Anna Abril Paltré

Si te sientes identificada, huye


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DE ÉL? —gritó desde el otro lado del teléfono.

      —¿Enamorada de él? ¡No! ¡Yo estoy enamorada de ti! —lloré.

      Pero no obtuve respuesta. Me colgó. En seguida marqué el número para llamarle de vuelta, pero no me lo cogió. Me fui a llorar a mi habitación.

      Por la tarde, lo volví a intentar, pero no obtuve respuesta. Lo seguí intentando a lo largo de las horas, a la vez que aumentaba mi angustia y la sensación de opresión en el pecho. Era como si me hubieran arrancado una parte de mí. Jamás volvería a hablar con él, le prometí algo y no lo cumplí, le había fallado y eso no me lo perdonaría nunca. En un gesto de desesperación volví a coger el teléfono para marcar su número, ya me los sabía de memoria, y, finalmente, escuché su voz:

      —¿Qué quieres? —contestó.

      —Hablar contigo… —dije temerosa.

      —Dímelo rápido porque no tengo tiempo —dijo en un tono de voz totalmente neutro, sin ningún tipo de sentimiento. Eso me asustó y me bloqueó, no me salían las palabras ni el discurso lleno de argumentos que me había repetido mentalmente millones de veces aquella tarde.

      —Pues… quiero pedirte perdón, sé que te he fallado y no quiero que esto suponga nuestra ruptura. Sé que no me lo merezco, pero me gustaría que me perdonaras. Por favor…

      —No lo sé, Mía, me has hecho mucho daño. Te pedí que no volvieras a hablar con él y te ha dado igual. No puedo confiar en ti.

      —Por favor… Me gustaría vernos y hablarlo en persona… — supliqué empezando a llorar de nuevo.

      —No lo sé… Bueno, si quieres ven tú. Mis padres se van mañana por la tarde, ven a mi casa mañana por la noche y lo hablamos. —Al oír estas palabras se me iluminó un brillo de esperanza. Significaba eso que me iba a perdonar… O a eso me cogí como a un clavo ardiendo.

      —Sí! ¡Claro que sí! No sé si mis padres me van a dejar, pero me las apañaré —contesté al momento.

      —De acuerdo, hasta mañana —se despidió.

      —Hasta mañana, te quiero… —esperé respuesta por su parte, pero lo único que escuché fue el ruido de su teléfono al colgar.

      Bueno, se había despedido seco, pero por lo menos había accedido a vernos… Ahora me tocaba negociar con mis padres, otra vez.

      Me dirigí dudosa hacia el comedor, donde se encontraba mi familia jugando a cartas y me senté junto a ellos:

      —Mamá… —empecé.

      —¡Sí…? —preguntó mirándome de reojo.

      —Ricardo me ha invitado a su casa… mañana por la tarde —comenté.

      —Muy bien, mientras no vuelvas tarde puedes ir. Tu padre te recogerá en la estación de tren a las 21 h —determinó ella.

      —Es que… no puede quedar hasta las 19 h, y una hora es muy poco… ¿puedo dormir allí? Estarán sus padres y dormiríamos en habitaciones separadas —dije apresurada, con miedo a que me cortara, pero deseando que lo hiciera porque no tenía más argumentos.

      —No —me cortó rápida.

      —Pero ¿por qué? —pregunté indignada.

      —Porque no, Mía, y no me hagas hablar —empezó a enfadarse.

      —¡Pero mamá! ¿Tú sabes que hay más probabilidades de tener sexo pasando un día entero en su casa que yendo solamente a dormir? ¡Por la noche la gente duerme, mamá! ¡LA GENTE DUERME!

      —Mía, no empieces. Te he dicho que no.

      Me fui a mi habitación llorando por el camino. Era mi oportunidad de arreglar las cosas con Ricardo y no pensaba perderla, así que, me dejaran o no, yo me quedaría a dormir.

      Mis padres me han dicho que sí. Ya te contaré. Te espero mañana a las 19 h en la estación de tren. Te quiero…

      Al momento me llegó su respuesta:

      Genial, allí estaré. Te quiero…

      ¡Bien! Leer eso fue una bocanada de aire, pude respirar al darme tregua la presión que hasta entonces se había instalado en mi pecho. Seguía queriéndome. Ahora tenía que preparar la maleta sin que se enteraran mis padres, porque había cosas imprescindibles: cepillo de dientes, compresas (porque, qué raro, tenía que venirme la regla) y recambio de ropa interior. Así que me dispuse a reunirlo todo y meterlo apretujado dentro del bolso que me llevaría. Cuando lo tuve todo, escondí el bolso dentro del armario hasta el día siguiente, no fuera que a mi madre le diera por hurgar en él y descubriera todo el pastel. Así que me fui a dormir sin cenar, no quise ni salir, pues estaba muy enfadada con el mundo.

      Al día siguiente, me desperté con sentimientos encontrados: por un lado estaba enfadada con mi familia por no dejarme ir, pero por el otro estaba feliz de saber que dormiría con él. Me levanté muerta de hambre y me decidí a salir a ver el panorama. Estaban todos desayunando y me uní a ellos en la mesa de la forma más discreta que pude. En silencio y sin decir nada cogí una tostada y empecé a untármela con mantequilla. Mi madre me puso una mano en la pierna a modo de buenos días, pero yo no cedí y seguí con lo mío. Cuando terminé, cogí mis cosas y me fui a la playa sola, pues un baño de agua fría no me iría mal y quizás me servía para aplacar un poco el genio que me caracterizaba y que, en aquel momento, tenía bastante a flor de piel. Al volver, ya habían comido y estaban todos durmiendo la siesta. Mejor, no tenía ganas de entablar ningún tipo de conversación. Cada vez me sentía más incomprendida en aquella familia.

      Al caer la tarde llegó mi hora. Cogí el bolso con todo el material secreto y fui directa a la puerta, pues mi autobús para ir hasta el pueblo de al lado para coger luego el tren estaba a punto de salir. Me dirigí a la plaza y tuve que correr porque ya estaba en la parada esperando a los últimos pasajeros. Compré el billete y me senté en el primer asiento de todos, me encantaba ver las vistas desde allí arriba, la carretera era de curvas y bastante estrecha y se podía ver perfectamente el mar en su azul más bonito.

      Cuando bajé, comprobé que todo estuviera en su sitio y seguí andando hasta la estación de tren. Tenía que darme prisa, pues había un buen trozo andando, ya que tenía que cruzar todo el pueblo hasta llegar casi a las afueras y solo tenía quince minutos. Al llegar, estaba sudando y miré si tenía suelto para comprarme un agua, ya que no había cogido ninguna botella de casa al no caberme nada más en el bolso. Tenía dos minutos para comprar el billete y la botellita. No me dio tiempo ni a sentarme en uno de los bancos que había allí porque escuché las campanas del tren. Siempre que escuchaba ese ruido algo en mi interior se alteraba, sentía los nervios recorrerme desde los pies hasta situarse en mi estómago y no moverse de allí hasta que no bajaba. Me gustaban los trayectos, iba tranquila escuchando música y pensando en mis historias, pero ese era distinto. No sabía si Ricardo iba a perdonarme y me arriesgaba a quedarme tirada en aquella ciudad desconocida, pues el último tren salía a las 21 h y si discutíamos mucho rato no tendría tiempo de cogerlo para irme.

      Mientras miraba por la ventana, situada en mi asiento, noté que algo pasaba: la regla. ¡Menos mal que llevaba compresas en el bolso! Me levanté y busqué con la vista el cartel de aseos. Sabía que había lavabos, pero no estaban en todos los vagones, solamente en algunos. Así que empecé la excursión en busca de un cubículo en el que poderme meter para ponerme una compresa y no mancharme los pantalones cortos, porque solo tenía esos para pasar hasta mañana. Fui andando de vagón en vagón hasta que vi el ansiado cartel. Abrí la puerta donde estaba colgado y me metí dentro. Ahí, haciendo equilibrios como pude, conseguí ponerme la compresa.

      También era mala suerte que justo el día que iba a dormir con Ricardo me viniera la regla. Pero bueno, igualmente no habríamos hecho nada porque yo no estaba preparada para tener relaciones, ¡tenía 13 años! Así que me consolé con eso y volví a relajarme en mi asiento hasta que llegó el momento de bajar.

      CAPÍTULO