tiempo, puede ocurrir un distanciamiento de lo geográfico si es que se intentan explicar estos fenómenos solo desde lo social, descuidando variables espaciales y prescindiendo del análisis territorial.
Con el fin de clarificar el rol de lo geográfico en el ámbito de lo religioso, Erich Isaac diferenció a una geografía religiosa de otra geografía de la religión, siendo la primera una preocupación de los teólogos y de los estudios de religiones comparadas, mientras que la segunda es propia de los geógrafos (Isaac, 1963). El ámbito propiamente geográfico se transforma permanentemente debido a la afluencia de nuevos autores y temas de investigación. En este sentido, Kong convocó a la producción de nuevas geografías concordantes con los planteamientos de la Modernidad que estudien los diferentes sitios de la práctica religiosa más allá de lo oficialmente sagrado y que incorporen elementos perceptivos, sensuales y sensoriales y la diversidad religiosa originada por los contextos simbólicos, históricos, culturales, demográficos, morales locales (Kong, 2001b). Este planteamiento fue apoyado por Holloway y Valins, quienes, basándose en los planteamientos de Foucault, conciben a lo religioso como un sistema específico de ética, moralidad, arquitectura, ideas de patriarcado, construcción de leyes, gobiernos, etc. (Foucault, 1980; Holloway & Valins, 2002).
La geografía brasileña ha aportado significativamente al desarrollo de la geografía de las religiones, destacando los trabajos de Zeny Rosendahl y Roberto Lobato Corrêa, quienes estudian la espacialidad de los credos, la dinámica y estructura de ciudades religiosas o hierópolis, y las prácticas religiosas, entre otras temáticas, integrando las ramificaciones culturales y las cultuales con lo morfológico a lo simbólico, desde lo que está a lo que se cree, vivencia o se inscribe. Dicha perspectiva permite, a nuestro juicio, interpretar la dimensión simbólica de aquello numinoso contenido en los templos, entendidos como sentidos y signos disponibles en el paisaje cultural urbano (Corrêa & Rosendahl, 2004; Rosendahl, 2009).
Lo anteriormente consignado evidencia que estudios empíricos susceptibles de ser clasificados como parte de las geografías de las religiones han evolucionado en una serie de tendencias, como geografía denominacional, paisajes y organización espacial de grupos religiosos particulares, el desarrollo de centros sagrados y peregrinación (Sopher & Gay, 2006), a lo cual se suman estudios postcoloniales y postmodernos (Kong, 2001b).
Conversión y Espacialidad
La experiencia de conversión resulta un punto de partida inobjetable para el análisis geográfico del fenómeno religioso, por cuanto la pertenencia a un credo está mediada por un cambio personal donde el individuo pasa de un estado de no creencia a un tipo específico de opción religiosa o bien pasa de la pertenencia a una fe a otra. La explicación de esta situación primero, y sus posibles efectos espaciales después, requiere considerar los aportes de teorías que abordan en diversas escalas las vertientes, dinámicas, procesos y patrones del cambio religioso, por cuanto la conversión no es únicamente una cuestión de interés individual constreñida a la esfera privada, sino que afecta a lo colectivo y se engarza con problemáticas referidas a la secularización, al modelo de desarrollo, formas de comprensión de mecanismos de provisión y ayuda, comportamiento del capital humano, social, simbólico, sinergético, cultural, ética del trabajo, proyectos de vida, concepciones de propiedad, decisiones inmobiliarias, educativas, sanitarias, políticas, reproductivas, sexuales, de género, étnicas, entre los muchos factores que se entrelazan con el hecho de convertirse a un credo, incluyendo posibles transformaciones espaciales (Woods, 2012).
Los procesos de conversión en la actualidad son concebidos como una de las tantas expresiones de interacción entre credos que coinciden en un espacio-tiempo determinado, interacción que en el caso chileno no siempre fue pacífica, sino que en algunas épocas fue la culminación de confrontaciones cargadas de violencia y con nefastas consecuencias: incluso en la actualidad hay quienes sindican a la conversión como una forma inflexible de conquista (Mills & Grafton, 2003) donde los individuos, más que protagonistas, son expresiones de la coexistencia dinámica y cambiante entre grupos e instituciones y del rol y estatus público de lo religioso en una sociedad determinada (Habermas, 2002, 2006; Jansen, 2011; Jindra, 2011).
La inserción del país, primero al imperio español como espacio marginal de conquista, y sus posteriores engarces a otros arreglos geopolíticos de larga duración redundaron en que algunas prácticas de modernización funcionaran como factores estructurales que incorporaron racionalidades occidentales modernizantes a la cultura en general y a la religión en particular. Weber planteó que la incorporación de mayores cuotas de racionalidad al dominio religioso producía transiciones entre credos al considerarse a uno más racional que al otro (Weber, 2001), lo cual fue ratificado, en casos de conversión de evangélicos a católicos en un trabajo de Alcaino y Mackenna (2017), donde parte de la explicación del cambio se asoció a la consecución de un mayor estatus por parte de individuos que habían sido formados en el credo evangélico que les impulsaba a armonizar, mediante el cambio de religión, su locus social con las prácticas de sus nuevos entornos (Alcaino & Mackenna, 2017). En otra dirección, el paso de católicos a evangélicos, en el contexto de la ocurrencia de procesos de modernización, puede explicarse mediante la ocurrencia de un proceso de privación relativa ya que el sentido de comunidad de los grupos evangélicos morigeró, de mejor modo que el catolicismo, la exclusión y postergación de parte de la masa proletaria excluida, anómica y postergada (Lalive d’Epinay, 2009; Marshall, 1991; Parker, 1993). Ambas explicaciones respecto al cambio religioso resultan parciales, si es que no consideran aspectos referidos al tejido