como si estuviéramos de camping para ceder nuestra habitación a los invitados. Y yo feliz de poder vivir estos momentos de acampada con él, pues siempre ha sido mi confidente, y estas noches significaban poder hablar hasta las tantas sin más preocupación que la de que nos pillaran nuestros padres.
Todas las mañanas íbamos a la playa. No encontraréis un agua tan fría como la de Port de la Selva (sí, así se llama mi querido pueblo), pero tampoco tan cristalina. Me pasaba horas y horas tostándome al sol para después tirarme directa al antártico. No, esto último es broma, de directa nada, soy la típica que primero mojo un pie, salgo corriendo, vuelvo a entrar para mojarme los dos, sumerjo las muñecas y me paso un poco de agua por la nuca para que no me dé un corte de digestión (del desayuno que he tomado hace tres horas y media), me mojo la barriga y, finalmente, entro chillando para que toda la playa y el pueblo de al lado se entere de que, por fin, me he tirado al agua. Todo esto ante la expectación de mi familia y amigos que, entre risas y para nada extrañados, están animándome pero a punto de volver a salir, arrugados, del tiempo que hace que me esperan.
Por las tardes, dormíamos la siesta y luego salíamos a pasear por el pueblo mientras comíamos un helado. Luego, subíamos a la azotea y hacíamos una barbacoa de carne o sardinas. Solíamos ser más de veinte personas, así que mientras unos ponían la mesa, mi abuela preparaba el pollo o las sardinas aliñándolos y mi abuelo y mi tío encendían el fuego. Aún tengo la imagen de los dos sin camisa, secador de pelo en mano, dando viento a la barbacoa para que el fuego prendiera más deprisa.
Yo, presumida de serie, me arreglaba para la ocasión: sombra de ojos, pintalabios y hasta purpurina en el pelo. Estaba todo el día pensando en el modelo de ropa que me pondría para la cena y subía toda digna a escuchar los elogios de los mayores.
Después de cenar, salía con el grupito de amigas que había formado allí: Dúnia, Alba, Sonia y Maria. Solíamos ir a tomar algo al chiringuito del paseo marítimo para luego estar a las 00 h en casa, aunque mis padres nunca me pusieron hora para regresar, siempre me han permitido autorregularme sola y yo nunca me pasé de la raya. No hubo día en el que llegué más tarde de lo que dicta el sentido común, y no porque no me lo estuviera pasando bien, sino porque no quería hacer sufrir a mis padres, sobre todo a mi madre, que es sufridora de nacimiento y si estaba mucho tiempo sin saber de mí se asustaba. La entiendo, a mí también me pasaría.
Y así pasábamos el verano: entre familia, amigos, barbacoas, playas y helados. Pero llegaba el más temido, pero a la vez amado mes del año: septiembre. Y es que la rutina volvía a empezar, y eso era necesario, pero significaba que terminaba verano y, en consecuencia, estar rodeada de tanta gente querida. Aun así, a mí me gustaba volver, reencontrar mi piso de Barcelona y todos mis juguetes, el olor de mi hogar, mis rincones de nuestra casa favoritos y esa oportunidad de volver a empezar, intentar sacar mejores notas que el curso anterior, estar más atenta en clase, hacer los deberes el primer día… Y enfadarme menos, porque siempre he dicho que tengo un chihuahua interior que de vez en cuando, sobre todo cuando tengo hambre, sale a morder al primero que se atreva a poner a prueba mi paciencia.
Este bendito carácter se lo debo a mi abuelo, una de mis personas favoritas en el mundo. Con él puedo hablarlo absolutamente de todo, incluso de temas de sexo. A día de hoy, tiene 96 años y es más abierto de mente que muchos jóvenes. Llevamos hablando cada día por teléfono desde que tengo uso de razón. No hay día que no hable con él, a veces sobre temas más banales y otras sobre temas más profundos, pero la cuestión es escucharle la voz y decirle “te quiero”. Siempre que he tenido una preocupación ha sido la primera persona que se me ha pasado por la cabeza para contársela y escuchar atenta su opinión al respecto. Además, es una persona equilibrada: tiene mucha paciencia y sabe escuchar, pero no le toques demasiado la moral porque tiene tanto genio como bondad. Así somos y así seremos, porque si él en 96 años no ha conseguido más que apaciguarse un poquito, ¿qué tengo que esperar? Todo el mundo dice que somos calcados, y orgullosa que estoy.
Prosigo. Empezaba septiembre y con él las compras de libros de texto y su rutina de forrarlos y luchar con las burbujas de aire que quedaban entre la cubierta y el plástico. Mis padres tenían ya un máster: utilizaban los biberones de mi hermano pequeño a modo de rodillo para que ninguna de esas endemoniadas se atreviera a permanecer allí, dejándome sin diversión para hacerlas explotar durante las horas de clase.
Aquel año iba a cursar segundo de la ESO y, con él, aunque en aquel momento no lo supiera, empezaba mi historia de terror camuflada de romanticismo.
El curso ya iba viento en popa, íbamos a terminar el segundo trimestre y faltaba muy poco para las vacaciones de Semana Santa. Estaba muy estresada porque iba a suspender matemáticas y sociales, asignaturas innecesarias a mi parecer, con las que nunca me llevé bien. ¿A quién le importa que sepa el valor del número E o hacer a mano la raíz cuadrada de 1709 con las tecnologías que hay hoy en día? Y ¿qué más da aprenderme todos los ríos y afluentes de la península si hay carteles que indican sus nombres en cada puente por el que pasamos? Pues eso, que las suspendía. Pero estaba feliz porque volvíamos a mi querido y añorado pueblo. Otra vez sentiría esa paz mental, podría leer en la orilla del mar, ir a mi rincón favorito del mundo donde tantas horas habíamos pasado mi abuelo y yo conversando y arreglando la sociedad, otra vez rodeada de familia y amigos…
Cuando de repente me conecté al Messenger (plataforma online para mandar mensajes instantáneos) y me abrió conversación un chico, EL chico:
—¡Hola! ¿Qué tal?
—Hombre, ¡hola! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué haces por aquí?
—Pues mira, que estaba haciendo limpieza de contactos y, como te has conectado, he pensado abrirte. ¿Qué me cuentas?
—Pues mira, un poco triste porque el chico que me gustaba me dejó de hablar hace un mes, ya que le gusta mi mejor amiga del pueblo, estresada porque voy a suspender mates y sociales, pero feliz porque subiremos a Port y podré desconectar de la rutina.
—Ostras, siento lo de tu novio… Si quieres puedes salir conmigo…
—¿Contigo? Si no nos conocemos ja, ja, ja. Seguro que es una broma. Hazme una perdida a ver si eres tú (689576435).
—Voy.
(Llamada perdida)
—De acuerdo, me ha llegado la llamada. ¿En serio quieres salir conmigo?
—Sí.
—Pues no, porque no nos conocemos. Primero tenemos que pasar por la fase “amigos” y luego novios. Pero de conocidos a novios ni hablar.
—Ja, ja, ¡hecho! ¿Quieres ser mi amiga?
—Muy gracioso. Tengo que irme a cenar, si quieres mándame un sms luego.
Y el mensaje llegó, pero a la mañana siguiente.
¡Hola! ¿Quieres salir conmigo? Espero que tengas un buen día.
Me sentía emocionada y extraña al mismo tiempo. Yo tenía trece años, y él 16. Sentía cosquillas en la barriga al imaginarme saliendo con un chico tan mayor. Sería la primera de la clase en tener novio. Madre mía, ¡novio! ¿Y mis padres? ¡Por Dios, si todavía no le había dicho que sí! Pero no le conocía en persona. ¿Y si era un pervertido? No creo, mi amiga le conocía y me había contado que era un chico normal. ¿Y si no estaba preparada? Además, vivía en Gerona, muy lejos de Barcelona… ¿Cómo lo haríamos para quedar? Pero era mayor… y me había pedido salir dos veces, si le decía que no igual me dejaba de hablar… ¿qué tenía que perder? Y le contesté.
Hola! Pues… la verdad es que quiero salir contigo, pero no estoy segura porque no nos conocemos en persona y vivimos lejos. ¿Tú estarías dispuesto a venir a Barcelona? Mis padres no me dejan salir ni del barrio…
La respuesta llegó al cabo de pocos minutos.
Tranquila, puedo bajar en tren. ¿Te va bien el 19 de marzo? Es el primer día de Semana Santa.
Estaba dispuesto a desplazarse, eso es un punto. Y había decidido esperar a que fueran vacaciones. Pero nos vamos a Port… Tenía que