Mientras intentaba aparentar normalidad, quise encontrar con la mirada la moto azul de 49cc con la que tenía que venir a buscarme. Y lo vi. Ahí estaba, esperando mi llegada. Al acercarme, me dedicó una mirada fija e intensa, pero no me besó. Permanecimos en silencio durante todo el camino hasta casa y, al entrar por la puerta me dijo:
—Puedes dejar tus cosas en esta silla, si quieres.
En silencio, retiré la silla del comedor donde me había indicado e, intentando no llevarle la contraria ni en lo más mínimo, dejé mi bolso ahí y la botellita de agua que había comprado en la estación encima de la mesa.
—Ricardo, yo… —quise empezar.
Pero no me dio tiempo de terminar la frase porque me cortó con un beso y, cogiéndome por la cintura, me llevó hasta el pasillo. Me cogió de la mano y me dijo:
—Hoy dormiremos aquí —y se me abalanzó, cogiéndome con fuerza para tumbarme en la cama de matrimonio de sus padres mientras me besaba sin separarse de mí. Apenas podía respirar, pero lo pasé por alto. ¿Significaba eso que Ricardo me había perdonado? Por su actitud deduje que sí, así que hice lo mismo que él y le besé tumbada hacia arriba mientras intentaba no morir ahogada.
Estuvimos así mucho rato, seguramente menos de lo que a mí me pareció, y, cuando quise darme cuenta, sacó un condón y se lo puso.
—¿Qué haces…? —pregunté algo asustada. Nunca antes lo había hecho con nadie, tenía 13 años… Además, ¡tenía la regla!
—Venga… demuéstrame que me quieres… —me susurró al oído.
—No… Es que yo… no sé si estoy preparada… —dudé nerviosa.
—Venga… que después de la discusión viene la reconciliación… —insistió.
—No lo sé… Es que no sé si es el momento… Y tengo la regla… —seguí.
—Venga, Mía… Si tienes la regla no me importa, igualmente vas a sangrar. Yo te he perdonado, pero me tienes que demostrar que me quieres… Ahora te toca a ti. – sentenció.
—Sí, yo te quiero mucho… —empecé de nuevo.
—Pues demuéstramelo —me cortó él.
—Vale… pero poquito a poco, por favor… —accedí.
Notaba como si el corazón se me fuera a salir del pecho, mi respiración estaba agitada y eso jugó en mi contra, pues él creyó que jadeaba de excitación. Me dolió. Aunque le pedí que fuera poco a poco respetando, por lo menos, mi tiempo (y lo hizo), me dolió. No estaba excitada porque tenía miedo y, por lo tanto, no estaba lubricada. Al ser el primer día de mi ciclo tampoco no manchaba mucho y eso no ayudaba a que hubiera algo de lubricación. Sentía miedo por si me saldría mucha sangre, porque nunca lo había hecho con nadie y no sabía ni como se hacía, por si me juzgarían en el colegio… ¿A quién se lo podría contar que me comprendiera? Mis amigas todavía jugaban a las Barbies, y dudo que ninguna de ellas tuviera la menor idea de cómo va el tema del sexo hetero. Por lo tanto, pensé que no podía saberlo nadie. Estaba asustada, pero no podía decirle que no, al fin y al cabo yo le había fallado, tenía que compensárselo para que pudiera volver a confiar en mí. Intenté concentrarme y dominar mis temores para poderme relajar, ya que supuse que así no me dolería tanto. Y así fue: intenté aceptar el dolor en vez de negarlo a la vez que relajaba los músculos de forma consciente. De esa manera conseguí que, por lo menos, no me doliera tanto. Pero me dolió. Y me salió sangre, mucha.
Me levanté para ir al comedor a por mi móvil. Las 21 h, genial. Le mandé un mensaje a mi madre diciéndole que había perdido el último tren, que había ido corriendo a la estación pero que salió cinco minutos antes y no llegué a tiempo. Al momento me llamó:
—¿SE PUEDE SABER POR QUÉ NO ESTABAS EN LA ESTACIÓN 15 MINUTOS ANTES DE QUE SALIERA EL MALDITO TREN? —escuché apartándome el teléfono de la oreja.
—Lo siento… No he llegado a tiempo… —me disculpé con la esperanza de conseguir su comprensión.
—No has llegado a tiempo porque no has salido con antelación, ¡eres una irresponsable, Mía! —me riñó.
—Si hombre, mamá! Que he perdido un tren, no la vida entera. Que lo apruebo todo, siempre llego a casa temprano, nunca salgo sin decirte nada, intento no preocuparos… Y que me llames irresponsable por perder un tren no es justo —me enfadé.
—Bueno, Mía, ¿y cuando piensas volver? —aflojó.
—Pues… mañana por la mañana —dije cerrando los ojos esperando la reprimenda. – como he perdido el último tren…
—Uff… Mía, no quiero que te quedes a dormir, no me hace gracia —dijo apurada.
—Mamá, no pasa nada, volveré temprano por la mañana, aquí estaré bien.
—Está bien, pero antes de comer te quiero aquí —decidió finalmente.
—Allí estaré, como un clavo —sonreí.
Aquella noche no dormí pensando en lo ocurrido. Ya no era virgen, había hecho el amor por primera vez en mi vida, había perdido mi virginidad. Era la primera de mi clase, y hasta de mi curso. Definitivamente, no se lo contaría a nadie porque seguro que me juzgarían y no me apetecía, una vez más, ser la comidilla del colegio.
A la mañana siguiente, nos levantamos temprano, ya que yo no podía llegar muy tarde a casa. Me dolía mucho la vagina y toda la zona, y el movimiento que hacía al andar me escocía, sentía como me rozaba y era muy incómodo. ¿Tendría que ir al ginecólogo? Al pensarlo se me encogió el estómago e intenté desviar los pensamientos hacia algo más agradable. Cogí mi bolso y salimos de casa para ir andando hasta la estación de tren. Eran unos 20 minutos que se me hicieron una eternidad porque al andar me molestaba mucho.
Durante el camino, yo creía que nos daría tiempo a hablar sobre lo ocurrido el día anterior, quería saber si me había perdonado y si podría volver a confiar en mí. Pero no hablamos nada. No hubo charla. Él cogió su móvil y le hizo tres llamadas perdidas seguidas a Miguel, su mejor amigo. Me contó que eso era una señal, que una vez se prometieron que el día que perdieran la virginidad se harían tres llamadas perdidas para que el otro lo supiera al momento. Y así lo hizo. Al instante lo llamó su amigo y estuvieron hablando todo el camino hasta la estación. Al llegar, mi tren estaba a punto de salir. Él colgó el teléfono y solo me dio tiempo a comprar mi billete y subir hasta donde estaba mi andén. Allí nos despedimos con un beso y un hablamos luego. Subí al tren y entré en el vagón en busca del sitio perfecto para sentarme y poder pensar con calma. Acto seguido, llamé a mi madre para avisarla de que ya estaba en camino y que no tardaría en llegar. El viaje se me hizo corto, visualicé cada momento de la noche, ajena a cómo ese día influiría en mi vida.
Al bajar, tuve que correr. Una vez más se me solapaban los horarios y no llegaba a tiempo de coger el bus que me llevaría a mi pueblo. Podría haber llamado a mi padre para que me recogiera, pero siempre he sido más partidaria de hacerlo todo por mi cuenta y conseguir sola mis objetivos. Así que preferí correr y llegar asfixiada. Subí al autobús casi haciéndole una reverencia al conductor por haberme esperado. Me senté en mi asiento favorito, me enchufé la música y volví a pensar. Estaba contenta pero tampoco emocionada, me podía el miedo al qué dirán, miedo a ser juzgada y a que corriera la voz y, una vez más, formar parte de las habladurías de mis compañeros de clase.
También me daba miedo mi madre, la conocía bien y sabía perfectamente que me obligaría a ir al ginecólogo para que me revisaran y ver que todo estaba bien, cosa que no me hacía ni pizca de gracia porque tenía 13 años y para mí el ginecólogo era algo de señoras, no de niñas de mi edad. Pero, por otra parte, pensé que tendría que asumir las consecuencias, si hacía actos de mayores tendría que asumir responsabilidades de mayores, así que pensé que, si mi madre me obligaba a ir al médico, no opondría resistencia.
Al llegar a casa, no había nadie, y casi que me alegré. Seguramente