ya? Esperaría un tiempo prudencial por no parecer desesperada y luego le contestaría amable.
Fui a dejar la mochila en la habitación y, al pasar por delante de la cocina, mi madre soltó:
—Uy, parece que aún te dura la sonrisa de esta mañana. Así me gusta, que estés de buen humor.
Al entrar, cerré la puerta y escribí:
¡Genial! Tengo ganas de verte en persona.
CAPÍTULO 1. PRIMERA CITA
CAPÍTULO 1. BIENVENIDA AL INFIERNO
Llegó, al fin, el famoso sábado. El día en que conocería al chico que, desde luego, cambiaría mi vida por completo.
Estaba nerviosa, no, nerviosísima. Me cambié de ropa un millón de veces antes de decidirme. Y, cuando estaba vestida del todo, me vi reflejada en el espejo de la habitación de mi madre mientras hablaba con ella y fui directa a cambiarme otra vez. ¿Cómo había podido elegir este pantalón? ¡Me quedaba fatal!
Estaba cambiándome cuando, de repente, sonó el interfono. Imposible que fuera él, habíamos quedado 45 minutos más tarde. Escuché a mi madre al otro lado del pasillo: sí, ¡sube!
¡¿SUBE?!
—¡Mamá! ¿Qué significa sube? —grité desde mi habitación mientras intentaba andar y meter la pierna en el camal del pantalón a la vez.
—Hombre, Mía, pues que yo quiero verle la cara. ¿Y si es un violador? ¿O un secuestrador? Yo tengo que verle la cara para luego describirlo en comisaría.
—¡Pero mamá! ¿Cómo voy a presentártelo el primer día? ¡Por favor, qué vergüenza! —supliqué, intentando quitarle la idea de la cabeza, aunque sabía perfectamente que habría sido más fácil enseñarle a hacer el suricata a un perro que hacerla cambiar de opinión.
—Mía, salgo, le veo la cara y me vuelvo a meter dentro de casa, pero yo quiero verle la cara, y no se habla más del tema. Punto final —sentenció mi madre.
Aterrorizada anticipando la catástrofe abrí la puerta y, ahí estaba él, sonriendo tímido porque, por supuesto, había escuchado toda la conversación desde el otro lado de la puerta.
—Hola… —saludó.
—¡Hola, guapo! Soy la madre de Mía —se autopresentó mi madre.
—Vale, mamá, ya le has visto la cara, ahora métete para dentro y deja de molestar —le dije a mi madre con una mirada de por favor, por una vez en tu vida, HAZME CASO.
—Bueno, chicos, pasadlo bien. Mía, sé puntual. Aquí a las 11.30 h COMO MUY TARDE —se despidió.
—Sí, mamá. Adiós.
En cuanto mi madre cerró la puerta, me giré y le besé. Me salió instantáneo, no sé exactamente por qué, como un acto reflejo. Se suponía que era mi novio, ¿no? Pues teníamos que saludarnos así.
Él me devolvió el beso, aunque sorprendido, pero no me abrazó ni me pasó el brazo por la cintura. Igual era por respeto, porque le pareció que sería abusar.
—Bueno, ¿a dónde quieres ir? Tenemos una hora y media… —advertí.
—Pues… no me conozco la ciudad así que tú mandas —contestó todavía tímido.
—Vale. Conozco un sitio que te gustará. Vamos.
Le cogí la mano y me dirigí a la Avenida Gaudí, un paseo que había justo al lado de mi casa. Allí había bancos y podíamos estar tranquilos.
Esa hora y media me pasó volando. No hablamos mucho, pero estuvimos mirando cómo los perros se parecen a sus amos y fue muy divertido. Me contó que había venido con un amigo suyo que le había acompañado, que no tenía hora de vuelta a casa, que pasarían el día en la ciudad y luego volverían otra vez en tren.
Cuando nos despedimos eran las 11.30 h justas. Al entrar en casa mi madre me recibió con una sonrisa porque llegaba puntual.
—¿Cómo ha ido? —preguntó.
—Ay, mamá, pues ha ido muy bien —contesté embobada, aún recordando la que había sido mi primera cita, y fui directa a mi habitación.
Me gustaba estar sola, valoraba mucho tener mi propia habitación para poder estar tranquila. Era mi sitio en casa, mi rincón, mi pequeño refugio que podía decorar a mi manera, donde podía estar conmigo misma y reflexionar sin que nadie interfiriera. Aunque, tengo que decir que tan íntima no era, ya que mi armario era el más grande de la casa y allí guardaban el stock de detergente, la plancha, la caja de hilos y agujas para coser y las sábanas. Así que era mi guarida, pero a la vez servía de almacén, lo que significaba que la mayor parte del tiempo que pasaba en mi alcoba podía estar sola, pero en cualquier momento podía entrar alguien a buscar cualquier cosa del armario. Aun así, yo valoraba mucho tener mi propia habitación y no tener que compartirla con mi hermano, como le pasaba a una de mis mejores amigas, que tenía una hermana y no podía estar casi nunca sola, siempre que la llamaba por teléfono estaba ella a su lado. Así que apreciaba el hecho de poder ir a la habitación a encerrarme y, así, aislarme del mundo exterior que a veces me parecía injusto y cruel, y eso me hacía enfadar. Sí, siempre he sido muy justiciera. Me da toc el hecho de que un tema no quede cerrado de forma equitativa para ambas partes, me desequilibra y no soy capaz de tener paz mental sabiendo que hay una injusticia. Cuando eso pasa, manifiesto mi opinión y, como tengo carácter, la mayoría de veces me pierden las formas y lo digo mal, lo cual enfada a la otra persona y al final acabo discutiendo con media sociedad, encerrándome en mi habitación (y en mí misma) para desahogarme llorando.
CAPÍTULO 2. PRIMERA MENTIRA
CAPÍTULO 2. PRIMEROS CELOS
Los meses fueron pasando y, al fin, el curso escolar terminó. Aprobé sociales por pena, porque el profesor vio mi esfuerzo y mi voluntad a la hora de estudiar, pero se dio cuenta de que mi memoria no daba para más y que, evidentemente, era incapaz de aprenderme todos los ríos de Europa. Con las mates no tuve tanta suerte, suspendí y tuve que ir a la prueba extraordinaria, pero, finalmente, conseguí aprobar con un 5 raspado.
Como era de esperar, me pusieron deberes para las vacaciones de verano, pero me los repartí de tal forma que hice un esfuerzo al principio para luego estar libre el resto de días.
Con Ricardo nos habíamos ido viendo cada fin de semana: él venía el sábado por la mañana y estábamos juntos paseando por mi barrio hasta la hora de la comida, que me acompañaba a casa y se iba a coger el tren para volver a la suya. Entre semana le echaba mucho de menos, pero nos llamábamos por teléfono todos los días y hablábamos un rato.
El día de mi cumpleaños vinieron mis amigas a casa, estuvimos en mi habitación llamando por teléfono a números al azar para hablar con ellos. En una de esas llamadas, coincidimos con un chico, Nil, con el que hablamos casi toda la tarde. Congeniamos tanto que nos guardamos los números de teléfono respectivos para seguir hablando más días. Así que, cada día, después de hablar con Ricardo, nos llamábamos con Nil para charlar un rato y contarnos qué tal había ido nuestro día. Me reía mucho con él. Hasta que Ricardo tuvo miedo de perderme y empezaron a entrarle inseguridades. Fue entonces cuando me pidió que dejara de hablarme con él, y yo obedecí, pero solo unos días. Al cabo de una semana me di cuenta de que no quería perder a un amigo de verdad, Nil me aportaba mucho y no quería perderle, así que seguí hablando con él a escondidas de Ricardo.
Un día, la que se suponía que era mi mejor amiga del pueblo, Dúnia, le mandó un mensaje que ponía: dile a Mía que le mande recuerdos a Nil de mi parte, como habla tanto con él…
Fue un mensaje claro, directo y mandado con mala leche. Automáticamente Ricardo me llamó:
—Oye Mía, ¿es cierto que te hablas todavía con Nil?
—¿Cómo sabes tú eso? —pregunté asustada.